Bajo muchos aspectos,
las relaciones de Brasil con su memoria son apenas formales y distantes.
Ciertos aspectos de la historia reciente del país son tratados como materia que
los buenos modales recomiendan no tocar. Varios factores contribuyen para que
así sea.
Eric Nepomuceno / LA JORNADA
El reclamo por justicia de parte de los familiares de los desaparecidos en Brasil. |
Mi país vivió una
dictadura cívico-militar que duró de 1964 a 1985. Al menos en el periodo entre
el golpe y 1982, el terrorismo de Estado fue duramente aplicado en todas sus
variantes: secuestros y prisiones ilegales, torturas, vejaciones, violaciones,
asesinatos. Miles de brasileños tuvieron sus derechos políticos suspendidos,
otros fueron jubilados del servicio público (especialmente en universidades) de
la noche a la mañana, muchos miles más tuvieron que exiliarse. En fin, hemos
vivido el mismo rosario de violaciones registradas en casi todas nuestras
comarcas.
Se dice, en Brasil, que
en 1985 recuperamos la democracia, y es cierto. Pero, ¿y la memoria? Ah, eso sí
que no. Recuperar la memoria significa revolver ese pasado. Y en ese
territorio, mejor no pisar.
De todos los países
latinoamericanos que volvieron a la democracia luego de periodos de dictaduras
militares, Brasil es el que menos avanzó en la recuperación de la memoria, el
rescate de la verdad y la aplicación de la justicia. Paraguay, por ejemplo, que
padeció la dictadura de Alfredo Stroessner, especialmente corrupta y brutal, a
lo largo de largos 45 años, llevó otros 14 hasta instalar su Comisión de la
Verdad. Brasil, con una dictadura que duró 21 años, necesitó 28 años para
instalar la suya.
En Paraguay, por
menores que hayan sido los avances (si comparamos, por ejemplo, a Argentina o
Chile) en restaurar la verdad y castigar a los culpables de crímenes de lesa
humanidad, hay militares y policías detenidos. En Brasil, ninguno. ¿Por qué?
Porque aquí los militares aseguraron su impunidad.
En 1979, en pleno ocaso
de la dictadura, fue decretada una ley de amnistía. Un Congreso maniatado, con
mayoría asegurada por el régimen, votó una ley esdrújula e inmoral. Se dijo en
aquella época y se sigue diciendo ahora que esa norma ha sido fruto de
negociaciones entre el sector más liberal de la dictadura y los sectores más
pragmáticos de la oposición. Pero hoy las condiciones son francamente otras.
¿Por qué persistir en la infamia?
En su periodo
presidencial, Fernando Henrique Cardoso, sociólogo de prestigio, catedrático
punido por el régimen, perseguido y exiliado, decretó leyes que reconocieron la
responsabilidad del Estado por violaciones a derechos humanos. Pidió perdón a
las víctimas y abrió procesos que resultaron en indemnizaciones y restauración
de derechos políticos y civiles. Lula da Silva, sindicalista que se opuso al
régimen, perseguido y detenido por poco más de un mes, quiso instaurar, por
decreto, una comisión de la verdad que tendría por misión investigar los
crímenes cometidos por agentes del Estado durante la dictadura. Enfrentó la durísima
oposición de las fuerzas armadas, que contaron con la complicidad de los
sectores civiles que respaldaron el régimen militar. Volvió atrás, aceptó
negociar el texto del decreto en el Congreso, que lo modificó sustancialmente
antes de aprobarlo. Dilma Rousseff, ex militante que padeció dos años de cárcel
con derecho a todas las violencias propias del régimen de los generales y sus
apoyadores civiles, finalmente instaló la comisión, la cual tiene hasta
diciembre para entregar su informe final con todas las denuncias pertinentes.
Nadie será castigado.
Ninguno de los responsables por los crímenes de lesa humanidad –ni siquiera los
que, frente a la comisión, relataron en detalle las barbaridades que
cometieron– será llevado a los tribunales.
Las fuerzas armadas
siguen en su silencio abyecto, cobarde. Esta semana, entre uno y otro partido
del mundial, las tres armas entregaron a la comisión de la verdad sus
respectivos informes oficiales, respondiendo a las preguntas sobre torturas y
asesinatos cometidos en al menos siete centros operativos bajo su tutela en la
dictadura.
La respuesta no podría
ser más cínica: dijeron que no había registro alguno de que en las
instalaciones militares hayan sido detectados indicios de desvío de función.
Como hay confesiones de torturadores relatando en detalle lo que cometieron, se
entiende que, al no haber desvío de función, se preveía formalmente que fuesen
utilizadas para la barbarie.
El cinismo cobarde
alcanzó su auge en el informe del ejército, asegurando no haber registro de la
creación del Departamento de Operaciones de Información, quizá el principal y
más cruel centro de torturas. Es decir, si no hay registro de su creación no
existió. De nada valen los testimonios de torturados y, más grave aún, de los
mismos torturadores.
No se sabe cómo Brasil
cerrará su participación en la copa de futbol. Pero en la copa de la vergüenza
y la cobardía, ya somos campeones.
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