Hace diez años y unos días —apenas un suspiro—, como consecuencia del
conflicto que se produjo tras la implementación de la Resolución N° 125 del
Ministerio de Economía y Producción, comprendimos que los actores más
importantes de la actividad agropecuaria —los que tienen muchas hectáreas,
muchas vacas y muchas toneladas de soja, trigo y maíz—, consideran que ellos —y
nadie más—, son el «campo» y, asimismo, que el «campo» —y nada más—, es la
«patria».
Elías Quinteros / Especial
para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
La protesta de la Sociedad Rural Argentina en 2008. |
Expresado de otra manera, entendimos que la «patria» —desde su punto
de vista—, no tiene la superficie que los mapas le otorgan sino los kilómetros
cuadrados del «campo»; y que el «campo» —desde su perspectiva—, no tiene la
superficie que nosotros le atribuimos sino las hectáreas de sus propiedades.
Esto significa que su visión de la «patria» —a diferencia de la nuestra—,
coincide con la de una Argentina agroexportadora que cabe dentro de los límites
de la Pampa Húmeda: una visión que honra el pensamiento de Domingo Faustino
Sarmiento (que abogó por una Argentina con el tamaño de un país europeo y, por
ende, con las dimensiones adecuadas para no sufrir los males de la extensión
territorial); Bartolomé Mitre (que soñó con una Argentina dedicada al
suministro internacional de materias primas, es decir, de materias que no
requieren el desarrollo de una política industrial); y Julio Argentino Roca
(que garantizó a la Argentina de Sarmiento y Mitre el aprovechamiento económico
de la Pampa Húmeda e, incluso, de la Pampa Seca, cuando éstas eran consideradas
un «desierto» porque no estaban ocupadas totalmente por una población «blanca»
y «civilizada»).
Sin duda, la fidelidad a los valores establecidos por los comerciantes
porteños y los hacendados bonaerenses que constituyeron la «oligarquía
mitrista» después de la batalla de Caseros (una oligarquía que adquirió el
carácter de nacional en los tiempos del roquismo, con la incorporación de los
integrantes de las oligarquías provincianas), exterioriza con nitidez la
continuidad histórica que existe entre unos y otros. Por eso, no podemos
explicar su comportamiento si pasamos por alto que ellos son los sucesores
reales o simbólicos de los que segregaron la provincia de Buenos Aires de la
Confederación Argentina (cuando decidieron que no iban a compartir la renta
aduanera del puerto con el resto del país), de los que incrementaron la
subordinación económica y política del país con la suscripción del «Tratado
Roca-Runciman» (cuando decidieron que no iban a perder los beneficios del
mercado británico), y de los que derrocaron a Juan Domingo Perón (cuando
decidieron que no iban a continuar compartiendo la renta diferencial de sus
tierras con el resto de la ciudadanía). Dicha particularidad —que no constituye
un detalle menor e insignificante—, nos dice de un modo elocuente que estamos
ante los «modernos» representantes del sector que configuró a la Argentina,
durante la segunda mitad del siglo XIX, como una semicolonia británica que
tenía la apariencia de un Estado independiente.
Por cierto, quienes usufructúan los beneficios de la tierra en estos
tiempos —seres que no veneran la posesión de la misma sino la magnitud de la
ganancia que proviene de ella—, no poseen el brillo y el glamour de sus
predecesores. Mas, eso no significa que su poder sea minúsculo. Al contrario,
el conflicto que se desató a raíz de la «125» dejó en claro que ellos tienen un
peso considerable y que, como añadidura, cuentan con el apoyo de aliados más
que importantes entre las filas de las corporaciones política, mediática y
judicial. En oposición a lo sostenido por algunos, tal conflicto no dividió a
la Argentina en dos partes antagónicas. Sencillamente, exteriorizó los ribetes
de una división que ya existía. Por ese motivo, los que dicen que desean borrar
la famosa «grieta» que nos separa por culpa de Néstor Kirchner y Cristina
Fernández no son sinceros. Ellos no quieren la paz social. O, por lo menos, no
quieren una paz social que tenga a la justicia como punto de apoyo. Ellos
quieren que todo sea como en el pasado para que nadie pueda advertir que una
minoría vive a costa del resto de la sociedad argentina. A todas luces, en
cuestiones como éstas, la invisibilidad es importantísima. Al fin y al cabo,
ninguna persona se rebela contra una injusticia que no ve, aunque la misma
posea una dimensión descomunal. Es verdad.
El conflicto con las patronales agropecuarias concluyó con una
derrota. Sin embargo, en algunas ocasiones, no podemos catalogar a una derrota
como un fracaso. Aquí, hace diez años y unos días, en un país que era mejor que
el actual en muchos sentidos, conocimos públicamente a la gente del campo que
está dispuesta a sacrificar el bienestar y la dicha de millones de individuos
con el fin de preservar sus privilegios. Descubrimos a la gente de la política
que está dispuesta a sacrificar el espíritu de lo republicano y lo
democráctico, a la gente de la comunicación que está dispuesta a sacrificar la
«independencia» y la «objetividad» del periodismo y a la gente de la justicia
que está dispuesta a sacrificar los principios de la Constitución y las leyes,
con el propósito de proteger los intereses de los «señores de la tierra». Y, de
la misma manera, comprendimos que la Sociedad Rural, el PRO, la Coalición
Cívica, la Unión Cívica Radical, el Grupo Clarín y el Poder Judicial
constituyen una alianza lógica y natural.
En estos días, los que bloquearon las rutas con piquetes armados
desabasteciendo los centros urbanos, provocando el aumento del precio de los
alimentos y originando pérdidas increíbles a los productores de leche, pollos,
verduras y frutas; los que protagonizaron escenas de violencia; los que
incendiaron pastizales hundiendo la ciudad de Buenos Aires en una nube de humo;
los que participaron en manifestaciones callejeras, «cacerolazos» y
«bocinazos»; y los que insultaron a la presidenta con epítetos irreproducibles;
disfrutan de un período de felicidad inenarrable. Esa felicidad tiene una
explicación: el sillón de la Casa Rosada está ocupado desde hace dos años por
un amigo o, como suele decirse, por alguien que «es del palo». Nuestro
presidente, a diferencia de Cristina Fernández, no es un mandatario que trata
de incrementar las retenciones agropecuarias. Es uno que las reduce o,
directamente, las quita. Su presencia en el despacho presidencial por la
decisión del electorado, tras una etapa de medidas populares que implicaron la
recuperación y la ampliación de derechos, acredita de la forma más contundente
la victoria de los «señores de la tierra»: una victoria alcanzada mediante las
reglas de sistema democrático que significa la derrota de la sociedad y, en
especial, de los sectores más vulnerables. Pero, los que defendieron al «campo»
sin ser parte del mismo, de acuerdo a los parámetros explicitados, ¿qué sienten
cada vez que el gobierno autoriza el incremento de la tarifa de la
electricidad, el gas, el agua o el teléfono; el pasaje del transporte público;
o el precio de los alimentos, los medicamentos o los combustibles? ¿Qué sienten
cada vez que los integrantes de las patronales agropecuarias usufructúan los
beneficios de una medida económica que tiende a paliar los males de su supuesta
pobreza? ¿Y qué sienten cada vez que el «campo», o sea, el destinatario de su
apoyo, no habla a favor de ellos? Acaso, ¿siguen pensando lo mismo? ¿Siguen
suponiendo que sus intereses coinciden con los de la gente que cortó las rutas
en el pasado? Y, por encima de todo, ¿siguen creyendo que el gobierno anterior
era su enemigo?
Hoy, a una década y unos días de lo sucedido, muchos de los que
votaron por Mauricio Macri en la elección presidencial del año 2015 —aunque no
pertenecían a los sectores dominantes ni a los que recibían directa o
indirectamente algún beneficio de ellos—, comprenden que su destino experimentó
un cambio espectacular cuando su candidato obtuvo la mayoría de los votos.
Advierten que su existencia empeoró en más de un sentido cuando el empresario
que dirigió a Boca Juniors y rigió a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires asumió
como presidente de la Nación. Y sienten que su vida perdió la posibilidad de
mejorar cuando el estudiante del Cardenal Newman abrió las puertas de la
Argentina a los personeros del neoliberalismo. Mas, esto no alcanza. No es
suficiente. Todos necesitamos que una parte de ellos —al menos—, admita
finalmente que la administración kirchnerista —aunque no les resulte
simpática—, los benefició en más de un aspecto, con muchas de sus decisiones
políticas, económicas y sociales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario