El mundo no atraviesa hoy por una época de
cambios, como quisieran los liberales, sino por un cambio de épocas, que es lo
que más temen los conservadores. Lo que ocurre en Panamá hace parte de los
procesos de desintegración -y de la
formación de opciones de re-integración- que recorren el sistema mundial.
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra América[1]
Desde Ciudad Panamá
Para
Ricaurte Soler y José de Jesús Martínez, aquí, con nosotros
Época de
cambios
El debate sobre los problemas que encara la
sociedad panameña a comienzos del siglo XXI suele evadir lo que debería ser su
premisa más evidente: el hecho de que el nuestro ha sido el último país de
nuestra América en culminar su proceso de formación como Estado nacional
soberano. Menos de un cuarto de siglo ha transcurrido desde que abandonaran
nuestro territorio las últimas unidades del ejército extranjero que una vez
estuvieran albergadas en las bases militares de la que fuera Zona del Canal de
Panamá, y que tantas veces actuaran como factor decisivo en nuestra vida
política, incluso mediante intervenciones de enorme violencia en nuestros
asuntos internos. Por primera vez desde los inicios de la República, en aquel
noviembre de 1903, somos enteramente responsables por su destino. Y por primera
vez también, tras 485 años de control extranjero, la ruta interoceánica de
Panamá está bajo control del Estado de los habitantes del Istmo.
Diversas circunstancias convergen en esta
percepción alienada de la conquista del derecho a ejercer los deberes de la
soberanía. Está el mal final de la lucha por la recuperación del Canal, tan
tenazmente librada entre 1936 y 1979, que vino a descomponerse en la aventura
autoritaria de 1984 a 1989, hasta desembocar en el golpe de Estado ejecutado
por las fuerzas armadas acantonadas en las bases que alguna vez albergara la
Zona del Canal y la puesta en marcha del programa de reforma del Estado y
ajuste estructural que abarcó toda la década de 1990.
Esos azares de la política criolla han
contribuido también a ocultar – tras una cortina de anécdotas, invectivas y
recriminaciones finalmente pueblerinas - el hecho de que la incorporación del
Canal a la economía interna aceleró el desarrollo del capitalismo en el país,
de un modo que llevó a la liquidación de todo el sector productivo - estatal y
privado -, asociado al modelo anterior de desarrollo protegido, al tiempo que
catapultaba una economía atrasada a la vorágine del proceso de globalización. Y
esto ocurrió, además, en el preciso momento en que el Estado se privaba de la
mayor parte de sus capacidades para conducir el desarrollo económico del país,
y delegaba esa función en las llamadas “fuerzas del mercado”, que en su
accionar no reconocen otra ley que la del más fuerte.
No es de extrañar, en esas circunstancias,
que los tres primeros quinquenios del siglo llevaran al país a una situación de
crecimiento económico con degradación ambiental y deterioro social. El
resultado inevitable ha sido una situación de anomia y desorden, de creciente
riesgo para todas las partes involucradas.
Todo esto ha ocurrido, por otra parte, en
otra circunstancia, tan elusiva como ubicua en nuestro caso. El mundo no
atraviesa hoy por una época de cambios, como quisieran los liberales, sino por
un cambio de épocas, que es lo que más temen los conservadores. Lo que ocurre
en Panamá hace parte de los procesos de desintegración -y de la formación de opciones de
re-integración - que recorren el sistema mundial. Faltan hoy aquellos
referentes de la Guerra Fría, de tan aparente claridad, y todas las sociedades
del planeta, la nuestra incluida, avanzan a tientas, sin columna de fuego que
las guíe a través del desierto de la crisis. Así las cosas, lo sensato sería
encarar los desafíos que nos plantea el futuro, para encaminar los cambios que
ya están en curso hacia la transformación de la sociedad que hemos sido en la
que podemos llegar a ser. Y esto obliga, en primer término, a pensar con orden,
que siempre es más difícil que morir con honra.
Tiempos
de transformación
Un problema que ha venido forjándose a lo
largo de 500 años no puede ser encarado con la última teoría de moda, ni con la
imitación de lo que imaginamos que ha sido el camino hacia el éxito de otras
sociedades, distintas a la nuestra y que a menudo conocemos poco y mal. Por el
contrario, conviene recordar que en el análisis de la formación y las
transformaciones de las estructuras y las prácticas sociales tienen especial
importancia tres tipos de proceso histórico distinto, estrechamente
relacionados entre sí.
El primero de esos procesos se organiza en
torno a estructuras de larga duración, como las derivadas de la función de
tránsito desempeñada por el territorio de Panamá desde mucho antes de la
Conquista europea. El segundo, de duración media, corresponde al despliegue de
las estructuras de organización territorial y social correspondientes al papel
desempeñado por el Istmo en el proceso de formación y desarrollo del moderno
sistema mundial, a partir de la Conquista europea. A esta duración media
corresponde, en particular, aquel tipo de formación económico – social que el
historiador Alfredo Castillero designara en 1973 como “transitista”, esto es,
organizada en torno al monopolio del tránsito y la concentración de sus
beneficios por parte de formaciones estatales extranjeras, entre los siglos XVI
y XX, y por el Estado nacional de Panamá en el XXI.
El tercer tipo de proceso, finalmente, se
expresa en las transiciones entre aquellas grandes etapas y, en particular,
entre los distintos momentos en el desarrollo de la segunda. Este último tipo
de proceso, de corta duración con respecto a los otros dos, ve acentuarse los
conflictos no resueltos del pasado, como ve formarse nuevas opciones de futuro.
Bien comprendido y aprovechado, puede conducir tanto a superar y trascender los
conflictos de ayer como a la previsión de los del mañana, abriendo paso al
despliegue de todas las capacidades de progreso y transformación acumuladas por
la sociedad en su desarrollo. Mal comprendido, bien puede conducir a una
situación de estancamiento y descomposición por vía lenta, en el que – al decir
de Antonio Gramsci -,
La
vieja sociedad resiste y se asegura un período de “respiro”, exterminando
físicamente a la élite adversaria y
aterrorizando a las masas de reserva; o bien ocurre la destrucción recíproca de
las fuerzas en conflicto con la instauración de la paz de los cementeros y, en
el peor de los casos, bajo la vigilancia de un centinela extranjero.[2]
Nuestra sociedad se encuentra hoy,
precisamente, inmersa en un proceso de transición entre dos etapas de su
historia. No es el primero, por supuesto. No será el último, tampoco. Lo que
realmente importa, aquí y ahora, es comprender que la larga, mediana y corta
duración no definen tiempos distintos, sino tres dimensiones diferentes de un
mismo devenir, íntimamente asociadas entre sí, aunque diversas en su función y
su significado históricos. A lo largo de estos tiempos del tiempo, los diversos
elementos de la vida social cosas dejan de ser lo que habían sido en un período
anterior, cambian a ritmos muy desiguales, y terminan por desembocar en
estructuras generales de una calidad distinta a la precedente.
Así, los cambios acumulados en la fase final
del proceso de transición del Estado semicolonial al plenamente soberano
constituyen el aspecto principal de la formación de las contradicciones que
animan una transformación en curso, que hoy nos toca encarar. Esos cambios
incluyen, por ejemplo:
1) El paso de una economía de enclave,
articulada a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos y
organizada en torno a un sector agropecuario atrasado y a una Zona de Libre
Comercio y un Centro Financiero Internacional volcados hacia el exterior, a una
distinta y más compleja, rápidamente transnacionalizada, que hoy se estructura
como una Plataforma de Servicios Globales en pleno desarrollo, y un mercado de
servicios ambientales en proceso de formación.
2) La incorporación a la vida nacional de
nuevos sectores emergentes – desde corporaciones transnacionales hasta
movimientos indígenas y campesinos, de trabajadores urbanos y de profesionales
de capas medias -, que se combina con la declinación de actores tradicionales
de gran influencia ayer apenas, como las organizaciones empresariales, cívicas
y sindicales forjadas al interior del modelo de desarrollo protegido hoy en
desintegración.
3) El paso desde una sociedad de fuertes
valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y capas
medias profesionales de origen reciente, a otra de carácter urbano, de gran
desigualdad estructural y precarios niveles de organización.
4) La transformación de los pobres de la
ciudad y el campo, y de amplios sectores de capas medias empobrecidas, desde la
situación de aceptación más o menos pacífica de su condición de marginalidad,
gestada sobre todo a partir del golpe de Estado de diciembre de 1989, hacia
otra de creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de
vida, a partir de la actividad tanto de sectores de trabajadores - del campo y
de la ciudad, manuales e intelectuales -, cada vez mejor educados y
organizados, como del incremento en el número y las mejoras en la educación y
la organización de grupos antes marginales – como los pueblos originarios – y
de la solidaridad internacional de reciben.
5) La creciente vinculación de nuestros
movimientos sociales a la vida política de la región, que va dejando atrás un
prolongado período de aislamiento parroquial y abre posibilidades inéditas de
aprendizaje y maduración política a una población que se caracteriza en su
bajísimo nivel de organización, y su alto nivel de dependencia de los peores
hábitos del clientelismo político.
6) Una crisis de identidad que expresa, en
primer término, el agotamiento de la autoridad moral y cultural de los viejos
grupos dominantes, y se acentúa con el ingreso a la vida activa de nuevas
generaciones de jóvenes que han crecido y maduran en el proceso de transición,
sin más referencia al pasado que la que puede brindarles un sistema educativo
hace tiempo agotado, y las mitologías cívicas de las que participan sus
mayores.
Estos cambios, sin embargo, no se traducen
todavía en un verdadero proceso de renovación de la sociedad panameña y su
Estado. Señalan apenas el ingreso a un momento en nuestra historia en el que
todo lo que ayer apenas parecía sólido hoy se desintegra ante los ojos de
todos, y se inicia un proceso de transformación que, al menos en sus primeras
fases, será por necesidad lento, contradictorio y de apariencia errática. De momento, y en ausencia de un
liderazgo histórico capaz de conducirlo, ese proceso ha dado lugar a un
fenómeno de apariencia aberrante: la formación de un Gobierno cada vez más
fuerte y un Estado cada vez más débil, como se aprecia en cuatro ejemplos
característicos.
Uno, el debilitamiento de la capacidad de
gestión de los grandes organismos estatales a cargo de la atención a demandas
sociales masivas, como las de educación, salud y seguridad social. Otro, la multiplicación de agencias
con mandatos puntuales en sectores como los del transporte, el agua, la
recolección de desechos, la energía, la incorporación de tecnologías
innovadoras a la gestión pública, la gestión de la ciencia, la recolección de
impuestos, la titulación de tierras y la formación profesional. El tercero, la
creciente militarización de la fuerza pública, en curso desde mediados de la
década de 1990, y su implicación cada vez mayor en proyectos regionales de
seguridad y control. Y el cuarto, por el que nos felicitamos cada día,
corresponde a la decisión de proteger a la operación del Canal de los riesgos que
genera el deterioro de la sociedad a la que debe servir, reconociendo en la
práctica que ese deterioro puede ser administrado, en el mejor de los casos,
pero no revertido en el marco del ordenamiento estatal y social vigente.
De momento, esto nos ha llevado a una
circunstancia caracterizada por la erosión simultánea de la eficiencia del
Gobierno y de la legitimidad del Estado en la tarea de conducir los cambios en
curso en el país, que genera un riesgo creciente de anomia social y política.
Con todo, el nuestro es todavía un tiempo “de ebullición, no de condensación;
de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos”, en el que
“las especies luchan por el dominio en la unidad del género”, como dijera Martí
del suyo en 1881.[3]
En un tiempo así, el problema mayor que
debemos encarar consiste en crear las condiciones que permitan hacer posible lo
que va siendo percibido como necesario por sectores cada vez más amplios de
nuestra sociedad, cada uno desde su propia perspectiva de interés.[4] Se trata, en otros
términos, de ser capaces de identificar y expresar a través de una enérgica
demanda de reforma cultural y moral – esto es, política – el interés general de
la Nación que emerge en el siglo XXI, a partir de la descomposición de la que
se forjó en la lucha contra el colonialismo y su Estado a lo largo del siglo
XX.
Ese interés, como sabemos, es el de los
grupos sociales fundamentales de nuestra sociedad en superar un conjunto de
obstáculos a su propio desarrollo que afloran en ese proceso de descomposición,
desde la ausencia de control de la gestión pública por parte de la ciudadanía
hasta las limitaciones legales y prácticas al derecho de los trabajadores a la
organización, pasando por las condiciones de desamparo en que se encuentran los
productores nacionales, y por aquellas otras que fomentan el saqueo del
patrimonio natural de la Nación y, en particular, de sus pueblos imaginarios.
Frente a todo esto, podemos tener motivos de
optimismo bien fundados.
Nosotros, los panameños, hemos sido capaces en el pasado de encarar con éxito
desafíos de tan extraordinaria complejidad como la negociación de los Tratados
Torrijos Carter, que pusieron fin tanto al enclave colonial norteamericano en
Panamá, como a la condición semicolonial de nuestro Estado. Trabajar con la
gente, y desde ella, será la mejor manera de vincular entre sí las iniciativas
que ya están en marcha en el país, y de proporcionarles la orientación que les
permita contribuir a establecer en Panamá un Estado capaz de representar y
ejercer el interés general de la nación en este momento de su historia.
Pausa
(que no conclusión)
Al cerrar la nota de su cuaderno de apuntes sobre los
tiempos de ebullición que le había correspondido vivir, se preguntaba Martí:
“¿Se unirán en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y
antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre y celos de
villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales, dialécticas…?”
La nuestra es, justamente, la última de aquellas nacioncillas, que por su
propio esfuerzo – y a pesar de las conductas a menudo “desmeduladas,
extraviadas, laterales” de sus propios dirigentes – ha sabido llegar a las
vísperas de su plenitud.
Alcanzar esa plenitud, ejercerla y
disfrutarla, es una meta que está al alcance – finalmente – de lo mejor de
nosotros mismos. Por eso mismo, crear las condiciones que permitan a nuestra
gente conocerse y ejercerse en la construcción de una vida justa y buena para
todos es, sin duda, el más importante desafío que encaran hoy los hombres y
mujeres de cultura de mi tierra.
Para nosotros, ha llegado el momento de poner en
imperativo el himno de la Nación que fuimos, para anunciar que si deseamos un
país distinto, debemos crear un sociedad diferente. Identificar esa diferencia,
y las formas de construirla y ejercerla con todos y para el bien de todos los
que aspiramos a vivir en una Patria libre, equitativa y efectivamente soberana,
es la tarea más compleja que encaran hoy los panameños. Diga entonces el Himno del país que viene:
“Alcancemos por fin la victoria,
en el campo feliz de la unión.
Con ardientes fulgores de gloria,
se ilumine la nueva nación.
Es preciso quitar todo velo,
del pasado, el calvario y la cruz.
Y que alumbre el azul de tu cielo,
de justicia la espléndida luz.”
Universidad Autónoma de Chiriquí, 22 de septiembre de 2014
NOTAS:
[1] Conferencia inaugural
del XIV Congreso Centroamericano de Sociología. Universidad Autónoma de
Chiriquí, Panamá. 22 de septiembre de 2014.
[2] Gramsci,
Antonio, 2003: Notas sobre Maquiavelo,
sobre la política y sobre el Estado Moderno. Nueva Visión, Buenos Aires.
Traducción de José Aricó. “El príncipe moderno”, p. 61
[3] “No hay letras, que son
expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura
hispanoamericana, hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de
ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de
elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del
género. – El apego hidalgo a lo pasado cierra el paso al anhelo apostólico de
lo porvenir. Los patricios, y los neopatricios se oponen a que gocen de su
derecho de unidad los libertos y los plebeyos. Temen que les arrebaten su
preponderancia natural, o no les reconozcan en el Gbno. su parte legítima – se
apegan los indios con exceso y ardor a su Gbno. La práctica sesuda se impone a
la poesía ligera. Las instituciones que nacen de los propios elementos del
país, únicas durables, van asentándose, trabajosa pero seguramente, sobre las
instituciones importadas, caíbles al menor soplo del viento. Siglos tarda en
crearse lo que ha de durar siglos.[…] Lamentémonos ahora de que la gran obra
nos falta, no porque nos falte ella, sino por que esa es señal de que nos falta
aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo, - que ha de reflejar – (de que ha
de ser reflejo) ¿Se unirán en consorcio urgente, esencial y bendito, los
pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre
y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales,
dialécticas…?” Martí, José (1975: XXI, 164): Cuadernos de Apuntes, 5
(1881). Obras Completas. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana. XXI, 164.
[4] Tal el interés que subyace, por ejemplo, en la demanda cada vez
más generalizada de que se proceda a convocar a una Asamblea Constituyente para
normar en nuevos términos las relaciones entre los panameños y su Estado.
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