Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero,
paradójicamente, nunca antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza
y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos
otros también crece (en forma inversamente proporcional) su marginación, su
falta de posibilidades, su precariedad.
Cindy López y Marcelo Colussi / Para Con Nuesra América
Desde Ciudad de Guatemala
Las migraciones han existido siempre en la historia. Podría decirse que
si algo caracteriza a la especie humana es su afán de búsqueda, de
descubrimiento; de ahí que emigró y cubrió todo el planeta. En ese sentido, las
migraciones son un fenómeno positivo. Pero, desde hace ya unas décadas, la
arquitectura de la sociedad planetaria globalizada (capitalista) encuentra en las
migraciones un problema cada vez más grave. Millones y millones de personas
huyen desesperadas de la pobreza y/o la guerra, siempre en países del Sur, para
intentar llegar a las islas de prosperidad del Norte (Estados Unidos, Europa,
Japón).
En la actualidad, la situación se tornó casi inmanejable. Pero hay una
doble moral en el discurso dominante proveniente de los países desarrollados:
se pone frenos a la migración, y al mismo tiempo se aprovecha de ella como mano
de obra barata. La situación que pasan los migrantes es bochornosa, tanto en su
viaje como ya instalados en el lugar de llegada, siempre escondiéndose como
ciudadanos “irregulares”. Ahora bien: una visión romántica, endulcorada, que
busque un perfil más “humanizado” en el trato para con los migrantes, no ayuda
en realidad para cambiar las cosas. El núcleo del asunto pasa por modificar la
estructura que expulsa cada vez más gente desde los países empobrecidos.
De todos modos, hoy es un discurso largamente generalizado levantar la
voz por la situación de los migrantes –“pobres y desamparados migrantes”–, ya
sea en su marcha hacia el lugar de destino o, si logran llegar, ante las
penurias que pasan como “ilegales” en su nueva morada. De cualquier forma, vale
hacer una mirada crítica del fenómeno.
Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la humanidad
misma. De acuerdo con las hipótesis antropológicas más consistentes, se estima
que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta
(probablemente el África) y de ahí emigró por toda la faz del globo. De hecho,
el hombre es el único ser viviente que ha emigrado y se ha adaptado a todos los
rincones del mundo.
Las migraciones, por lo tanto, no constituyen una novedad en la
historia. Siempre las ha habido y generalmente han funcionado como un elemento
dinamizador del desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y desde hace varios
años con una intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Lo que aquí
queremos delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién?
Recientemente el fenómeno ha adquirido una dimensión masiva, de
proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por razones de orden
puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones, pero más aún:
pobreza. A partir de la segunda mitad del siglo XX puede decirse que empieza a
constituirse en un verdadero “problema” (al menos para algunos), perdiendo
definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura positiva. La
Tierra se pobló de humanos justamente gracias a las migraciones. ¿Por qué hoy día
son un problema?
Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero,
paradójicamente, nunca antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza
y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos
otros también crece (en forma inversamente proporcional) su marginación, su
falta de posibilidades, su precariedad.
Las oleadas de pobladores del Tercer Mundo indocumentados en viaje hacia
el Norte se muestran imparables, siendo este tipo de migración el que alarma al
status quo central. En
todos estos casos puede verse un interés del migrante por desplazarse desde una
situación comparativamente más desventajosa (material, social) hacia una más
beneficiosa.
La gente huye de la miseria: del área rural a la ciudad, de los países
pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de las guerras, de las
persecuciones políticas, de las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza.
Ahora bien, si el número de “escapados” aumenta (ya sea en forma de
desplazados, refugiados, exiliados, de habitantes de barrios marginales en las
ciudades o de inmigrantes irregulares en las sociedades más ricas) esto está
indicando que las condiciones de vida de donde proviene tanta gente, expulsan
en vez de permitir un armónico desarrollo.
Con la globalización en curso, a la que actualmente todos asistimos sin
poder resistirnos, las fronteras del Estado-nación moderno tienden a
debilitarse, y los desplazamientos de población (así como los de capital) entre
un punto y otro del orbe son cada vez más comunes. Aunque nunca –y esto es lo
dramático– en función de proyectos sopesados, de estrategias racionales de
desarrollo. Sin embargo, vale una precisión: los capitales sí se mueven
organizadamente, con un proyecto claro; las masas humanas: no.
Lo distintivo en las migraciones actuales, además de su tamaño, es el
hecho de constituirse como problema para todos los factores que hacen parte de
ellas, en virtud de su desorganización, de su desorden, de la pérdida de su
condición constructiva. Hace tiempo que las
migraciones dejaron de ser percibidas como un motor beneficioso para las
sociedades. En un mundo en el que, agigantadamente,
en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir
entre aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones (como
recurso desesperado de muchísimos) pueden pasar a ser un calvario. Por un lado,
si bien permiten parches circunstanciales a partir de las remesas, no cambian
estructuralmente la situación de los que emigran; y por otro, crean un supuesto
malestar en los países receptores, el cual se maneja arteramente según
interesadas agendas políticas.
Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en su conjunto está
denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce. Los
grandes capitales del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de
1,000 personas que migran desde el área rural; y algunos miles llegan cada día
ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados.
Quien lo siente fundamentalmente como un problema, y más raudamente ha
dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de llegada de tanta
migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que emigran son poblaciones
en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo está, ante todo,
en su propia casa, en la prosperidad del llamado Primer Mundo, que comienza a
ser “invadido”, ininterrumpidamente, por contingentes siempre en aumento.
Si tanta gente huye de su situación cotidiana, ello debería llamar a la
reflexión inmediata: ¿por qué existe un mundo que integra a algunos y
marginaliza a tantos? Las migraciones actuales están hablando, patéticamente,
de poblaciones “excedentes” en el planeta. Pero ¿qué mundo puede ser este donde
haya gente “de sobra”? Obviamente, los modelos de desarrollo en juego hacen
agua, por lo que hay que replantearlos. En otros términos: el modelo
capitalista no ofrece salida para la inmensa mayoría de la población mundial.
Las penurias que deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta
salvación son enormes, terribles. En estos últimos años de crisis sistémica,
desde el 2008 a la fecha, con la ralentización de la economía de muchos países
desarrollados, esas penurias se acrecentaron. Justamente por esa crisis global
del sistema capitalista, las condiciones de recepción de migrantes en el Norte
se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso. El discurso oficial que
domina en los países industrializados es que “los inmigrantes vienen a quitar puestos de trabajo”. Donald Trump,
en Estados Unidos, ganó las elecciones levantado ese sensiblero y mojigato
mensaje. Con ello, lo que se consigue es que la clase trabajadora internacional
siga fragmentándose, haciendo que un trabajador del Norte vea a un “mojado” del
Sur como un competidor, un enemigo en definitiva.
Pero hay ahí una doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano
de obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el
Norte, gente desesperada dispuesta a trabajar por migajas (que, en sus países
del Sur representa mucho); y por otro, se le pone trabas cada vez mayores,
alentándola a no migrar. Los muros se suceden cada vez con mayor frecuencia,
haciendo recordar más a campos de concentración que a fronteras entre naciones.
Es real que la crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de
los países desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de
los obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo
desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios
bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El antiguamente
llamado “ejército de reserva industrial” (¡las categorías marxistas siguen
siendo válidas!), es decir: las poblaciones desocupadas y siempre listas a
trabajar por centavos, no ha desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno
global, mundial. Se lo declara problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a
mantener bajos los salarios. El único beneficiado en esto es el capital.
No hay dudas que ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una
verdadera pesadilla. En Latinoamérica se estima que de cada tres migrantes
irregulares solo uno llega al american
dream. Otro es devuelto en el camino, y otro muere en el intento. Luego, si
sobreviven a condiciones extremas y logran ingresar a las “islas de salvación”
(Estados Unidos, Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de
irregularidad, aumenta la pesadilla.
Pero permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por
cierto, en relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele
decirse que la vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual
es cierto. Y suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para
con la enorme masa de migrantes irregulares.
Todo eso está muy bien. Es, salvando las distancias, como preocuparse por
la situación actual de los niños de la calle. Pero ese dolor, expresado en la
lamentación por la situación de esas poblaciones especialmente vulnerables y
vulnerabilizadas (los migrantes indocumentados, la niñez de la calle) queda
coja si no se ve también la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal
cara! ¿Por qué hay millones y millones de migrantes que escapan de sus países
de origen, forzados por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir
un trato digno en los países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.
Los gobiernos de los países expulsores no dicen nada al respecto porque
las remesas que envían estos trabajadores indocumentados sirven para paliar, al
menos en parte, la pobreza estructural de las familias de origen y evitar que
la misma se profundice. En México y Centroamérica esas remesas representan
porciones altas del PBI (a veces superando el 20%).
En vez de quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por
qué no denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza
a emigrar? Pedir que los países de acogida regularicen su situación migratoria
no está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga
que emigrar en esas condiciones, porque su país de origen no le brinda las
posibilidades mínimas de sobrevivencia?
Del mismo modo que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la
calle (él es el síntoma visible de un proceso social mucho más complejo)
tampoco nadie debe excluir, segregar o maltratar a un migrante en condición de
irregularidad. Pero ¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su
sociedad natal porque ahí no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar
para cambiar esa injusta y deplorable situación. Trabajar por la regularización
de los migrantes que huyeron de la situación de precariedad en sus países de
origen puede ser muy bien intencionado, pero no cambia en nada la situación de
fondo que sigue expulsando gente.
Puede ser correcto trabajar/pedir/exigir al gobierno de los Estados
Unidos mayor apertura en su política migratoria, pero no debe olvidarse que
como país soberano tiene la potestad de establecer esas políticas según su
conveniencia. Donde sí se debe actuar con la mayor energía es en los países
expulsores. Es ahí donde se debe pedir/exigir a los Estados nacionales la
creación de condiciones que impidan seguir produciendo potenciales migrantes.
Si no, ¿habría que luchar porque los países del Norte –Estados Unidos más específicamente
para el caso de Centroamérica– acepten también a los más de 9 millones de
guatemaltecos que no migran pero que igualmente están en situación de pobreza
permaneciendo en el país?
Todas estas preguntas, aparentemente alejadas en principio de respuestas
prácticas concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al
tema de las migraciones. En definitiva, el debate teórico serio (creemos que
imperioso) sobre todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras
intervenciones. Recordemos las palabras de Einstein, famoso inmigrante judío: “no hay nada más práctico que una buena
teoría”. Pensemos críticamente toda esta situación: más que lamentarnos por
el síntoma evidente, trabajemos en la fuente expulsora. Cuidado: ¡que los
árboles no nos impidan ver el bosque!
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