El catastrofismo no es
resultado de un análisis, es una postura psicológica, cómoda, perezosa para
encarar la realidad. Tiene, como efecto, quitar fuerzas –intelectuales y
políticas– a las luchas de trasformación de la realidad.
Emir Sader / Página12
El que quiera
refugiarse en el catastrofismo tiene un puerto seguro donde recalar. Puede
seguir, diariamente, destacando los descalabros del mundo de hoy, entre
guerras, miserias, crisis económicas, inestabilidades políticas, amenazas
medioambientales, entre otros.
Total, el capitalismo,
habiendo triunfado en la Guerra Fría, no ha logrado retomar un ciclo expansivo
de la economía. Al contrario, en el centro mismo del sistema, en sus
regiones más ricas, ya hace 6 años que está en crisis profunda, que destruye el
Estado de bienes-tar social –su mejor construcción histórica–. Las economías
norteamericana y europea no tienen horizonte para volver a crecer, difundiendo
sus tendencias recesivas hacia la coyuntura del sistema.
La hegemonía imperial
norteamericana, aun habiendo triunfado en la Guerra Fría, tropieza en un mundo
de guerras cada vez más prolongadas, brutales y sin perspectivas de paz.
Afganistán, Irak, Libia, Siria, Palestina, entre otros, son epicentros de
guerras y violencias cada vez más sangrientas, sin que ninguna instancia
intervenga para buscar soluciones de paz.
En un mundo de
riquezas, la miseria, la pobreza, la exclusión social, la desigualdad sólo se
multiplican. Desde Europa hacia Africa, pasando por Asia y por países de
Latinoamérica –como México, por ejemplo–, la situación social se deteriora.
Un catastrofista puede
desde su ventana –o desde su computadora– hacer su diario del fin del mundo,
con materiales fértiles. El mundo está al borde de una crisis ambiental que lo
llevará a la desaparición. El capitalismo presenta un escenario de
estancamiento, de predominio de la especulación sobre la producción, de
eliminación de empleos formales y de derechos sociales en general. Habrá quien
diga que terminará en 50 años, sin explicar qué es lo que lo sustituirá ni cómo
se daría ese final.
Total, el mundo es un
caldo de cultivo para el catastrofismo. El denuncismo prolifera por todas
partes. Hay generaciones de cronistas del caos, que nunca han construido nada,
cuyas denuncias son reiteradamente desmentidas por la realidad, sin que cambien
sus posturas.
El catastrofismo le
hace el juego al mantenimiento del mundo –catastrófico, por cierto– tal cual él
existe. Busca descalificar a todo intento –realizado o no– de construir
alternativas –que serían y son fatales para los catastrofistas. Parece una
posición radical, intransigente, profunda, pero en verdad es una posición
conservadora, resignada, que transita entre el escepticismo y el cinismo.
Es cómodo, se exacerba
la crítica radical de todo lo existente, “todo es igual, nada es mejor”, como
canta “Cambalache”. Pero es una invitación a la inactividad, que logra a veces
conquistar a jóvenes que, precozmente, asumen actitudes de renuncia a asumir la
realidad –con su complejidad y sus contradicciones– como ella efectivamente es.
El catastrofismo no es
resultado de un análisis, es una postura psicológica, cómoda, perezosa para
encarar la realidad. Tiene, como efecto, quitar fuerzas –intelectuales y
políticas– a las luchas de trasformación de la realidad.
Toda visión
catastrofista toma una o más de una tendencia real, para proyectarla a futuro,
sin considerar las –siempre existentes– contratendencias. Ninguna tendencia
catastrofista tuvo tanta difusión como la visión malthusiana respecto de la
expansión demográfica y la supuesta incapacidad para producir alimentos en ese
mismo ritmo. Una proyección que se reveló equivocada: hoy se producen alimentos
para el doble de la población mundial, pero muy mal repartidos. A la vez en
varias partes del mundo hay decrecimiento demográfico.
Al igual que hoy, hay
síntomas de contratendencia, que terminan por desmoralizar las previsiones
catastrofistas. Sí, el mundo no está bien, guerras, miseria, contaminación,
pero pregúnteles a los chinos qué les parece la idea de que se va al peor de
los mundos. Y no son pocos los chinos. Pregúnteles a los brasileños si han
mejorado o empeorado sus vidas, si piensan que van a seguir mejorando o no, si
están contentos de vivir en su país. Pregúnteles a los bolivianos, a los
ecuatorianos.
Esos que han mejorado
se han opuesto y contradicho a los fatalismos, el pensamiento único, las
fórmulas económicas que pretendían ser insuperables o las previsiones
pesimistas, catastrofistas. Porque todos los grandes cambios, que mejoran la
vida de la gente, son hechos en contra de los catastrofismos.
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