¿Por qué
hay que defender a Lula y pedir su inmediata excarcelación? Porque lo que se
está cometiendo es un atentado a la clase trabajadora, un mensaje de
avasallamiento de los sectores poderosos (brasileños y estadounidenses) contra
las capas populares. Defender la institucionalidad democrática actual en Brasil
y evitar este fenomenal avance de la derecha más conservadora y primitiva es,
en esta coyuntura, lo más revolucionario que se pueda pedir.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Buena
parte del siglo XX, hasta entrada la década de los 70, estuvo marcada por el
avance de las luchas populares. Ello se dio así en todo el mundo. Producto de
eso, varios países comenzaron a transitar la senda del socialismo, y en mucho
otros, las clases trabajadoras fueron ganando importantes espacios y
conquistas. Pero desde los 80 del pasado siglo se ve una involución en todo el
orbe; en Latinoamérica fueron sangrientas dictaduras las que prepararon el
terreno, mientras que en otras latitudes el proceso tuvo otras características,
pero por todos lados los planes de capitalismo salvaje (eufemísticamente
llamado neoliberalismo) fueron estableciéndose con fuerza creciente. De esa
cuenta, se desarmaron avances populares significativos, organizaciones
populares, grupos de izquierda. Movimientos revolucionarios de acción armada se
desarmaron y el marxismo como método de análisis quiso ser puesto en el museo
de la historia. La ideología dominante fue el puro individualismo, la
entronización del mercado, la apología de la empresa privada sobre el Estado.
El consumismo banal y un espíritu hedonista ramplón ganaron la escena.
Para fines
del pasado siglo, el capital se sintió victorioso, reconquistando el terreno
perdido. La reversión de procesos socialistas en la Unión Soviética y en China,
junto a la caída del muro de Berlín, significaron el grito triunfal de un
capitalismo despiadado que hoy, ya bien entrado el siglo XXI, se sigue
sintiendo dominador.
Sucede
que, en medio de esa avanzada neoliberal, en Latinoamérica aparecieron
respuestas alternativas. No fueron, precisamente, amplios movimientos populares
revolucionarios, sino procesos políticos en el marco de las débiles y
controladas democracias representativas. Así aparecieron dinámicas con tinte
social-popular en muchos países, marcadas siempre por presidentes producto de
las urnas: Chávez en Venezuela, matrimonio Kirchner en Argentina, Bachelet en
Chile, Morales en Bolivia, el Partido de los Trabajadores en Brasil, ex
tupamaros en Uruguay, Lugo en Paraguay, Manuel Zelaya en Honduras, Álvaro Colom
en Guatemala. El espectro fue amplio, yendo de más moderados a más beligerantes,
pero en todos los casos hubo elementos comunes: sin alterar de raíz el sistema
capitalista, se propusieron gobiernos populares con preocupación por los
sectores más postergados. Una determinada coyuntura internacional favoreció el
precio de muchas materias primas que tales países exportan, lo que facilitó un
clima de crecimiento y mejora para esas capas populares, en general a partir de
programas de gobierno clientelares, sin modificaciones de fondo en la
estructura económica, con climas socialdemócratas.
Pero el
sistema capitalista, y más aún su país rector, Estados Unidos, –amplio
dominador en este hemisferio– no tardaron en reaccionar: todos estos gobiernos
progresistas, si bien no significaron una clara afrenta al orden económico
constituido, representan un “mal ejemplo” político-ideológico-cultural. El
“tumor”, por tanto, buscó ser detenido rápidamente. Desde hace algunos años
vemos entonces cómo la geoestrategia de Washington, en sintonía con las
oligarquías nacionales de la región, fueron haciendo lo imposible por desmontar
esos gobiernos. Y, sin dudas, lo han ido logrando.
El avance
de las derechas políticas en estos últimos años fue notorio. Presidentes
abiertamente neoliberales y pro Casa Blanca fueron instalándose en los países
hasta hace poco con propuestas populares, incluso con conatos de golpe de
Estado técnico, más o menos disfrazados, con las fuerzas armadas siempre como
resguardo último (en Honduras, con su participación directa, como en viejas
épocas). Ninguno de esos proyectos fueron revoluciones socialistas en el pleno
sentido de la palabra. De todos modos, el triunfo del capital en estos últimos
años (neoliberalismo) fue tan grande que iniciativas medianamente tibias ya
pueden ser vistas como casi revolucionarias.
“No estoy por encima de la justicia, si no,
no habría fundado un partido político, habría propuesto una revolución”,
pudo decir el ahora ex presidente Lula. Parece que la idea de destrucción del
capitalismo se ha ido evaporando. “Revolución”, en esa lógica, es un término arcaico,
desvanecido. Ante el repliegue fenomenal del campo popular y sus luchas
transformadoras, un “capitalismo serio” –tal como pudo decir Cristina Fernández
en Argentina, por ejemplo–, una repartición más equitativa de la renta nacional
a través de programas clientelares / asistenciales, modelos socialdemócratas
dentro de los márgenes de la democracia de mercado parece ser lo más
vanguardista que hoy la realidad posibilita.
El
capital, o la derecha como su expresión política, son conservadores, trogloditas,
voraces. No perdonan la más mínima sombra contestataria. En Brasil, el Partido
de los Trabajadores –con Lula primero, con Dilma Roussef luego–, que permitió
crecer a los capitales nacionales como nunca antes impulsando un proyecto de
hegemonía regional muy poderoso, también abrió una llave a los sectores más
humildes, los históricamente más postergados (Brasil, siendo una de las
primeras diez economías del mundo, presenta una de las mayorías asimetrías en
el reparto de la riqueza nacional; las monumentales favelas son su síntoma por
excelencia). Así es que el ahora ex presidente Lula pudo decir: “Yo soñé que era posible gobernar incluyendo
a millones de pobres, que un metalúrgico sin título llevara a los negros a la
universidad. Cometí el crimen de poner pobres en las universidades, pobres
comiendo carne y viajando en avión”.
Ahora
vemos que, casi siguiendo un guión previamente trazado, muchos de estos
gobiernos progresistas en Latinoamérica son reemplazados por administraciones
conservadoras, marcadamente de derecha. Las denuncias de corrupción juegan un
papel clave en ello (pareciera que en Guatemala se ensayaron en el 2015, luego
se utilizaron en otros contextos: exitosamente en Argentina y Brasil, como arma
para el intento de derrocar a los actuales gobiernos en Venezuela y en
Bolivia). Los planes neoliberales –que en realidad nunca desaparecieron en
ninguno de estos países con administraciones “menos impopulares”– ahora se
afianzan sin anestesia, desmontando las políticas de reformas sociales previas.
En Brasil,
producto de un disfrazado golpe de Estado constitucional (o, mejor dicho:
¡absolutamente anticonstitucional!, con los militares amenazando incluso) se
sacó de en medio al Partido de los Trabajadores. Primero, destituyendo a la
presidenta Dilma Roussef, luego encarcelando a Lula, próximo candidato
presidencial de esa agrupación política, y probablemente ganador en las futuras
elecciones si pudiera participar. El montaje fue muy burdo, no habiéndose
podido comprobar nunca nada en concreto con el ex sindicalista metalúrgico.
Pero eso no importa: si se trata de fabricar escenarios, los medios de
comunicación son expertos. “Una mentira
repetida mil veces termina transformándose en una verdad”, enseñó el
Ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, máxima utilizada a diario por la
corporación mediática capitalista. El tema de la corrupción, muy sensible, muy
moralista, se presta perfectamente para ello.
¿Por qué
hay que defender a Lula y pedir su inmediata excarcelación? Porque lo que se
está cometiendo es un atentado a la clase trabajadora, un mensaje de
avasallamiento de los sectores poderosos (brasileños y estadounidenses) contra
las capas populares. Defender la institucionalidad democrática actual en Brasil
y evitar este fenomenal avance de la derecha más conservadora y primitiva es,
en esta coyuntura, lo más revolucionario que se pueda pedir.
¡Por la
inmediata libertad de Luiz Inácio Lula da Silva! ¡No al avance de la derecha!
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