En las actuales circunstancias, incluso con el gran desgaste que ha sufrido el sandinismo orteguista, es posible que ante unas elecciones las volviera a ganar, porque lo tiene al frente es un archipiélago inconexo repleto de ambiciones personales y sin proyecto alternativo.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA Costa Rica
Para el sandinismo
nicaragüense, la derrota electoral de 1990 constituyó un verdadero trauma
porque nunca pensó que perdería. Fue, también, y es lo que ahora nos interesa,
una lección que una parte suya supo aprender.
La lección asimilada, que se resolvió en estrategia
política hacia el futuro, entroncó con una práctica que ya les había dado
frutos en el pasado reciente: la necesidad de la negociación que llevara a
alianzas que permitieran acceder y sostenerse en el poder. Las más importantes
negociaciones que les habían rendido frutos eran, primero, la que llevaron
adelante entre las tres vertientes del mismo sandinismo a finales de la década
de los 70, y que permitió conjuntar fuerzas y apoyos para el impulso final de
la guerra que los llevó al poder; la segunda, la que llevaron a cabo con la
Contra.
Haber acumulado esa
experiencia, aunque importante, no garantizaba por sí sola que las lecciones
aprendidas pudieran revertirse en estrategia política. Una parte del sandinismo,
sin embargo, sí lo pudo hacer, la vertiente orteguista, que tuvo una visión
pragmática antes que ideológica, y que aprendió con sangre el adagio que dice “si
no puedes vencer a tu enemigo, únetele”.
Esa alianza tuvo cuatro patas,
unas más sólidas, otras más endebles. La primera fue la alianza con la clase
empresarial, que fue posible por los ingresos y negocios provenientes de
Venezuela. Este país tejió una red de soporte para su propio proceso que
implicó apoyo internacional, como el que sigue cosechando en la OEA aunque cada
vez más endeblemente, pero para eso, en el caso de Nicaragua, debía darle
opciones de sustentación a la opción sandinista.
La segunda fue con la Iglesia
Católica, a quién le hizo concesiones que son centrales en su agenda mundial.
El caso de la ilegalización del aborto fue importantísimo en este sentido,
porque se ha transformado en emblemático de las reivindicaciones católicas y
evangélicas de nuestro tiempo. El sandinismo ya había establecido una relación
estrecha con ciertas vertientes del cristianismo en los años 70 y 80, igual a
como había sucedido en Guatemala y especialmente en El Salvador. Se trataba de
la corriente asociada a la Teología de la Liberación, que sin embargo se
encontraba en abierta oposición y confrontación con la jerarquía de la Iglesia.
El cambio estuvo en que, en este caso, la alianza fue con esa jerarquía.
La tercera fue con los
sectores populares, con los que más que hablar de una alianza tal vez deba
hablarse de cooptación. La legitimación alcanzada con estos sectores se alcanzó
a través de políticas de corte asistencialista que, en un país como Nicaragua,
tenían antecedentes realmente endebles. No fue solo asistencialismo, porque los
indicadores sociales del país mejoraron ostensiblemente, como nunca antes.
La cuarta pata del banco es la
que resultó apolillada, y es una pata de vital importancia en Centroamérica: la
que tiene que ver con los Estados Unidos. En los Estados Unidos hubo sectores,
principalmente los asociados a los intereses cubano-venezolano-americanos, con
cabezas visibles en el Congreso, que leyeron la realidad nicaragüense desde sus
intereses geoestratégicos particulares. En ellos, Nicaragua era parte de una
alianza continental que aquí caracterizaremos como latinoamericanista. A esa
vertiente de extrema derecha norteamericana se le sumó otra, vinculada a la
Casa Blanca y al Pentágono: la que está atenta al patio trasero estudiando los
movimientos de Rusia y China, y que debemos asociar directamente a la tradición
monroísta.
Esa cuarta pata apolillada es
la que se le salió de control al sandinismo orteguista y fue su talón de
Aquiles. Los Estados Unidos tienen una basta experiencia en remover gobiernos
díscolos o que, simplemente, se apartan del libreto que ellos han establecido
para ordenar el mundo. En Centroamérica son tantos los ejemplos que enumerarlos
nuevamente nos llevaría al aburrimiento. Recordemos solamente uno, por algunas
similitudes que guarda con el caso nicaragüense: el de Guatemala del 2015. Se
trata del movimiento #Renunciaya, que
llevó al desplazamiento del poder del presidente y su vicepresidenta, Otto
Pérez Molina y Roxana Baldetti. En este movimiento social, el protagonista
principal de las movilizaciones fue la clase media urbana, y en él se
reprodujeron características propias de las ahora conocidas como “revoluciones
naranja”. La administración de Pérez Molina, de perfil ideológico-político
distinto al del sandinismo orteguista, también estaba creándole problemas a los
Estados Unidos, que aspira a que en Guatemala se pueda construir un régimen
que, entre otras cosas, detenga, aunque sea en parte, las migraciones hacia el
norte, y que sea más eficiente en la administración del tráfico de drogas por
el istmo.
La pata apolillada del banco,
que es por demás una pata esencial en un banco apoyado sobre una región
considerada vital para la seguridad norteamericana, buscó el momento propicio
para sacudirse al sandinismo orteguista y lo encontró en la coyuntura en la que
los negocios con Venezuela se desmoronaban, y los nuevos movimientos sociales de
clase media urbana descontentos (feministas y ambientalistas con arraigo en el
movimiento estudiantil de las universidades) protestaban por problemas
eminentemente coyunturales. Lo que ha seguido ha sido el guión muy bien
establecido y rigurosamente aplicado, harto conocido, de las revoluciones
naranja.
En estas circunstancias, ¿qué
se se avizora hacia el futuro? Como repetidamente se apunta desde distintos
sitios, lo ideal sería que se negociara y se llegara a algún nivel de consensos
mínimos. Esta situación se ve muy lejana por varias razones. Las coyunturales
son: 1) las partes está muy alejadas y se hacen muy pocas concesiones, aunque
debe reconocerse que el sandinismo orteguista ha hecho varias, como permitir el
ingreso de la CIDH y observadores de la ONU, pero eso no satisface las
exigencias contrarias; 2) el gobierno parece estar controlando puntos vitales
de los “tranques”, que constituyen el principal elemento de presión de los
opositores.
Las de más largo aliento deben
asociarse con el hecho que la capacidad de establecer alianzas del sandinismo
orteguista están muy disminuidas porque: 1) Venezuela no restituirá los niveles
de cooperación que permitían mantener contentos y tranquilos a los empresarios;
2) los sectores populares se encuentran divididos en su apoyo al sandinismo
orteguista después de la represión a la que algunos de sus jóvenes han sido
sometidos. Esta división podría estar presente incluso dentro del mismo
sandinismo orteguista; 3) la Iglesia Católica “se la jugó” con el movimiento de
oposición y va a ser difícil volver a encontrar puntos de consenso.
Por el otro lado, los sectores
de oposición son muy débiles. En las actuales circunstancias, incluso con el
gran desgaste que ha sufrido el sandinismo orteguista, es posible que ante unas
elecciones las volviera a ganar, porque lo tiene al frente es un archipiélago
inconexo repleto de ambiciones personales y sin proyecto alternativo. Por qué
no decirlo, algo como lo que está sucediendo en Venezuela.
Aparentemente agotadas las
posibilidades de acuerdo, la alternativa que parece irse perfilando es la de la
permanencia en el poder del sandinismo orteguista gobernando con mano dura.
El futuro es incierto y nada halagüeño.
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