Siempre es difícil
extrapolar dos realidades distintas, como en este caso son Colombia y El
Salvador. No obstante, el hecho de que el país suramericano se encuentre ahora
más próximo que en intentos anteriores de lograr la reincorporación de la
insurgencia a la vida civil trae resonancias hacia Centroamérica y no son pocos
los análisis que, desde Colombia, fijan su atención en los procesos de paz
centroamericanos.
Carmen Elena Villacorta Zuluaga / Especial para Con
Nuestra América
Desde Córdoba,
Argentina
Valga la experiencia
salvadoreña para contribuir a la reflexión en torno del proceso colombiano y
sus expectativas. Son muchos los rasgos que particularizan a Colombia. Si bien
el surgimiento de las guerrillas coincidió con su aparición en toda América Latina,
durante las décadas de 1960 y 1970, las colombianas son las únicas del
continente que vienen desde entonces desafiando al Estado y continúan
haciéndolo hasta hoy. A ello hay que agregar el fortalecimiento e impunidad del
paramilitarismo y el narcotráfico como fenómenos que complejizaron la ya
complicada situación colombiana. Se trata de actividades que han permeado
profundamente en la realidad económica, política, social y cultural del país,
al grado de atentar contra la cohesión nacional, trastocando los valores y
desdibujando las fronteras morales.
Sin desconocer las
diferencias, dos elementos fundamentales acercan a las realidades colombiana y
salvadoreña: la injusticia social y los blindajes con los que las fuerzas
retardatarias han protegido el sistema político de cada nación. Al problema de
pobreza estructural, que en los dos países se encuentra en la base de los
sangrientos conflictos que los caracterizan, se agrega la negativa de los
sectores ultra conservadores a permitir la participación de las fuerzas de la
izquierda en la escena política. Ejemplos particularmente dramáticos de esto
último se presentaron en El Salvador de la década de 1970, cuando, en dos
ocasiones, los gobiernos militares acudieron a burdos fraudes electorales para
impedir el arribo de una coalición de centro izquierda (la Unión Nacional
Opositora, UNO) al Ejecutivo; y en la Colombia de 1980, cuando la casi
totalidad de los miembros del partido Unión Patriótica (UP) fue aniquilada.
Surgida en el marco de la negociación que el gobierno de Belisario Bentacur
(1982-1986) adelantó con las fuerzas rebeldes, la UP nació como brazo político
de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con un programa a
favor de la paz y la profundización de la democracia. Pese a que el Estado
colombiano se comprometió a garantizar el accionar político de la UP, dos
candidatos presidenciales de este partido, 8 congresistas, 13 diputados, 70
concejales, 11 alcaldes y alrededor de 5.000 de sus militantes fueron sometidos
a exterminio físico y sistemático por grupos paramilitares, miembros de las
fuerzas de seguridad del estado (ejército, policía secreta, inteligencia y
policía regular) y narcotraficantes. Dicho exterminio no solo ha sido negado
por los sucesivos gobiernos colombianos y de ese modo dejado en la impunidad,
sino que se reeditó, bajo la política de “seguridad democrática”, durante los
dos mandatos de Álvaro Uribe (2002-2006, 2006-2010), dejando al menos 150
militantes de la UP asesinados o desaparecidos.
En los dos países el
saldo del conflicto armado es atroz. En El Salvador, con una población actual
de casi 6.3 millones de habitantes, se registraron 80 mil muertes por causa de
la guerra civil, 500 mil desplazados internos y 500 mil personas que debieron
migrar al exterior por razones políticas. En Colombia, que actualmente cuenta
con 47.7 millones de habitantes, se habla de más de 500 mil víctimas del
conflicto y de la mayor cantidad de desplazados internos en el mundo: cerca de
6 millones de personas. En los dos países la guerra instaló lógicas, moldeó
mentalidades e imprimió en la cultura política rasgos propios de la
confrontación. También en El Salvador la ultra derecha negaba —y continúa
haciéndolo— la existencia de un conflicto armado interno, aduciendo que se
trataba de un “complot internacional” al cual había que darle un tratamiento
policíaco. Perseguir, torturar, desaparecer y aniquilar a todo adversario
político fue la solución encontrada por sectores de la Fuerza Armada y de la
clase terrateniente para enfrentar lo que consideraban la “amenaza comunista”.
El gran caudillo de la extrema derecha de El Salvador fue el líder paramilitar
Roberto D’Aubuisson, quien aglutinó en torno suyo a las fuerzas más obscuras
del país para liquidar a buena parte de los mandos medios de las organizaciones
populares y a humanistas y religiosos de la talla del Arzobispo de San
Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Ese es el origen del partido ARENA.
El interés
geoestratégico de Centroamérica para Estados Unidos y el delicado momento histórico
en el que se desarrolló la guerra civil salvadoreña (durante la última década
de la Guerra Fría), hicieron que la Casa Blanca impidiera el arribo del mayor
Roberto D’Aubuisson al Ejecutivo del pequeño país. Fue entonces cuando emergió
Alfredo Cristiani, expresión de una nueva generación de la clase empresarial
salvadoreña interesada en terminar con el conflicto para implementar, sin
obstáculos, el modelo neoliberal. Se trató de la política económica impulsada
por ARENA, a lo largo de 20 años de posguerra. Fue el aristocrático Cristiani,
legitimado por los réditos que le proveyera el haberse convertido en
“presidente de la paz”, quien puso a El Salvador en las garras del capitalismo
salvaje.
Aunque al salvadoreño
D’Aubuisson y al colombiano Uribe los diferencia el hecho de que el primero era
un militar y el segundo es un universitario que ostenta un título de Harvard,
ambos son expresión del sector más conservador de su respectivo país, ligado a
la propiedad de la tierra. Cristiani, en El Salvador, y Santos, en Colombia,
representan, en cambio, a los grupos modernizantes dentro de las oligarquías
que migraron del latifundio hacia el sector financiero. Las fuerzas enfrentadas
durante los últimos comicios en Colombia son esas: la ultraderecha paramilitar terrateniente
y la derecha oligárquica financiera. Pero derecha al fin. Por eso no les
faltaba razón a quienes, en medio de la enorme controversia generada por el
triunfo del uribismo en la primera vuelta, optaron por la abstención o llamaron
al voto en blanco como un modo de enfatizar que, en materia socioeconómica,
Santos y Uribe son dos caras de la misma moneda. Incluso en el ámbito militar
no está de más recordar que Santos, no solo fue el ministro de seguridad
durante la segunda administración de Uribe, sino que, desde que es presidente,
y aún mientras adelanta negociaciones con las FARC, no ha cejado en su intento
militarista de diezmar a la guerrilla.
En El Salvador de
principios de los noventa hubiese sido imposible para el insurgente Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) firmar la paz con alguien
como D’Aubuisson, máximo líder de aquellos que aseguraban que “negociación es
traición” y para quienes la única manera de acabar con el problema de la
guerrilla era liquidando a sus miembros (simpatizantes y sospechosos de
simpatizantes, inclusive). Con todo y las tensiones que esto supuso para
Cristiani, fue con él con quien los Acuerdos de Paz fueron posibles, porque sus
intereses económicos superaron los resquemores políticos que la negociación
suscitó. Después de la firma de la paz y, en gran medida, gracias a los réditos
políticos que esa paz le supuso a ARENA, la larga noche neoliberal duró 20
años. Dos décadas a lo largo de las cuales la guerra política cedió su lugar a
una guerra social que puso a las pandillas juveniles en el centro de la escena.
En los albores de la
guerra civil, en el año 1970, la posibilidad de que un gobierno popular rigiera
los destinos de El Salvador parecía remota, prácticamente inalcanzable. Sin
embargo, en 2009 esa quimera se hizo realidad. En 1992, el FMLN se convirtió en
partido y, gracias a su habilidad para mantenerse cohesionado, pasó a ser la
segunda fuerza política del país. Desde entonces ganó peldaños en la Asamblea
Legislativa, se agenció importantes alcaldías, incluida la de San Salvador en
varias ocasiones, hasta que, finalmente, accedió a la presidencia, logrando un
traspaso de mando. El 1º de junio de 2014 el periodista Mauricio Funes cedió la
banda presidencial a Salvador Sánchez Cerén, un ex comandante guerrillero.
A juzgar por ese
antecedente, tampoco faltó razón al amplio sector de la izquierda colombiana
que votó por Santos y gracias al cual éste consiguió ser reelecto. Dichos votos
deben leerse como votos a favor de la continuidad del proceso de paz que se
desarrolla en La Habana. Pero es importante que el alivio ante la derrota del
paramilitarismo y el entusiasmo por la posibilidad de concretar la negociación
con las guerrillas no haga perder de vista que ni Santos ni los Estados Unidos se
muestran favorables hoy al diálogo por altruismo. ¿Qué intereses económicos
persiguen la derecha financiera y la primera potencia del continente en la
salida negociada del conflicto colombiano? ¿Por qué si hasta hace tan poco,
apenas en el gobierno anterior, Washington apostó todo a la guerra, por medio
del Plan Colombia, ahora está apostándole a la paz? Las respuestas a estos
interrogantes se irán esclareciendo en el futuro inmediato. Mientras, es
necesario subrayar que solo la continuidad de la lucha popular y la visibilidad
del horizonte de justicia social servirán de brújulas al doloroso proceso
colombiano e impedirán a su búsqueda de paz naufragar en el electorerismo.
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