El tema de los derechos
humanos es una constante en todas las agendas. Hay momentos en que se vuelve un
clamor universal, como actualmente con la creación del Estado Islámico que
comete un genocidio sistemático de las minorías. ¿Por qué no conseguimos hacer
valer efectivamente los derechos no sólo humanos sino también los de la
naturaleza? ¿Dónde reside el impasse fundamental?
Leonardo Boff/ Servicios Koinonia
La Carta de la ONU de
1948 confía al Estado la obligación de crear las condiciones concretas para que
los derechos puedan ser realizados para todos. Pero ocurre que el tipo de
Estado dominante es un Estado clasista. Como tal está atravesado por las
desigualdades que las clases sociales originan. Concretamente, la ideología
política de este Estado es el neoliberalismo, que se expresa por la democracia
representativa y por la exaltación de los valores del individuo; la economía es
capitalista, que operó la “Gran Transformación”, sustituyendo la economía de
mercado por la sociedad de mercado, para la cual todo se vuelve mercancía. Por
ser capitalista está en vigor la hegemonía de la propiedad privada, el libre
mercado y la lógica de la competencia. Ese Estado está controlado por los
grandes conglomerados que hegemonizan el poder económico, político e
ideológico, que en gran parte está privatizado por ellos. Usan el Estado para
garantizar sus privilegios y no los derechos de todos. Atender los derechos
sociales de todos sería contradictorio con su lógica interna.
La solución que las
clases subalternas encontraron para enfrentarse a esa contradicción fue la de
organizarse ellas mismas y crear las condiciones para sus derechos. Así
surgieron los distintos movimientos sociales y populares por la tierra, por el
techo, por la salud, por la escuela, por los negros, indios y mujeres
marginadas, por la igualdad de género, por el respeto a los derechos de las
minorías, etc. Es más que una lucha por los derechos; es una lucha política
para transformar el tipo de sociedad y el tipo de Estado vigentes porque con
ellos sus derechos nunca van a ser reconocidos. Por lo tanto, la alternativa a
la democracia reducida es la democracia social, participativa, de abajo hacia
arriba, en la cual puedan caber todos. El Estado que representa este tipo de
democracia enriquecida tendría una naturaleza nítidamente social y se
organizaría para garantizar los derechos sociales de todos. Mientras no ocurra
eso, no habrá una verdadera universalización de los derechos humanos. Parte de
los discursos oficiales son solamente retóricos.
Las clases subalternas
extendieron el concepto de ciudadanía. No se trata de aquella burguesa que
coloca al individuo delante del Estado y organiza las relaciones entre ambos.
Ahora se trata de ciudadanos que se articulan con otros ciudadanos para
enfrentarse juntos al Estado privatizado y a la sociedad desigual de clase. De
ahí nace la conciudadanía: ciudadanos que se unen entre sí, sin el Estado y
muchas veces contra el Estado, para hacer valer sus derechos y llevar adelante
la bandera política de una democracia social real, donde todos puedan sentirse
representados.
Esos movimientos han
hecho crecer más y más la conciencia de la dignidad humana, la verdadera fuente
de todos los derechos. El ser humano no puede ser considerado como mera fuerza
de trabajo, descartable, sino como un valor en sí mismo, no susceptible de
manipulación por ninguna instancia, ni estatal, ni ideológica, ni religiosa. La
dignidad humana remite a la preservación de las condiciones de continuidad del
planeta Tierra, de la especie humana y de la vida, sin la cual el discurso de
los derechos perdería su base.
Por eso, los dos
valores y derechos básicos que deben entrar cada vez más en la conciencia
colectiva son: cómo preservar nuestro espléndido planeta azul y blanco, la
Tierra, Pachamama y Gaia, y cómo garantizar las condiciones ecológicas para que
el experimento homo sapiens/demens pueda continuar, desarrollarse y
coevolucionar. Estos dos datos constituyen la base de todo lo demás. En torno a
ese núcleo se estructurarán todos los otros derechos, que serán no solo
humanos, sino también socio-cósmicos. En otras palabras, la biosfera de la
Tierra es patrimonio común de toda vida en su inmensa diversidad, y no solo de
la vida humana. Entonces, más que hablar en términos de medio-ambiente, se debe
hablar de comunidad de vida, o ambiente entero. El ser humano tiene la función,
ya asignada en el Génesis, de ser el tutor o guardián de la vida, el
representante legal de la comunidad biótica, sin pretensión de superioridad,
sino comprendiéndose como un eslabón de la inmensa cadena de la vida, hermano y
hermana de todos. De aquí resulta el sentimiento de responsabilidad y de
veneración que facilita la preservación y el cuidado de todo lo creado y de
todo lo que vive.
O hacemos ese giro
necesario para esa nueva ética, fundada en una nueva óptica, o podremos conocer
lo peor, la era de las grandes devastaciones del pasado. La reflexión sobre los
derechos humanos de primera generación (individuales), de segunda generación
(sociales), de tercera generación (transindividuales, derechos de los pueblos,
de las culturas, etc), de cuarta generación (derechos genéticos) y de quinta
generación (de la realidad virtual) no pueden desviar nuestra atención de esa
nueva radicalidad en la lucha por los derechos, comenzando ahora por los
derechos de la Tierra y de las tribus de la Tierra, base para todos los demás.
Hasta hoy todos daban
por descontada la continuidad de la naturaleza y de la Tierra. No era necesario
ocuparse de ellas. Esta situación se ha modificado totalmente, pues los seres
humanos, en las últimas décadas, han elaborado el principio de autodestrucción.
La conciencia de esta
nueva situación ha hecho surgir el tema de los derechos humano-socio-cósmicos y
la urgencia de que si no nos movilizamos para los cambios, la cuenta regresiva
del tiempo irá en contra nuestra y puede sorprendernos un bioecoinfarto de
consecuencias devastadoras para todo el sistema de la vida. Tenemos que estar a
la altura de esta emergencia.
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