En clave
latinoamericana, el proceso electoral en Costa Rica, que inicialmente parecía
solo una formalidad en la rutina de la alternancia, acabó por expresar con
fuerza otra de las tendencias de la restauración neoliberal conservadora, y que constituye hoy
una de las principales amenazas para la democracia en la región: el oscuro maridaje
entre religión y política.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La segunda ronda de las
elecciones presidenciales celebradas en Costa Rica el pasado 1 de abril, dejó
como vencedor a Carlos Alvarado (obtuvo un 60,8% de los votos), el candidato
del gobernante Partido Acción Ciudadana (PAC) –una escisión de la vieja
socialdemocracia del Partido Liberación Nacional, hegemónica desde mediados del
siglo XX-, que revalida así su mandato por cuatro años más. Este desenlace
marca un punto de inflexión en la historia reciente del país por los peligros
que, para la institucionalidad y la convivencia social bajo normas mínimas de
civilidad y respeto de los derechos humanos, supuso la otra opción electoral de
la contienda y que, hasta los últimos días, mantuvo intactas sus opciones de
victoria: una inédita entente entre el neopentecostalismo triburario de la
teología de la prosperidad, homofóbico y ultraconservador, y sectores radicales
y oportunistas de la derecha más rancia (un cuadro variopinto que incluyó desde
asesores de seguridad vinculados a la CIA y las políticas de mano dura, hasta exnegociadores del
tratado de libre comercio con los Estados Unidos y cabilderos del capital
extranjero), que vieron en la candidatura del pastor, cantante y periodista
Fabricio Alvarado, un testaferro político para dar otra vuelta de tuerca en el
proyecto de modernización neoliberal que experimenta el país desde mediados de
la década de 1980.
En esta delicada
coyuntura, un amplio sector de costarricenses de todos los estratos sociales,
organizados en movimientos ciudadanos, universitarios, profesionales,
ambientalistas y religiosos críticos, por mencionar algunos ejemplos, tomó
conciencia de los desafíos del momento histórico y asumió el compromiso de
revertir los ya de por sí desastrosos resultados de la primera ronda, que
dejaron un congreso dominado por las facciones de la derecha modernizadora y una sólida representación del partido
neopentecostal (14 de 57 diputados), contra solo 10 diputados del PAC y 1 del
Frente Amplio (izquierda).
La bocanada de oxígeno
que insufló esta movilización de la sociedad civil fue decisiva para el triunfo
del candidato del oficialismo, quien también hizo lectura de la precariedad
legislativa de su eventual mandato y pactó una alianza con el excandidato del
Partido Unidad Social Cristiana (PUSC, derecha), Rodolfo Piza, desde la que
construyó el mensaje político y mediático de un gobierno de unidad nacional
(ahora ampliado con la oferta hecha a los partidos políticos de asumir cuotas
de representación en el gabinete que asumirá funciones el próximo 8 de mayo).
Pero el acuerdo Alvarado-Piza, compuesto por más de
80 puntos y con un marcado acento de austeridad y ortodoxia neoliberal en el
campo fiscal, económico, laboral y de pensiones, parece encorsetar a la nueva
administración en la ruta de la modernización neoliberal, y allí podrían
estallar las primeras contradicciones con el amplio y diverso movimiento
ciudadano que apoyó a Alvarado y que, una vez más, como ya lo hizo en 2014,
deposita en la figura presidencial esperanzas de cambio quizás desmesuradas,
especialmente en una sociedad atravesada por severos y complejos problemas no
resueltos.
En clave
latinoamericana, el proceso electoral en Costa Rica, que inicialmente parecía
solo una formalidad en la rutina de la alternancia, acabó por expresar con
fuerza otra de las tendencias de la restauración neoliberal conservadora, y que constituye hoy
una de las principales amenazas para la democracia en la región: el oscuro
maridaje entre religión y política, que
instrumentaliza un factor determinante de la cultura latinoamericana en
beneficio de los intereses de la derecha criolla, y por supuesto, de los
intereses de sus aliados extranjeros (especialmente en la potencia del
Norte).
En algunos países el
protagonismo de esta alianza lo asumen figuras de la Iglesia Católica, como ha
ocurrido en Honduras con el Cardenal Oscar Rodríguez Maradiaga y su apoyo al
golpe de Estado de 2009 y a sus actuales continuadores; en Venezuela, ese papel
lo desempeña el Arzobispo de Caracas, Jorge Urosa Savino, recordado por apoyar
con su firma el golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002, y por hacer todo lo
posible para descarrillar el diálogo entre oposición y gobierno por el que
clama el Papa Francisco. En otros lugares, como Guatemala, Costa Rica,
Colombia, Perú, la propia Venezuela y Brasil, son figuras que emergen del
movimiento neopentecostal las que levantan las banderas del fundamentalismo
religioso, y detrás de ellas, se deslizan también los discursos del odio, de la
homofobia, del racismo, del anticomunismo. Y ahora también del militarismo,
como lo evidencia el ascenso del exmilitar y congresista brasileño del Partido
Social Cristiano, Jair Bolsonaro,
segundo en las encuestas de intención de voto de cara a las elecciones
presidenciales de este año, acérrimo defensor de la dictadura que se impuso en
1964, homofóbico, racista y quien ha venido ganando influencia entre los
miembros de las iglesias neopentecostales del Brasil.
Aunque Costa Rica supo
evitar –por ahora- el duro trance de un triunfo del partido neopentecostal, su
presencia como factor real de poder, con proyección en el tiempo, es ya
innegable en toda la región. Es otro rasgo de estos tiempos oscuros que vive la
democracia en nuestra América.
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