Hombre de síntesis, Marx integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en retirada y del
positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de hastío, a
influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico y
epidémico del “Mal du siècle” que describió Chateaubriand.
Carlos Romero Sosa / Especial
para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
El
5 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento en Tréveris -en el antiguo reino de Prusia- de
Carlos Marx, un ineludible nombre entre los actores de la era contemporánea. Devociones o rechazos
aparte, en estos tiempos de deshumanizada especialización técnica y en el plano
ético de compromisos líquidos con los principios y valores declamados por parte
de la mayoría de la dirigencia a nivel planetario, asombra la fuerza del pensador capaz de imaginar un mundo distinto y mejor al que le tocó en
suerte vivir, a tono con su espíritu dado a la febril actividad conspirativa
desplegada para hacer posible su advenimiento.
Claro
que en ese Marx versátil, inquieto,
múltiple en sus facetas de filósofo, sociólogo, economista, periodista,
militante revolucionario, autor de poemas y hasta de una inconclusa novela en
su juventud, cómo no encontrar contradicciones tanto en su vasta actividad de
polígrafo cuanto también en ciertos rasgos de su personalidad traducidos en
actitudes. Y advertir así que el severo filósofo de la economía política y
revelador de las superestructuras culturales, jurídicas, religiosas e
ideológicas sobrevivientes a las relaciones de producción, llegó a definir su propia obra, en una carta
dirigida a Engels, como una “totalidad estética”. También han contado algunos de
sus biógrafos que al gran insurrecto social no le disgustaba y por el
contrario le agradaba que su esposa, Jenny Berta Julie von Vestphalen con la
que se casó en 1843, usara el título nobiliario de baronesa que le correspondía.
Sin embargo, es difícil hablar con propiedad de contradicciones si a quien se
las imputa había escrito en “La ideología alemana” –libro firmado junto con
Engels- aquello de que “no es la conciencia la que determina la vida, sino
la vida la que determina la conciencia”; siendo que particularmente la existencia suya no fue
fácil –murió en 1883 a poco de enviudar- y debió afrontar la pobreza, los numerosos exilios y las persecuciones políticas y policiales.
Hombre
de síntesis, integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en retirada y
del positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de hastío, a
influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico y epidémico
del “Mal du siècle” que describió Chateaubriand. Como genio que era, muchas veces apeló para
fundamentar sus tesis a construcciones intelectuales ajenas haciéndolas
ingresar en su propio sistema, a veces algo forzadamente y otras repensadas y
expuestas a la medida de la homogeneidad -o no tanto para Althuser- de su
propia construcción teórica con la mira puesta en la praxis, idea ésta
en la que Giovanni Gentile –de tanta influencia en Gramsci- vio “la llave
maestra” de su filosofía. Y así supo
integrar a su esquema la dialéctica de
Hegel, de la que sacó el mejor partido en su derivación materialista. Pero
también el joven Marx de la caracterización de Althuser, había incorporado la
crítica a la religión del hegeliano de izquierda Ludwig Feuerbach, contra el que
publicó más tarde -en 1845- las “Tesis sobre Feuerbach”, obra donde en
la tesis 11 figura la famosa
reconvención a los filósofos que “no han hecho más que interpretar de
diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Y podría seguirse con su aplicado estudio del
economista clásico inglés David Ricardo,
que intentó por primera vez vincular los
conceptos de valor y de trabajo, relación de la que se infiere la plusvalía. Y
asimismo cabe mencionar su interés por Darwin y su teoría de la selección
natural que Marx buscó adaptar al plano social,
suerte de darwinismo social en una vuelta de tuerca quizá nunca
imaginada por el naturalista inglés.
Se ha pretendido
instalar a Marx en un europeísmo sin grieta. Al respecto constituye una lectura
de especial utilidad por los datos que aporta
y lo aclaratorio de las conclusiones, el libro de José Aricó, uno de los
introductores con Héctor P. Agosti del pensamiento de Gramsci en la Argentina: “Marx y América
Latina” (Segunda edición, 1982). En cuanto a algún posible apresuramiento del
autor de “El Capital”, por ejemplo en su defensa de la anexión de California a
los Estados Unidos, podría entenderse en una inconsciente o no tanto visión
común con su tan objetado Hegel que consideraba fuera de la historia al
Continente Americano, donde como lo afirma en sus “Lecciones sobre la historia
universal” con un determinismo geográfico que luego fue punto central en las
exámenes históricos y de la Historia del
Arte del teórico del naturalismo Hipólito Taine: “La violencia de los
elementos es demasiado grande para que el hombre pueda vencerlos en la lucha y
adquirir poderío para afirmar su libertad espiritual frente al poder de la
naturaleza”.
Por cierto la
perspectiva debe orientar todo análisis retrospectivo y recién en el siglo XX,
Antonio Gramsci instaló su reflexión –comenta Aricó- en una realidad que el
autor italiano caracterizó como nacional y popular. No obstante será en verdad
de lamentar que Marx, escribiendo a vuelapluma contra Simón Bolívar por
ejemplo, no haya enfocado su genio sobre
América Latina como sí lo hizo en 1881
con la situación de la Rusia zarista, en su famosa carta a la revolucionaria de
Smolensk, fundadora del Grupo para la Emancipación del Trabajo, Vera Zasulich.
Justamente por lo dicho
merece reconocimiento la labor llevada a cabo para incorporar la realidad
de América a su pensamiento, es decir reinterpretarlo a
la luz de la historia de nuestro subdesarrollo estructural. Una tarea de la que
Jorge Abelardo Ramos mucho antes de sus defecciones militaristas y menemistas,
fue precursor con su obra “Marxismo para latinoamericanos” (1972). Allí trató
de emancipar del mandarinato eurocéntrico, nuestras particularidades y
expectativas de cambio: “La grande
Europa nos envió entre los variados productos de su ingenio, su mayor proeza
intelectual: nos envió el pensamiento marxista. Pero lo recibimos como un
producto terminado y así lo adoptamos, sin adaptarlo a nuestras particulares
condiciones históricas y sociales. De ahí que sea necesario, en consecuencia,
reconquistar el marxismo para los latinoamericanos.”
Mientras tanto y a
fuerza de fragmentar y desprestigiar al padre del socialismo científico,
podrán regodearse sus adversarios ante
frases como las siguientes, ciertamente desafortunadas: “En América hemos
presenciado la conquista de México, y nos hemos regocijado con ella. Se trata
de un progreso el que un país que hasta ahora se ha visto envuelto
exclusivamente en sus propios asuntos, perpetuamente escindido con guerras
civiles y completamente entorpecido en su desarrollo, un país cuyo mejor
prospecto había sido llegar a estar sujeto industrialmente a Gran Bretaña, sea
puesto por la fuerza en el proceso histórico”.
Sólo
que, vigente más allá de sus errores,
tan machacados por los ideólogos reaccionarios, y de la caída de los mitos erigidos en su nombre, hay otro Marx: el de
la Utopía y su insignia arriada hoy por el consumismo, la banalidad en materia
cultural, la prensa canalla y el
neoliberalismo alienante. Sobre todo
cabe invocarlo así a los que vivimos los setenta y fuimos, desde la
confesionalidad católica y la óptica de la Teología de la Liberación,
acercándonos desde la fe en Cristo -en la que muchos perseveramos- a su
pensamiento. Lo sazonamos con el indigenismo de Mariátegui, los escritos de
Rosa Luxemburgo, la mística del sacerdote colombiano Camilo Torres Restrepo y
el Che Guevara, las reinterpretaciones de la Escuela de Frankfurt, el maoísmo
agrarista y un indefinido socialismo nacional que promovía Perón desde Madrid
endulzando los oídos de la “juventud maravillosa”, antes que la triple A
iniciara su exterminio que profundizó y culminó en el Proceso. Varios éramos
los que entendíamos entonces, no sin alguna
ingenua tentación epistemológica, el marxismo como ciencia social.
Algunos recordábamos que ya uno de sus
más severos críticos, el filósofo idealista y más tarde ministro del
fascismo Gentile, había reconocido en 1899 en el autor de “El Capital” “el
mejor Hegel” y descubierto al creador “de un materialismo que por ser
histórico ya no es materialismo”, lo cual tranquilizaba las conciencias espiritualistas
forjadas en el dualismo cristiano.
A ese
otro Marx, filósofo “de finura especulativa” para el mismo
Gentile e inocente de los totalitarismos con los Gulag incluidos, la brutal
censura estalinista, la burocracia del social imperialismo soviético, la torpe
estética del realismo socialista, el dogmatismo y en la Argentina, la alianza
de la dirigencia del Partido Comunista con los sectores conservadores contra el
peronismo primero y después la ambigüedad del PCA frente al genocida Jorge
Rafael Videla, llegué yo a través de la lectura de Rodolfo Mondolfo, insigne
maestro que desparramó a manos llenas su sabiduría en el país al que vino
escapando de las leyes raciales de Mussolini y era discípulo de Antonio
Labriola quien lo fuera de Engels. Y a ese inconformista de espesa barba según
la iconografía corriente, endiosado y maldecido durante tantas generaciones, dediqué el siguiente -y reciente- soneto
titulado “Carlos Marx” que lleva como
epígrafe aquella frase del Manifiesto
Comunista arrojada contra “Las aguas
heladas del cálculo egoísta”, expresión a un tiempo decisiva y poética.
Su
texto es el siguiente: “La justicia era un árbol
inclinado/ hacia un acuoso norte
decidido/ con indicante brújula en pecado/ y el cálculo egoísta en
estampido./ Era árbol sin tutor, mal
desplegado/ su ramaje estrujando cada nido;/ y sólo Aquel, tachado de bandido,/
lo intentó enderezar crucificado./ Hasta mediar el siglo diecinueve,/ cuando la
realidad dictó otra lista/ de implacables tensiones y ardió en leña/ su tronco
de atropellos en relieve,/ hachado con el filo en que se empeña,/ altivo el Manifiesto Comunista.”
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