La cuestión del futuro
del kirchnerismo no está escrita en algún lado y esperando ser develada. Es una
cuestión que se resolverá en la lucha política, en la lucha por el poder. No
son pocos los que están interesados en reducirlo a una circunstancia pasajera
de la política argentina, para volver al “país normal” y se mueven activamente
a favor de esa perspectiva.
Edgardo Mocca / Página12
El legado de Nestor Kirchner y Cristina Fernández marca un hito en la historia política argentina. |
Resulta curioso ver
cómo conviven en la oposición mediático-política dos posiciones visiblemente
contradictorias: mientras cada iniciativa política o legal del Gobierno es
atacada con ferocidad –la gran mayoría de las veces por estatista y populista–
se sostiene que el Gobierno no tiene ningún proyecto, que no ha habido cambios
en el país y que todo se reduce a la concentración del poder bajo un decorado
retórico que invoca transformaciones inexistentes en la realidad. Esta pirueta
argumentativa ronda una cuestión fundamental para el juicio sobre el presente y
el futuro político argentino. Se trata ni más ni menos del modo con que
entendemos estos últimos once años, el lugar histórico que tienen y, en última
instancia, la naturaleza política de los gobiernos de los Kirchner.
Apoyados en algunas
encuestas, los voceros mediáticos dibujan un futuro político de
“normalización”, después de las elecciones del año próximo. En cualquiera de las
hipótesis predominantes sobre el resultado electoral –incluido el triunfo de
Scioli– se da por sentado una especie de disolución de la fuerza hoy gobernante
y de reaparición intacta del “peronismo” tal como era antes de esta última
década. El kirchnerismo tendría como destino la de una corriente interna del
Partido Justicialista o una fuerza exterior al partido que reagruparía
militantes “progresistas” en espacios claramente minoritarios. Es decir, más o
menos como funcionaba el sistema político antes del derrumbe de diciembre de
2001. Se celebra ese nuevo orden político futuro como una garantía de
consensos, tolerancias, diálogos y todo aquello en lo que consiste “realmente”
la democracia.
El propósito de este
texto no es discutir pronósticos electorales, ni de ninguna otra índole, sino
pensar la experiencia política que estamos haciendo desde la perspectiva de las
identidades político-partidarias. ¿Qué es, finalmente, el kirchnerismo? ¿Cuál
es su relación con el peronismo? Para discernirlo hay que despejar el camino de
la contradicción lógica de la que hablábamos al principio: los gobiernos de
estos años no fueron neutrales, ni fueron pura publicidad transformadora; si
así fuera no se justificarían los enconos, sin antecedentes en estos años de
democracia, que enfrentó y enfrenta. Difícilmente sea la simple retórica la que
desata esas pasiones. Hay distintos matices en la oposición partidaria al
Gobierno, pero es muy difícil discutir la existencia de una partitura central
de la que pocos se apartan y corresponde a las líneas editoriales de las
cadenas noticiosas dominantes que, a su vez, se articula con el punto de vista
de los sectores económicos concentrados. Existe, claro está, un muy diverso
arco de críticas –muchas de ellas razonables– que se hacen desde la oposición
política. Pero las escenas políticas y parlamentarias realmente memorables de
estos años rodearon verdaderas discusiones políticas de época: las retenciones
a las exportaciones agrarias, el sistema jubilatorio, el estatus del Banco Central,
la soberanía energética, entre muchas otras. Lo que hoy mismo se está
discutiendo –la propuesta de ley de pago soberano de la deuda externa– toca la
cuestión sensible y decisiva del desendeudamiento como palanca de desarrollo
independiente. Es decir, hay una hoja de ruta que se fue construyendo no en
laboratorios teóricos, sino en medio de los conflictos políticos más intensos
de estos años de democracia.
Si la política de estos
años no se reduce a ilusionismos y pases de magia, hay que aceptar que quedó
abierta una materia muy dura de conflicto político, difícil de clausurar
administrativamente y mucho más aún de ocultar debajo de la alfombra de los
grandes consensos nacionales. Esa materia de conflicto político y no las
simples etiquetas partidarias es lo que estará en juego, por lo menos
provisoriamente, en las elecciones de 2015. Ciertamente, esta interpretación no
les conviene a muchos de los actores de la escena preelectoral, que prefieren
hablar de internas peronistas o de coaliciones interpartidarias como si se
tratara de un juego de máscaras vacío de sentido. Es la continuidad o no
continuidad de esa hoja de ruta lo que se dirime.
El kirchnerismo ha
devenido el nombre de esta experiencia política. Y la cuestión produce
urticarias de las más variadas, sobre todo entre quienes consideran (o desean)
que el kirchnerismo sea una variante más en el eterno péndulo peronista y por
lo tanto le niegan consistencia específica y descreen de su futuro. Claro que
el kirchnerismo es peronismo. No hace falta ser muy perspicaz para percibir que
sin la tradición histórica, sin la estructura partidaria y sin el peso nacional
del peronismo hubiera sido inconcebible la experiencia política de estos años.
Pero la cuestión no se reduce al código genético del movimiento que gobierna,
involucra al tipo de lucha política que se libra hoy en la Argentina. La
existencia de antagonismos en el interior del peronismo, lejos de ser nueva,
recorre gran parte de la historia del movimiento. Lo que le ha agregado la
experiencia de estos años a estas tensiones es justamente que es una
experiencia de gobierno y no de cualquier gobierno, sino uno que desarrolló una
agenda de ruptura en sus líneas principales respecto de la historia de las
últimas décadas. Lo hizo además invocando el ADN peronista, con sus tres
banderas históricas repensadas en las nuevas condiciones de la época. La
centralidad del trabajo, la cuestión de la soberanía nacional y la política de
memoria, verdad y justicia sobre el terrorismo de Estado fueron el modo de manifestación
de esa herencia histórica.
Ahora bien,
candidaturas peronistas habrá varias en las primarias y es muy probable que
también en las elecciones de octubre la identidad peronista sea un activo
electoral a ser esgrimido por más de un candidato. Además, nadie puede
desconocer la existencia de un electorado tradicionalmente no peronista que
apoya al gobierno actual; sin contar con la gran amplitud de horizontes
ideológicos y políticos que se nuclean alrededor del kirchnerismo en el mundo
artístico, cultural e intelectual. Por otra parte la palabra “peronismo” como
sello de identidad política en la Argentina de hoy necesita aclaraciones
adicionales. Se necesitan para saber, por ejemplo, si la persona que la invoca
quiere mantener el actual régimen público de los aportes jubilatorios o volver
al sistema privado-financiero o si propugna la derogación de la Ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual o la vuelta a la “autonomía” del Banco
Central o el regreso al endeudamiento masivo de las épocas anteriores.
Claro, el peronismo
supo tener siempre latente en su interior la discusión sobre lo que Carlos
Altamirano llamó “el peronismo verdadero”, como si hubiera una esencia
intemporal del movimiento. Por mucho tiempo la reivindicación del peronismo
verdadero se hizo desde sectores combativos políticos y sindicales del
movimiento, como santo y seña de la lucha contra burócratas o conservadores en
su interior. Hoy reaparece entre quienes impugnan al Gobierno bajo la forma de
un peronismo abierto al diálogo y garantía del orden, contra un Gobierno
innecesariamente conflictivo. No hay una esencialidad peronista al margen del
tiempo y las coyunturas, aunque sí puede hablarse de herencias históricas que
vienen desde el nacimiento en 1945 que, como vimos, los gobiernos kirchneristas
invocaron e invocan con mucha coherencia. Decía Antonio Gramsci que la historia
de un partido político no se reduce a la de sus congresos, sus luchas internas,
sus declaraciones y plataformas; es la historia de un país, vista desde una
perspectiva de partido. El kirchnerismo es, en última instancia, el peronismo
de una época, el de la democracia reconquistada, el de la más grave crisis de
la historia nacional contemporánea, el de un viraje muy pronunciado en la
política económica, social e internacional de nuestro país. No puede hablarse
del presente y del futuro del peronismo sin resolver su relación con este
período político.
La cuestión del futuro
del kirchnerismo no está escrita en algún lado y esperando ser develada. Es una
cuestión que se resolverá en la lucha política, en la lucha por el poder. No
son pocos los que están interesados en reducirlo a una circunstancia pasajera
de la política argentina, para volver al “país normal” y se mueven activamente
a favor de esa perspectiva. Pero no habrá triunfo de una u otra voluntad
política al margen del curso que tomen los acontecimientos, es decir al
resultado concreto de las luchas. Al margen de si se mantiene un rumbo general
después de 2015 o si se revierte drásticamente. A las actuales expectativas y
previsiones electorales le falta un condimento muy importante: no se sabe
todavía cuál será la política electoral y el candidato de quienes hoy gobiernan
y expresan la continuidad del rumbo.
“El kirchnerismo es una
manera de mirar el mundo y al país dentro de él”, dijo Cristina Kirchner en uno
de los reportajes que dio el año pasado. “Una manera que viene del peronismo y
agrupa a muchos que no son peronistas”, agregó. Los días que estamos viviendo
pondrán a prueba la consistencia de esa concepción política. La idea de una
“herencia” del peronismo preocupa a muchos porque la identifican con su
desaparición. Sin embargo, la herencia es, en política, la única manera de
seguir vivos.
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