Recuperar lo público, lo social e íntimo es imperativo. Recuperar lo
público es volver a compartir el pan en la mesa familiar. Digo pan para que
suene a bofetada su aberrante precio en el granero del mundo; más que ironía,
es la vergüenza más evidente del triunfo de las mafias, con los designios del
mercado, como si se tratara del valor del dólar.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra
América
Desde Mendoza, Argentina
El capitalismo ha resultado la distopía más inhumana jamás imaginada.
Su apetito voraz erosiona los espacios vitales. Así como devasta todo a su paso
por el planeta tierra y su maravillosa naturaleza, fruto de siglos de
evolución, del mismo modo deshace al hombre, su ilusa criatura más excelsa.
Pulveriza su espíritu, suplanta sus creencias y dioses por el dinero, única
deidad que todo lo domina. También desgarra su vida comunitaria, corta sus
lazos afectivos, le pudre el alma y el corazón. Todo es muerte a su alrededor.
Nunca más concreto el infierno de lo real.
Eminentemente gregario, inmanentemente social el hombre, el
individualismo utilitario y competitivo del capitalismo, clasifica y descarta
seres humanos. Factor de producción el trabajo, expulsa todo individuo
económicamente inactivo. Todo el desarrollo del pensamiento económico moderno
avala este postulado progresista. Los resultados están a la vista: más de ¾ de
la humanidad hambreada, azotada por la furia ambiciosa de las guerras, ponen en
vilo las más importantes creaciones del espíritu humano a través de los siglos.
No es nuevo, lo sabemos. Muchas civilizaciones perecieron por la ambición y
luchas de poder.
Sin embargo, jamás se llegó a tan alto nivel de destrucción que, todas
las instituciones de convivencia emanadas desde la Revolución Francesa en
adelante, carecen de eficacia ante el garrote torpe del capitalismo. Su
sacerdote, el hábil e inescrupuloso empresario, usa todos los ardides de que
dispone – los que se multiplican indefinidamente – para someter y explotar a
sus esclavos.
No contento con la libre empresa, irrumpió en el espacio público y
desde allí continúa su marcha voraz dado que su apetito no tiene límites.
Una bandada de aves de rapiña se ha apoderado de gran parte de los
gobiernos, desde EEUU al Sur. Sus políticas – aberrantes manotazos de
apropiación – han puesto en ridículo, cuando no, burlan el edificio jurídico
desmantelando derechos producto de años de lucha, dentro de la permanente
discusión que supone el ejercicio de la democracia. Lavando cerebros,
imponiendo sofismas, poniendo CEOs empresariales allí, donde la Administración
Pública requiere de funcionarios idóneos que administren y persigan el Bien
Común.
Sabemos que el Estado moderno, a través de dos siglos y medio, ha
intentado oponerse al mercado, protegiendo a aquellos colectivos ciudadanos más
débiles, más vulnerables, organizando la solidaridad nacional e
intergeneracional dentro de los institutos de la Seguridad Social.
Declaraciones universales del Hombre, de los Derechos Humanos;
organizaciones ecuménicas como las Naciones Unidas hasta el resto de organismos
específicos que protegen diversas áreas del quehacer humano han ido creciendo
alrededor. Desde la decimonónica Unión Postal Universal a la Cruz Roja
Internacional, han puesto de manifiesto la preocupación del hombre por su
preservación. Paralelamente, grupos de personas se han nucleado como
organizaciones de la sociedad civil para proteger intereses que han ido
surgiendo en los últimos tiempos para proteger también al hombre en su más
completa y compleja integridad.
Construir una sociedad más justa e igualitaria, significa desterrar
prejuicios de raza, de género, de religión, condición u otro que atente contra
esos postulados que debieran adherir todas las personas que habitan el planeta
por el solo hecho de pertenecer a la misma especie. Especie que depende en un
todo de las otras, respetando el biosistema que nos contiene.
Simple y claro que lo entiende hasta un niño. Un niño sano, bien
alimentado en el seno de su familia, rodeado por los vecinos de su barrio, que
a la vez son parte de su pueblo o ciudad y país.
Sin embargo, debemos reconocer que el neoliberalismo, o el último
capitalismo, o como se llame – no nos distraigamos en tonteras – ha dado pasos
gigantescos los últimos años, sino miren el maravilloso y depredador éxito que
ha tenido en Argentina en escasos cuarenta meses.
En un período tan corto de tiempo transfirieron recursos de abajo
hacia arriba, enriquecieron a unos pocos transfiriendo divisas al exterior,
dejan la mayor deuda externa de todos los tiempos, para que la mayoría
inocente, no invitada al banquete, pague los platos rotos.
Nunca una plaga o sequía tuvo efectos tan devastadores en nuestra
historia independiente. Salvo las consecuencias de la ambición sojera o, la
mega minería que arrasa montañas, modifica paisajes para llevarse el mineral.
Tampoco hubo una guerra, bombardeo aéreo o tanques destruyendo
edificios o pisoteando víctimas. No obstante, la miseria impuesta ha generado
guerra entre los pobres; las personas expuestas a iniquidades y castigo vuelven
inexorablemente a la caverna y el garrote, un mercado negro de vicios instala
su trono en los recodos barriales. Allí donde lo público se fue desvaneciendo,
despojos humanos deambulan sin rumbo hurgando basura y jerarquizan la
inmundicia acumulada otorgándole valor, estableciendo patrones y acopiadores.
Crece a la sombra una mafia espesa que refleja, a la distancia, la
mafia oficial que miente, engaña, depreda, simulando rasgos y gestos de
humanidad que nunca tuvo o los perdió camino al triunfo. De allí que cualquier
discurso oficial parece una bufonada, un acto de mal gusto con actores que
improvisan.
La mentira tiene patas cortas y el barro sobre el que están parados
también se deshace. La mugre queda expuesta con toda su estruendosa pestilencia
que ni la escenografía de asfalto y plazas es creíble. Mucho menos “la
revolución de la alegría” o los globos amarillos que han reventado en el
olvido. Ni el odio los ampara. Por el contrario, los desnuda. Los deja en el
borde del juicio de la historia, el más inapelable.
País contradictorio Argentina: tener a San Martín, a Belgrano, tantos
héroes anónimos, Perón, Yrigoyen, Eva Perón que sin ser erudita puso en
práctica su pensamiento: una necesidad genera un derecho, o el Che: nadie puede
ser indiferente ante la injusticia. Pero la virtualidad digital impuso al
macriradicalismo, la mentira cotidiana enfrentó a la familia antes reunida en
la mesa familiar. El odio creció a escondidas, rompió los lazos afectivos y se
llevó por delante parejas, los hijos salieron a mendigar a la calle asolada por
lobos hambrientos.
Recuperar lo público, lo social e íntimo es imperativo. Recuperar lo
público es volver a compartir el pan en la mesa familiar. Digo pan para que
suene a bofetada su aberrante precio en el granero del mundo; más que ironía,
es la vergüenza más evidente del triunfo de las mafias, con los designios del
mercado, como si se tratara del valor del dólar. Tan enfermo y desquiciado es
el gobierno en toda su extensión y componentes que acepta esto como una verdad
rebelada.
Recuperar lo público, los afectos, la confianza en nosotros mismos y
en el destino del país es volver a tener esperanzas, proyectos para las
generaciones futuras. Basta de promesas mentirosas. Basta de esta soledad
virtual. Basta de esta pesadilla autista.
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