La legitimidad no tiene
nada que ver con la justicia. Nadie va preso por cometer actos reñidos con la
ética de la izquierda, que siempre proclamó rigurosidad en ese sentido. Mirar
para otro lado porque no nos conviene o porque son los “nuestros”, es de un
pragmatismo suicida.
Raúl Zibechi / Brecha (Uruguay)
La izquierda cerró
filas en torno a Lula, asegurando su inocencia, con el argumento de la falta de
pruebas, ya que el juez Sérgio Moro lo procesó por declaraciones de un
ejecutivo de la constructora OAS, que al delatarlo se aseguró un trato
privilegiado (delación premiada es la figura) por parte de la justicia.
Si los argumentos de
Moro, y detrás suyo de la derecha brasileña, suenan cuestionables, los de
quienes lo defienden tienen también sus puntos débiles. En efecto, entre Lula y
las grandes constructoras brasileñas hubo relaciones carnales, con cruce de
favores que pueden no ser ilegales, pero son cuestionables.
Durante años el ex
presidente se dedicó a ofrecer su prestigio y el de su gobierno para lubricar
negocios de las multinacionales brasileñas. En los dos primeros años después de
dejar la presidencia (en enero de 2011) la mitad de los viajes realizados por
Lula fueron pagados por las constructoras, todos en América Latina y África,
donde esas empresas concentran sus mayores intereses. Durante este tiempo Lula
visitó 30 países, de los cuales 20 están en África y América Latina. Las
constructoras pagaron 13 de esos viajes, la casi totalidad por Odebrecht, OAS y
Camargo Correa (Folha de São Paulo, 22-III-13).
Un telegrama enviado
por la embajada de Brasil en Mozambique, luego de una de las visitas de Lula,
destaca el papel del ex presidente como verdadero embajador de las
multinacionales. “Al asociar su prestigio a las empresas que operan aquí, el ex
presidente Lula desarrolló, a los ojos de los mozambiqueños, su compromiso con
los resultados de la actividad empresarial brasileña”, escribió la embajadora
Lígia Scherer.
En agosto de 2011, Lula
comenzó una gira latinoamericana por Bolivia, donde llegó con su comitiva en un
avión privado de Oas, la empresa que pretendía construir una carretera para
atravesar el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), lo
que provocó masivas movilizaciones de las comunidades indígenas, apoyadas por
la población urbana. De allí siguió viaje en el mismo avión a Costa Rica, donde
la empresa disputaba una licitación para construir una carretera que finalmente
se le adjudicó por 500 millones de dólares.
Se trata de empresas
muy poderosas, que cuentan con cientos de miles de empleados y negocios en
decenas de países. La casi totalidad de las obras de infraestructura
contempladas en el proyecto Integración de la Infraestructura Regional
Sudamericana (IIRSA), en total más de quinientas obras por 100.000 millones de
dólares, fueron o están siendo construidas por las constructoras brasileñas. El
estatal Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) es el principal
financiador de estas obras, pero lo hace a condición de que el país que recibe
el préstamo contrate empresas brasileñas.
El papel de Lula es el
de promover “sus” empresas, contribuyendo a allanar dificultades gracias a su
enorme prestigio y a la caja millonaria del BNDES, que llegó a ser uno de los
bancos de fomento más importantes del mundo, con más fondos para invertir en la
región que la suma del FMI y el Banco Mundial.
Algunas de esas obras
generaron conflictos graves, como el que llevó al gobierno de Rafael Correa a
expulsar a Odebrecht de Ecuador por graves fallas en la represa sobre el río
Sao Francisco, aun antes de ser inaugurada.
El poder de las grandes
empresas brasileñas se hace sentir de modo particular en los pequeños países de
la región. En Bolivia, Petrobras controla la mitad de los hidrocarburos, es
responsable del 20 por ciento del PBI boliviano y del 24 por ciento de las
recaudaciones tributarias del Estado.
Como embajador de las
multinacionales brasileñas, Lula no comete ningún delito. Sin embargo, esas
mismas empresas financian las campañas electorales del Partido de los
Trabajadores, aunque también financian a la mayor parte de los partidos. No son
donaciones, sino inversiones: por cada dólar o real que ponen en la campaña,
reciben siete en obras aprobadas por los mismos cargos municipales, estatales o
federales que ayudaron a ascender [1].
El asunto de la
corrupción tiene una faceta legal y otra ética. Se puede no cometer ningún
delito, pero ser corrupto. Por lo menos desde la ética que profesó siempre la
izquierda en todo el mundo. Cuando los cargos de los partidos tradicionales
importaban coches libres de impuestos, en el Uruguay de las vacas gordas, se
atenían estrictamente a las leyes que ellos mismos habían aprobado. La
izquierda, hagamos memoria, mentaba corrupción aunque no existiera delito.
En el caso de Lula, y
más allá del juez Moro, la izquierda debe hacerse preguntas. ¿Es legítimo
mantener relaciones carnales con empresas multinacionales que han dado sobradas
muestras de sobreexplotar a sus trabajadores? ¿Podía Lula ignorar la corrupción
que saltó en su primer gobierno consistente en comprar decenas de diputados, y
que recibió el nombre de mensalão? ¿Podía ignorar los tremendos casos de
corrupción de la estatal Petrobras y de las constructoras?
La legitimidad no tiene
nada que ver con la justicia. Nadie va preso por cometer actos reñidos con la
ética de la izquierda, que siempre proclamó rigurosidad en ese sentido. Mirar
para otro lado porque no nos conviene o porque son los “nuestros”, es de un
pragmatismo suicida. La gente común termina por percibir las mentiras. Luego da
un paso al costado, probablemente para siempre.
NOTA:
[1] Zibechi, R., Brasil Potencia. Entre la integración
regional y un nuevo imperialismo. Editorial Quimantú (2012)
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