Crecemos en Martí conociéndolo y comprendiéndolo en su tiempo
desde el nuestro. Así como él supo entender que lo que Bolívar había dejado sin
hacer seguía pendiente todavía, nosotros, desde él, podemos ver en su obra la
raíz de nuestra modernidad.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
Fue Roberto Fernández
Retamar, si mal no recuerdo, quien alguna vez observó que en nuestra América
abundaban quienes era martianos “sin saberlo”. Para ellos, el encuentro con la
obra de Martí constituía –constituye– no solo un descubrimiento de orden
estético y emotivo sino, y quizás sobre todo, de una parte de sí que ya estaba
presente en su afectividad y su conducta, pero de la que ahora se hacían
conscientes. Y, a partir de allí, se les abría la posibilidad de pasar a formar
parte de una conciencia colectiva y un hacer social mucho más amplios.
Esta observación tiene
hoy una especial vigencia. La bancarrota política –esto es, cultural y moral–
del neoliberalismo le plantea a las sociedades de nuestra América, una vez más,
la tarea de encontrarse a sí mismas, para constituirse en sujetos de su propio
destino. No es de extrañar que, en tal circunstancia, se renueve con creciente
vigor el interés por la obra de quien el 30 de enero de 1895, en su ensayo Nuestra
América, diera un acta de nacimiento a nuestra contemporaneidad.
Entre nosotros, ese
interés se traduce en lo que planteara Antonio Gramsci a los jóvenes de su
tiempo entraban en contacto con la filosofía de la praxis. Al respecto, decía
que “toda nueva teoría estudiada con «heroico furor» […]
atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad […] hasta que se
establece un equilibrio crítico y se estudia con profundidad, pero sin rendirse
en seguida a la fascinación del sistema o del autor estudiado.” Esto era así,
agregaba, sobre todo cuando se trataba de “una personalidad en la cual la
actividad teórica y la práctica están indisolublemente ligadas, de un intelecto
en continua creación y en perpetuo movimiento, que siente vigorosamente la
autocritica del modo más despiadado y consecuente.”[1]
Atendiendo a esto, hacía tres recomendaciones. Una, reconstruir la
biografía del autor, tanto en lo relativo a su actividad práctica como
“especialmente a la intelectual”. Otra, registrar todas sus obras, por orden
cronológico y según “motivos de tipo intrínseco: de formación intelectual, de
madurez, de dominio y aplicación del nuevo modo de pensar y de concebir la vida
y el mundo.” Y finalmente, atender con especial cuidado a los motivos
fundamentales y el ritmo del pensamiento en desarrollo, siempre más importante
que “las afirmaciones aisladas y casuales o que los aforismos separados.”[2]
A esto cabría agregar, sobre todo para nosotros, la necesidad de
encarar al autor desde su circunstancia – que incluye su biografía intelectual
y política, sin reducirse a ellas-, para comprenderlo a cabalidad desde la
nuestra. Visto así, por ejemplo, resalta la riqueza del desarrollo de los
vínculos entre esas tres dimensiones, en lo que va del primer documento escrito
por Martí que conocemos – la carta a su madre de un niño de casi diez años que
acompaña a su padre en una estancia en el campo – hasta la que deja inconclusa
en vísperas de su muerte, treinta y dos años después, dirigida a su amigo
mexicano Manuel Mercado, en la que aparece aquella frase que define al hombre
que había llegado a ser: aquel que estaba “todos los días en peligro de dar
mi vida por mi país y por mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia
de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa
fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré,
es para eso.[3]
En lo que hace a los
Estados Unidos, sabemos que Martí llegó a esa postura a lo largo de su exilio
en Nueva York, entre 1881 y 1895. Lo hizo a partir de una sincera admiración
inicial por el liberalismo norteamericano, que vino a matizarse de manera cada
vez más crítica a partir de la represión de que fueron objeto las
organizaciones de trabajadores en el curso del gran ciclo de huelgas de 1886,
hasta definirse con entera claridad en su crítica a la renovada política de
dominación regional del Estado norteamericano desde fines de la década de 1880.
Aun así, lo esencial es
entender que el motivo fundamental y el ritmo del desarrollo del pensamiento
martiano están en su cubanía, que crece desde su deseo de independizar a su
patria del dominio colonial español, hasta hacer de la independencia un medio
para iniciar en Cuba un proceso de liberación nacional de alcance universal.
Del vínculo entre su percepción de los Estados Unidos y la de la lucha por la
independencia de Cuba da cuenta - en la etapa en que Martí se distancia del primer
liderazo del movimiento independentista por sus diferencias respecto a la
conducción política del mismo-, la carta que escribe a Manuel Mercado en abril
de 1886.
Con la mente “puesta en México y en mi país”, dice allí, “escribí un estudio sobre
Grant […] que ha tenido en la América del Sur mucha fortuna:”
allí saco del revés esa especie de caracteres de
fuerza, para que se les vea, sin exageración ni mala voluntad, todo lo feo y
rugoso del interior de la vaina, que tanto hambriento y desvergonzado rebruñen
por de fuera a lamidos - Un personaje de aquí me dijo, después de leer este
ensayo: “¿Dónde conoció V. al hombre, que parece que lo ha retratado V. por
dentro?“ - ¡Lo conocí en los hombres! -Los espíritus humanos se dividen en
familias, como los animales. - En esas páginas […] va mucho de mis dolores
patrióticos, primer peldaño que bajé del cielo! [4]
Desde ese conocer el
mundo en los hombres que van dándole forma a partir de las familias morales con
las que se identifican, llega Martí a la fundación del Partido Revolucionario
Cubano, de un modo que le permite definirlo diciendo que es “el pueblo cubano”.
Y desde ese pueblo llega al Manifiesto de Montecristi, que define a la
guerra de independencia como un “suceso de gran
alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas
presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio
aún vacilante del mundo.”[5]
Crecemos en
Martí conociéndolo y comprendiéndolo en su tiempo desde el nuestro. Así como él
supo entender que lo que Bolívar había dejado sin hacer seguía pendiente todavía,
nosotros, desde él, podemos ver en su obra la raíz de nuestra modernidad. Esa
raíz constituye la guía fundamental para construir la cultura y la política
nuevos que demanda el tiempo nuestro para florecer, y dar los frutos que
fecundan nuestros sueños.
Panamá, 16 de julio de 2019
NOTAS:
[2] Introducción a la Filosofía de
la Praxis. Selección y traducción de J. Solé-Tura. Nueva Colección Ibérica
Ediciones Península. Barcelona, 1970, p. 51
[3] “A Manuel Mercado. Campamento de
Dos Ríos, 18 de mayo de 1895.” Obras Completas.
Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975: IV, 167.
[4] Carta a Manuel Mercado. Nueva
York, 22 de abril de 1886. Obras Completas. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975: XX, 89.
[5] José Martí y Máximo Gómez: “Manifiesto
de Montecristi”. 25 de marzo de 1895. http://www.josemarti.cu/publicacion/manifiesto-de-montecristi/
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