De Corea del
Norte a Siria, de Rusia a Asia Central, de Irán a Venezuela, o de China a
México y Centroamérica, Trump va desatando incendios por doquier, con una
escandalosa fanfarronería, tosquedad e ignorancia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Cuantos tenemos sentido moral, en el Norte y en el Sur, debemos
hacer todo lo que podamos para inventar alternativas al venidero conflicto
mayor, que sería una catástrofe última”.
Roberto Fernández Retamar[1]
En setiembre
del año 2001, apenas unos días después de los ataques terroristas contra
objetivos en Nueva York y Washington, el entonces presidente de los Estados
Unidos, George W. Bush, dirigió un mensaje al Congreso de su país en el que
declaró la guerra contra el terrorismo, una guerra en la que –según el
mandatario- nadie podía alegar neutralidad frente al nuevo enemigo: “Quien no
está con nosotros, está contra nosotros”, fue su dictum. De inmediato, anunció el despliegue de tropas en Oriente
Medio y Asia Central, y amenazó con utilizar “todos los recursos a nuestro
alcance, cada instrumento diplomático, cada pieza de información, cada medio
legal, cada influencia financiera y cada arma de guerra, para entorpecer y derrotar
la red del terror mundial”. Aquel fue el momento inaugural de una época cuyas
implicaciones comprendemos mejor hoy, a la distancia de casi dos décadas, y a
la luz de los acciones desplegadas por las sucesivas administraciones
norteamericanas: en nombre de la libertad, Estados Unidos definió la guerra infinita como el nuevo modus
operandi del imperialismo en el mundo, y como recurso de afirmación de una
hegemonía en crisis, que intentaba salvar el orden unipolar sobre el que se asentaba.
La invasión
de Irak en el año 2003, viejo anhelo de la dinastía Bush, inauguró la era de la
“democracia absoluta” –como bien la describió el escritor italiano Antonio
Tabucchi-, una democracia que se impone por la fuerza de las armas, de las argucias
y mentiras diplomáticas, y del reclamo de sumisión y vasallaje a los “aliados”.
Pero, además, demostró que los reales objetivos de la guerra infinita no eran otros sino la rapiña de recursos
energéticos, la reactivación del negocio de la producción y venta de armas para
poderosas corporaciones, y la afirmación de posiciones geopolíticas que
garantizaran superioridad frente a los rivales potenciales. El imperialismo estaba
dispuesto a utilizar todos los medios a su alcance –legales o espurios- para
llevar la democracia absoluta (la
democracia al gusto de Washington) al último rincón del planeta, y demoler toda
resistencia a sus pretensiones de dominación. Ni siquiera el relevo de élites
en la administración de la Casa Blanca, con la llegada de los demócratas al
poder en 2009, supuso un cambio en los objetivos de la estrategia de guerra infinita: conviene recordar, a manera de ejempelo, que sólo en el año 2017, el
último del segundo gobierno del premio Nobel de la Paz, Barack Obama, Estados Unidos lanzó más
de 26.000 bombas en siete países (Siria, Irak,
Afganistán, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán).
“La guerra es
la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”, escribió
George Orwell en su ya clásica novela 1984.
Y en el año 2018, la llegada a la presidencia de Donald Trump hizo realidad
aquella suerte de oscura profecía orwelliana. De nuevo en nombre de la
libertad, la democracia y la paz, como lo hicieron sus antecesores, el magnate
neoyorkino –y sus secuaces más cercanos, todo un elenco para una película de
gánsteres- devino en agitador de tensiones y conflictos: de Corea del Norte a
Siria, de Rusia a Asia Central, de Irán a Venezuela, o de China a México y
Centroamérica, Trump va desatando incendios por doquier, con una escandalosa
fanfarronería, tosquedad e ignorancia.
En su locura,
el mandatario norteamericano arrastra a la humanidad a las puertas de la
conflagración. Uno de sus últimos
exabruptos públicos así lo confirma: durante una gira a Pakistán, y en
presencia del Primer Ministro de ese país, presumió de la capacidad militar de
los Estados Unidos para “borrar a Afganistán de la faz de la Tierra” en
cuestión de días, retratándose así como un ser perturbado, delirante e incapaz de
conducir los destinos de su nación, como no sea por los caminos de la
destrucción, el matonismo y la brutalidad imperialista.
No se equivocaba el historiador estadounidense Howard Zinn
cuando, en el año 2008,
planteara que la gran encrucijada a la que nos enfrentamos como especie es la
que nos lleva a decir el futuro entre imperio o humanidad, entre muerte o vida,
entre la opulencia y el dominio de unos pocos, o la justicia, la igualdad y la
liberación. Tal es el desafío de nuestro tiempo.
[1] Fernández
Retamar, R. (2000). “De Drácula, Occidente, América y otras invenciones”, en: Concierto para la mano izquierda. La
Habana: Fondo Editorial Casa de las Américas, p, 45.
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