El progresismo (en Nicaragua y
en otras latitudes) criticó severamente el aumento en los aportes, así como la
represión desatada contra la población que protestaba. Obviamente que debe
condenarse la violencia contra el pueblo trabajador: 30 muertes representan una
catástrofe absolutamente intolerable. Pero objetivamente analizados todos los
sucesos, no terminan de quedar claras algunas cosas.
Desde Ciudad de Guatemala
Estos días Nicaragua se puso al rojo vivo. Las noticias llegaron
alarmantes, y un país que ahora habitualmente no ocupa titulares en la prensa
–como sí lo hizo décadas atrás, durante la Revolución Sandinista–, estuvo de
nuevo ante los ojos del mundo. Desde el Papa al Secretario General de Naciones
Unidas, desde distintas posiciones de izquierda como desde las más
recalcitrantes declaraciones de derecha, todo el mundo tuvo algo que decir
sobre el país de Sandino. ¡Y no era para menos! La violencia fue generalizada,
con un saldo de alrededor de 30 muertos.
Ya se ha escrito y hablado copiosamente sobre lo sucedido. Hubo de todo
un poco, desde análisis serios y sopesados hasta reacciones viscerales, desde
encendidas defensas al Comandante de la Revolución Daniel Ortega hasta las más
encarnizadas críticas al violador de su hijastra Zoilamérica
Narváez. El presente opúsculo no pretende decir
nada nuevo (seguramente no lo dice), sino que, modestamente, intenta hacer un
balance de lo ya expresado por tanta gente, buscando alguna conclusión posible.
Sin dudas, lo sucedido movió pasiones. Las movió, porque Nicaragua aún
sigue despertando pasiones. De hecho, fuera de Cuba, fue el primer país en
territorio latinoamericano que produjo una revolución socialista. Aquel 19 de
julio de 1979, ya muy lejano –lamentablemente no solo en el tiempo–, para
muchos sigue siendo una referencia, una antorcha que marca camino: la
Revolución Sandinista mostró que sí era posible enfrentarse a una dictadura, al
imperio estadounidense… ¡y vencer! Pero para muchos, también, esa imagen
gloriosa de un pueblo en armas construyendo su socialismo es el recordatorio
oprobioso de una traición. El sandinismo victorioso de la década de los 80 del
siglo pasado fue convirtiéndose con el tiempo, luego de salir del poder en
1990, de la mano del empresario Daniel Ortega y de su esposa Rosario Murillo,
en un reformismo tibio, de corte capitalista con “rostro humano”, manejado
discrecionalmente por ese binomio todopoderoso. De ahí que muchos integrantes
históricos del Frente Sandinista de Liberación Nacional –FSLN– terminaron
distanciándose del orteguismo y de este perfil que consideran una traicionera
entrega.
Personajes como Ernesto Cardenal, Dora
María Téllez, Víctor Hugo Tinoco, Mónica Baltodano, Jaime Wheelock, Alejandro
Bendaña, Sergio Ramírez o Henry Ruiz, para nombrar algunos, todos comprometidos
con el sandinismo revolucionario de aquel momento épico, fustigan la política
vigente en Nicaragua al día de hoy. “El
actual gobierno de Nicaragua usa algunas veces un discurso izquierdista, una
estridencia en la palabra que nada tiene que ver con su práctica real, muy
distante con un proyecto de izquierda. Por el contrario, en Nicaragua se
fortalecen y enriquecen los banqueros y la oligarquía tradicional y grupos
económicos de ex revolucionarios convertidos en inversionistas, en comerciantes
y especuladores. Se fortalecen los sectores más reaccionarios de la jerarquía
católica, se eliminan derechos humanos esenciales como el de las mujeres al
aborto terapéutico”, caracterizaba la otrora comandante guerrillera Mónica
Baltodano al actual gobierno sandinista.
Junto a esa visión, muy crítica por cierto (obviamente de izquierda),
para la geopolítica de Estados Unidos (obviamente de derecha), un gobierno no
totalmente alineado con Washington es siempre una molestia. La actual Nicaragua
no es, ni por asomo, aquel disturbio insoportable que resultara el sandinismo
revolucionario de los 80, con Ronald Reagan en la Casa Blanca y su obsesión
anticomunista. Pero no es la administración dócil que desearía (como lo van
siendo ahora la gran mayoría de países latinoamericanos, con políticas
disciplinadamente neoliberales y obediencia ciega a los dictados imperiales).
La actual administración nicaragüense le abrió la puerta a la República Popular
China con la construcción de un nuevo canal interoceánico, y es parte del ALBA
–Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América–, resultando un aliado
estratégico de Venezuela (la nueva obsesión de la geopolítica estadounidense,
país poseedor de las mayores reservas petrolíferas que la economía imperial no
quiere perder de ningún modo).
Daniel Ortega no es ahora el guerrillero revolucionario que participó en
la rebelión antisomocista; por el contrario, es un empresario “nuevo rico” con
gran poder político, que ha negociado todo con todos los sectores y maneja todo
(¿remembranzas de un tal Somoza?). Pero es también un líder carismático con
innegable base social, con muchísimos seguidores, llevando adelante una política
asistencial que, sin ningún lugar a dudas, favorece a los sectores más
postergados del país. Es, en realidad, un exponente más de los presidentes que,
sin dejar el modelo capitalista, en estos últimos años gobernaron varias
repúblicas latinoamericanas con propuestas de algún modo populares,
asistenciales, clientelares. Todo lo cual, para la lógica ultra conservadora y
neoliberal de Washington, es mala palabra.
¿Qué pasó entonces en Nicaragua en estos días? El gobierno anunció en forma sorpresiva, con una medida
unilateral no negociada con ningún sector, un importante aumento en los aportes a la Seguridad Social del 3.5%
para la patronal (llevando el aporte del 19% al 22.5%) y del 0.75% para la
clase asalariada (aumentando del 6.25% al 7%), recortando en 5% las pensiones
de los jubilados (que, según el gobierno, “seguían
siendo los que menos aportaban”, y a cambio del aumento recibirían mejor
cobertura en salud y otros beneficios), en tanto que las pensiones futuras
disminuirían alrededor de un 12%. La medida fue explosiva, y tanto empresariado
como población trabajadora reaccionaron en forma furiosa. Pero ahí viene lo
complicado de analizar, de situar políticamente.
Para algunas visiones,
la reacción virulenta, con población enardecida en las calles, barricadas y
furibunda protesta popular, fue un montaje, una manipulación. Sin dudas, la
medida fue desafortunada, porque el mismo gobierno luego de los violentos
sucesos que provocó, la retiró, llamando al diálogo “para mantener la paz”. Según el orteguismo y algunos sectores que
analizaron la situación, incluso fuera de Nicaragua, –lectura que, sin dudas,
tiene asidero– la explosión de furia popular tuvo una agenda preparada. De
hecho, se la compara con las “guarimbas” venezolanas del 2017, que dejaron como
saldo más de 100 personas muertas. Es significativo (igual a lo sucedido en
Venezuela) que al unísono explotó, muy coordinadamente, una protesta
generalizada en todas las ciudades del país, que luego derivó en saqueos y
actos vandálicos, siempre encabezados por jóvenes. Eso podría hacer pensar en
cierta “mano oculta”, dado que la oposición política de los partidos de derecha
no tiene ese poder de convocatoria ni logístico-organizativo. Según denuncias
de medios oficiales del orteguismo, muchos de los “estudiantes” no eran tales
(igual que sucedía en Venezuela), sino provocadores, agitadores contratados. La
derecha oligárquica –heredera histórica del somocismo– podría estar
aprovechando la coyuntura para tomar distancia y deshacerse de un gobierno que ve
como demasiado “populista”. Y Washington estaría frotándose las manos de
alegría. Las “revoluciones de colores”, o “golpes de Estado suave” (¡no tan
suaves para el caso, con 30 muertos!), propiciadas supuestamente por población
civil que “ejerce sus derechos ciudadanos”, por jóvenes estudiantes que
reclaman (pero con agendas ocultas de las usinas ideológico-mediáticas del
imperio), parecen estar funcionando a todo vapor. Tener un nuevo “canal de
Panamá” en el patio trasero, seguramente con futura presencia militar china, es
un desafío insoportable para la geopolítica hemisférica de Estados Unidos. La
consigna sería “sacar de una vez por todas estas molestias de Venezuela,
Bolivia, Nicaragua, y por supuesto: Cuba”. Para ello, según esta pérfida
agenda, estas supuestas “revueltas ciudadanas espontáneas” serían el camino a
transitar. Insistir con la corrupción como nueva plaga bíblica a atacar es un
efectivo “caballo de batalla”. Por cierto, según comunicado del Frente
Sandinista, “Vale
la pena destacar que las universidades más beligerantes fueron: la Universidad
Centroamericana (UCA), de los jesuitas; y la Universidad Politécnica (UPOLI),
propiedad de una iglesia protestante con sede en Estados Unidos.”
Pero también puede proponerse otra lectura de
lo acontecido: el orteguismo, como expresión extrema de un bonapartismo
desaforado, nepotista y corrupto, es cuestionado. La población en la calle
sería una muestra de un descontento generalizado tras largos años de
presidencialismo y corrupción. La represión violenta que llevaron adelante
policía y ejército es un insulto a los valores revolucionarios que alguna vez
levantara el Frente Sandinista. De ahí que, por ejemplo, un sandinista
histórico como Jaime Wheelock le
dijera al presidente Ortega en una misiva pública que “El
decreto que reformó el INSS [Instituto Nicaragüense de Seguridad Social] por su
contenido y forma fue un grave error político, técnico y legal del gobierno
[pues] se afectaron
los derechos económicos adquiridos y los ahorros de un millón de cabezas de
familia, sin dar solución práctica a la grave situación financiera del INSS”,
pidiendo así la pronta derogación del decreto de marras.
¿Por qué propuso esta
medida el presidente Daniel Ortega? Según un comunicado que emitió el FSLN en
estos días explicando las razones del proceder: “La cantidad de beneficios de los asegurados
y la cobertura de dichos beneficios a la población aumentaron exponencialmente
con el regreso del sandinismo al poder en 2007, lo que ocasionó una situación
económica crítica en el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), que
es la institución estatal a cargo de este tema. Ante tal situación, el FMI y le
empresa privada organizada en el Consejo Superior de la Empresa Privada
(COSEP), pidieron aplicar las típicas medidas neoliberales en este tema: subir
la edad de jubilación (en Nicaragua es de 60 años) y la cantidad de semanas
necesarias para acceder a ella (750 para pensión normal y 250 para quienes en
edad de jubilación no hayan alcanzado la primera cantidad, lo cual no existía
antes del regreso al poder del sandinismo en 2007; incluso en este caso, el
planteamiento de los más radicales neoliberales era eliminar por completo la
pensión). Ante ello, nuestro gobierno respondió con un rotundo rechazo tanto al
FMI como al COSEP. En cambio, la opción escogida fue aumentar los aportes de
trabajadores y empresarios, y establecer un aporte para los jubilados,
incluyendo a los que reciben la pensión reducida.”
El
progresismo (en Nicaragua y en otras latitudes) criticó severamente el aumento
en los aportes, así como la represión desatada contra la población que
protestaba. Obviamente que debe condenarse la violencia contra el pueblo
trabajador: 30 muertes representan una catástrofe absolutamente intolerable.
Pero objetivamente analizados todos los sucesos, no terminan de quedar claras
algunas cosas. Es evidente que este Frente Sandinista, manejado
discrecionalmente por Daniel Ortega y Rosario Murillo, ya no levanta las
banderas revolucionarias de otrora. Citando al panameño Olmedo Beluche: “Aquí
es donde se evidencia la verdadera cara del llamado “progresismo”
latinoamericano. Gobiernos que alardean de revolucionarios y chacharean de
“socialismo”, pero que en la práctica no pasan los límites del sistema
capitalista. La crisis del progresismo en todo el continente es la crisis del
reformismo burgués, incapaz de verdaderas medidas socialistas en un momento de
crisis sistémica y caída de precios de las materias primas.” Al mismo tiempo, sin embargo, puede
verse el proceso de monstruosa derechización y retroceso en avances populares
que sufre el continente, o el mundo: un gobierno tibiamente reformista, que
trabaja codo a codo con la empresa privada y no se pelea con la oligarquía
conservadora como el actual orteguismo, para la lógica imperialista y voraz de
Estados Unidos no deja de ser “una piedra en el zapato”. Hablar de justicia
social (que no es lo mismo que revolución socialista), pertenecer a una alianza
donde no está Washington como es el ALBA y abrirle las puertas a China es casi
un “peligro comunista” en el mundo neoliberal y ultraconservador que vivimos.
¿Quién ganó y quién
perdió con este movimiento en Nicaragua? La población de a pie, seguro que no
ganó nada.
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