Los tres poderes de la República, pero
en este caso, específicamente el Poder judicial, han caído en un nivel de
deterioro como nunca antes en décadas
anteriores había conocido nuestro país.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para
Con Nuestra América
El escándalo del
“cementazo” que sacudió los últimos meses del gobierno anterior presidido por
Luis Guillermo Solís, del mismo partido que el actual presidido por Carlos Alvarado, está lejos de haber pasado a la
historia. Está más vigente que nunca, a
pesar que haber ocupado la atención de los medios -aunque no parece que haya
influido decisivamente en el criterio de los votantes a la hora de ir a las
urnas- durante la campaña electoral recién pasada; sus secuelas o réplicas,
como se dice aludiendo a las repercusiones en la corteza terrestre posteriores a la sacudida principal de un
terremoto, son tan violentas como las del sismo mismo; han estremecido la
institucionalidad democrática en su estructura fundamental, como son los tres
poderes de la nación.
En cuanto al primer
poder de la Nación, varios diputados de entonces se encuentran en el epicentro
del ciclón; de manera particular, se mencionan a los hoy ex diputados Otto Guevara y Morales Zapata. El secundo poder o poder
ejecutivo, en la persona misma del propio presidente Solís está en la mira de
los diputados actuales debido a que se
sospecha que su nombre esté mencionado en documentos que se han perdido, porque
presuntamente podrían implicarlo, aunque no se sabe cómo ni en qué grado.
Pero la secuela más grave del escándalo
mencionado es el descrédito en que ha caído
el tercer poder de la nación, el
poder judicial; los cuatro magistrados que componen la Sala III donde se
dirimen en última instancia los juicios de carácter penal, han sido sancionados
con dos meses de suspensión sin goce de salario por parte de una Corte Plena,
que debió revisar su anterior y leve
sentencia debido a la enfurecida reacción de una opinión pública a la
que los medios dieron plena resonancia. Más aun, entre los magistrados que han
sido objeto de esa ejemplarizante
sanción está el quien entonces era presidente de la Corte Suprema de Justicia,
Carlos Chinchilla, con un año de haber sido elegido para tan alta función;
estamos aquí ante un precedente que, tengo la impresión, no tiene antecedentes
en nuestra historia.
Lo anterior revela que
los tres poderes, pero en este caso, específicamente el Poder judicial, han
caído en un nivel de deterioro como
nunca antes en décadas anteriores había conocido nuestro país. Lo cual
es superlativamente grave; pues, como decía Montesquieu, en una sociedad todo
se puede corromper menos los jueces, porque ellos son los llamados a impartir
justicia; ellos constituyen la última instancia de que disponen los ciudadanos
para reclamar el reconocimiento de sus derechos. La situación es tan grave que
el sindicato de empleados del poder
judicial ha organizado protestas públicas. Igualmente, las voces de
varios jueces no se han hecho esperar reclamando, lo que ya es un clamor
popular generalizado, que los mencionados
magistrados deben irse de sus puestos, ya que han perdido toda autoridad moral
para impartir una justicia que ellos mismos no se aplican cuando de sus propios
errores se trata. Se habla de que la causa de todos estos males que sufre
nuestra institucionalidad democrática se debe a la corrupción; lo cual es
obviamente cierto. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, cuando la
corrupción es de tan solo un individuo o un grupo de individuos, se debe
achacar a faltas cometidas por ello solos; pero cuando la corrupción se ha
generalizado y se ha convertido en especie de cultura perversa, como por
ejemplo, cuando para lograr algo hay que corromperse uno mismo y corromper a los demás, como es lamentablemente frecuente
en no pocos países de nuestra región, es porque el mal está en el (des)orden
vigente. En otras palabras, es el Estado y sus instituciones el que debe ser
reformado sustancialmente. Todo Estado
democrático proviene de un pacto social – “contrato social” lo
llamaba Rousseau - que lo antecede. El
Pacto de Concordia firmado el 1ro.de Diciembre de 1821 en Cartago por quienes democráticamente
representaban a nuestro pueblo, dio origen a Costa Rica como nación
libre y soberana que surgió a partir de la declaración de independencia
del reino de España; se ponía fin a una época, la colonial, y se iniciaba otra,
la republicana, cuyas bases constitucionales se ponían con el histórico y
trascendental Pacto de Concordia; con
ello nuestros antepasados dieron muestras de una admirable y juvenil madurez
cívica, pues no dieron un paso en el
vacío ante esta inédita e inesperada coyuntura. Más recientemente en nuestra
historia, con el fin de poner término a las más sangrienta de nuestras
confrontaciones políticas como fue la Guerra Civil de 1949, se firmó el Pacto
de Ochomogo entre los contendientes que tenían aún las armas en la mano y con
ello se pusieron las bases de lo que luego se llamó la Segunda República.
Pero no podemos dejar
de lado, como trasfondo de los eventos locales, lo que acontece en el
amplio escenario de la política mundial,
ya que ahora Costa Rica – como todos los países del mundo - se ve enfrentada a
la época posterior a la Guerra Fría que abarcó toda la segunda mitad del siglo
pasado. Esta época, insisto, lo es de
toda la humanidad; su objetivo final
pero impostergable debe ser el lograr
una paz justa entre los pueblos y duradera con la Naturaleza, porque de ello
depende la sobrevivencia de la especie sapiens. Hoy asistimos a la génesis de un nuevo sujeto histórico,
que es la humanidad entera; con ello se pone fin a 26 siglos de hegemonía de Occidente.
Dichosamente así parecen entenderlo dirigentes políticos que hasta no hace
mucho sólo han dado muestras de una preocupante miopía en cuanto a la gravedad
de la coyuntura que vive la humanidad. Me refiero en concreto al insólito y
feliz encuentro entre el Presidente Trump y el líder norcoreano King Son Un, lo
cual no se explica si no tomamos en cuenta que el pueblo norteamericano, luego
del ataque a las Torres Gemelas, tomó
dramáticamente conciencia de su vulnerabilidad y presionó a Trump,
obsesionado por las elecciones del próximo Noviembre, a realizar
tan histórico gesto, aunque también la discreta pero eficiente diplomacia
china jugó un papel nada desdeñable. Más recientemente, Trump protagonizó otro acto esperanzador: se reunió
con Putin, el líder ruso que ha logrado una universal y merecida popularidad gracias al éxito, que alcanza la
esfera política, en la organización del evento deportivo y mediático más importante del planeta, como es
un Mundial de Fútbol.
El encuentro entre
Putin y Trump está llamado – al menos, así lo esperamos - a poner fin a todos
los resabios aún persistentes de la Guerra Fría y a las más sangrientas guerras
actuales empezando por la de Siria. Costa Rica y, en particular, el actual
gobierno que apenas da sus primeros pasos, al frente del cual está el
presidente más joven de las últimas décadas, debe aprovechar esta atmósfera de
distención mundial para crear las
condiciones que posibiliten la elaboración de un nuevo pacto político-social,
como en su momento lo hicieron nuestros antepasados al fundar la Primera República gracias al Pacto de Concordia y más de un siglo más
tarde la Segunda República con el Pacto de Ochomogo. Necesitamos un nuevo pacto
social que posibilite una profunda reforma a la
actual Constitución Política que data de 1949 y que respondía al contexto de la Guerra
Fría. Para lograr tan ambicioso como
perentorio objetivo, es indispensable
que nuestro país sea liderado por
estadistas de fuste, que tengan una visión de futuro. Lo hecho en el pasado debe servirnos de guía
e inspiración; los retos del presente de instigación y motivación; la visión de
futuro de sueño y esperanza.
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