El gran capital, dominador cada vez más omnímodo de la
escena económica-político-cultural planetaria, impone el consumo con más
ferocidad que las fuerzas armadas que lo defienden lanzan bombas sobre
territorios díscolos que se resisten a seguir ese guión.
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
En el corazón de las selvas del Petén, en lo que
actualmente es Guatemala, en la cima del Templo IV, joya arquitectónica legada
por los mayas del Período Clásico, dos jovencitas turistas estadounidenses -con
ropa Calvin Klein, con calzado Nike, con lentes de sol Rayban, con teléfonos
portátiles Nokia, cámaras fotográficas digitales Sony, videofilmadoras JVC y
tarjeta de crédito Visa, hospedadas en el hotel Westing Camino Real y habiendo
viajado con millas de "viajero frecuente" por medio de American
Airlines, hiperconsumidoras de Coca-Cola, Mc Donald’s y de cosméticos Revlon-
comentaban al escuchar los gritos de monos aulladores encaramados en árboles
cercanos: "pobrecitos. Aúllan de
tristeza, porque no tienen cerca un ‘moll’ donde ir a comprar".
Consumir, consumir, hiper consumir, consumir aunque
no sea necesario, gastar dinero, hacer shopping…
todo esto ha pasado a ser la consigna del mundo moderno. Algunos -los habitantes
de los países ricos del Norte y las capas acomodadas de los del Sur- lo logran
sin problemas.
Otros, los menos afortunados -la gran mayoría planetaria-
no; pero igualmente están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia
dominante: quien no consume está out,
es un imbécil, sobra, no es viable. Aunque sea a costa de endeudarse, todos
tienen que consumir. ¿Cómo osar contradecir las sacrosantas reglas del mercado?
Podríamos pensar que el ejemplo de las jóvenes arriba
presentado es una ficción literaria -una mala ficción, por cierto-; pero no: es
una tragicómica verdad. El capitalismo industrial del siglo XX dio como
resultado las llamadas sociedades de consumo donde, aseguradas ya las
necesidades primarias, el acceso a banalidades superfluas pasó a ser el núcleo
central de toda la economía. Desde la década de los 50, primero en Estados
Unidos, luego en Europa y Japón, la prestación de servicios ha superado
largamente la producción de bienes materiales. Y por supuesto los bienes
masivos suntuarios o destinados no sólo al aseguramiento de la subsistencia
física (recreación, compras no unitarias sino por cantidades, mercaderías
innecesarias pero impuestas por la propaganda, etc., etc.) encabezan por lejos
la producción general. ¿Por qué esa fiebre consumista?
Todos sabemos que la pobreza implica carencia, falta; si
alguien tiene mucho es porque otro tiene muy poco, o no tiene. En una sociedad
más justa, llamada socialismo, "nadie
morirá de hambre porque nadie morirá de indigestión", dijo Eduardo
Galeano. No es necesario un doctorado
en economía política para llegar a entender esta verdad. Pero contrariamente a
lo que podría considerarse como una tendencia solidaria espontánea entre los
seres humanos, quien más consume anhela, ante todo, seguir consumiendo. La
actitud de las sociedades que han seguido la lógica del hiper consumo no es de
detener el mismo, repartir todo lo producido con equidad para favorecer a los
desposeídos, detener el saqueo impiadoso de los recursos naturales. No, por el
contrario el consumismo trae más consumismo. Un perro de un hogar término medio
del Norte come un promedio anual de carne roja mayor que un habitante del
Tercer Mundo.
Mientras mucha gente muere de hambre y no tiene acceso a
servicios básicos en el Sur (agua potable, alfabetización mínima, vacunación
primaria), sin la menor preocupación y casi con frivolidad se gastan cantidades
increíbles en, por ejemplo, cosméticos (8.000 millones de dólares anuales en
Estados Unidos), o helados (11.000 millones anuales en Europa), o comida para
mascotas (20.000 millones anuales en todo el Primer Mundo). ¿Somos entonces los
seres humanos unos estúpidos y superficiales individualistas, derrochadores
irresponsables, vacíos compradores compulsivos? Responder afirmativamente sería
parcial, incompleto. Sin ningún lugar a dudas todos podemos entrar en esta loca
fiebre consumista; la cuestión es ver por qué se instiga la misma, o más aún:
es hacer algo para que no continúe instigándosela.
Lo cual lleva entonces a reformular el orden económico-social
global vigente. ¡Esta locura no puede seguir así!
Si bien es cierto que en las prósperas sociedades de
consumo del Norte surgen voces llamando a una ponderada responsabilidad social
(consumos racionales, energías alternativas, reciclaje de los desperdicios,
ayuda al subdesarrollado Sur), no hay que olvidar que esas tendencias son
marginales, o al menos no tienen la capacidad de incidir realmente sobre el
todo.
Recordemos, por ejemplo, el movimiento hippie de los años
60 del pasado siglo: aunque representaba un honesto movimiento anti-consumo y
un cuestionamiento a los desequilibrios e injusticias sociales, el sistema
finalmente terminó devorándolo. Dicho sea de paso: las drogas o el rock and
roll, sus insignias de las décadas de los 60 y 70, acabaron siendo otras tantas
mercaderías de consumo masivo, generadoras de pingües ganancias (no para los
hippies precisamente, por cierto).
Una vez fomentado el consumismo, todo indica que es muy
fácil -muy tentador sin dudas- quedar seducido por sus redes. Por ejemplo: los
polímeros (las distintas formas de plástico) constituyen un invento reciente en
la historia; en el Sur recién se van conociendo a mediados del siglo XX, luego
que ya eran de consumo obligado en el Norte, pero hoy ya ningún habitante de
sus empobrecidos países podría vivir sin ellos, y de hecho, en proporción, se
consumen más ahí que en el mundo desarrollado donde comienza a haber una
búsqueda del material reciclado. Por diversos motivos (¿para estar a la moda
que le impusieron?), es más probable que un pobre del Tercer Mundo compre una
canasta de plástico que de mimbre. El consumismo, una vez puesto en marcha,
impone una lógica propia de la que es muy difícil tomar distancia. Es
"adictivo", podría decirse.
Del mismo modo, y siempre en esa dinámica, veamos lo que
sucede con el automóvil. Actualmente es archisabido que los motores de
combustión interna -es decir: los que le rinden tributo a la monumental
industria del petróleo en definitiva- son los principales agentes causantes del
efecto invernadero negativo; y sabido es también que producen un muerto cada
dos minutos a escala planetaria por accidentes de tránsito, inconvenientes
todos que podrían verse resueltos, o minimizados al menos, con el uso masivo de
medios de transporte público, más seguros en términos de seguridad individual y
ecológica (un solo motor puede transportar cien personas, por ejemplo, pero
hasta no acabar la última gota de petróleo no habrá vehículos impulsados por
energías limpias: agua o sol por ejemplo).
Un motor quemando combustibles fósiles por persona no es
sostenible a largo plazo en términos medioambientales, pero curiosamente para
los primeros veinticinco años del siglo en curso las grandes corporaciones de
fabricantes de automóviles estiman vender mil millones de unidades en los
países del Sur, y los habitantes de estas regiones del globo, sabiendo de las
lacras arriba mencionadas y conocedores de los disparates irracionales que
significa moverse en ciudades atestadas de vehículos, no obstante todo aquello
están gozosos con el boom de estas
máquinas fascinantes.
En esa lógica entonces, quien puede, aún endeudándose por
años, hace lo imposible por llegar al "cero kilómetro". Todo lo cual
nos lleva a dos conclusiones: por un lado pareciera que todos los seres humanos
somos demasiado manipulables, demasiado fáciles de convencer (los publicistas
lo saben a la perfección). No otra cosa nos dice la semiótica, o la psicología
social de cuño estadounidense centrada en el manejo mercadológico de las masas.
De no ser así George Bush hijo, un alcohólico recuperado bastante poco ducho en
las lides políticas, no podría haber sido presidente de su país en dos
ocasiones (gracias a un video sensacionalista en su segunda campaña
presidencial, por ejemplo, que explotó los miedos irracionales del electorado);
o el cabo del ejército alemán Adolf Hitler no podría haber hecho creer al
"educado" pueblo alemán ser una raza superior y llevarlo a un
holocausto de proporciones dantescas.
Pero por otro, como segunda conclusión -y esto es sin
dudas el nudo gordiano del asunto- las relaciones económico-sociales que se han
desarrollado con el capitalismo no ofrecen salida a esta encerrona de la
dinámica humana. El gran capital no puede dejar de crecer, pero no pensando en
el bien común: crece, al igual que un tumor maligno, en forma loca,
desordenada, sin sentido. ¿Para qué la gran empresa tiene que continuar
expandiéndose? Porque su lógica interna lo fuerza a ello; no puede detenerse,
aunque eso no sirva para nada en términos sociales. ¿Por qué los millonarios
dueños de sus acciones tienen que seguir siendo más millonarios? Porque la
dinámica económica del capital lo fuerza, pero no porque ese crecimiento sirva
a la población. Y ese crecimiento, justamente -como tejido canceroso- se hace a
expensas del organismo completo, del todo social en este caso, haciendo
consumir, consumir lo innecesario, depredando recursos naturales, y
volviéndonos cada vez más tontos, manipulando nuestras emociones a través de
las técnicas de mercadeo para que sigamos comprando. "Pobrecitos. Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un ‘moll’
donde ir a comprar"…
Dictando modas, fijando patrones de consumo, obligando a
cambiar innecesariamente los productos con ciclos cada vez más cortos
(obsolescencia programada), haciendo sentir un "salvaje primitivo" a
quien no sigue esos niveles de compra continua, con refinadas -y patéticas-
técnicas de comercialización (propaganda engañosa, manipulación mediática que
no da respiro, crédito obligado), el gran capital, dominador cada vez más omnímodo
de la escena económica-político-cultural planetaria, impone el consumo con más
ferocidad que las fuerzas armadas que lo defienden lanzan bombas sobre
territorios díscolos que se resisten a seguir ese guión.
Por cierto que, dadas
ciertas circunstancias, el "consumismo" irrefrenable podría ser
considerado como una conducta patológica. De hecho en la Clasificación
Internacional de las Enfermedades -CIE- de la Organización Mundial de la Salud,
así como en el Manual de Transtornos Mentales de la Asociación de Psiquiatras
de Estados Unidos -DSM, versión IV- aparece como una posible forma de las
compulsiones. Y desde esa matriz médico-psiquiatrizante pudo llegar a
describirse la "compra compulsiva" como una categoría diagnóstica
determinada. "Preocupación frecuente
por las compras o el impulso de comprar, que se experimenta como irresistible,
intrusivo y/o sin sentido. Compras más frecuentes de lo que uno se puede
permitir y de objetos que no se necesitan, o sesiones de compras durante más
tiempo del que se pretendía".
Sin negar que ello
exista como variable psicopatológica ("Se
calcula que la compra compulsiva afecta entre 1.1% y el 5.9% de la población
general y es más común entre las mujeres que entre los hombres"), el
consumismo voraz que nos impone el sistema es más que una conducta
compulsivo-adictiva individual. En todo caso, nos habla de una
"enfermedad" intrínseca al sistema mismo. Si las jovencitas del
ejemplo con que se abría el presente texto son tan "estúpidas",
frívolas y superficiales, no son sino el síntoma de un transtorno que se mueve
a sus espaldas. Transtorno que, por cierto, no se arregla con ningún producto
farmacéutico, con un nuevo medicamento milagroso, con otra mercadería más para
consumir, por más bien presentada y publicitada que esté. Se arregla, en todo
caso, cambiando el curso de la historia.
1 comentario:
Muy bueno el artículo, pero quedan algunas interrogantes, ¿no son esas "estupidas" turistas las que ayudan a mover el aparato productivo de la Selva en Guatemala? Además de los lentes Rayban, la ropa CK o los zapatos Nike, ¿no adquiren artesanias?, ¿ingieren alimentos en los restaurantes locales?.
No hay duda que debemos plantearnos estos patrones de consumo que, bien dices el capitalismo, a través del mercadeo, no incita. Sin embargo, ¿qué hacer con los actuales empleados de estas industrias? ¿y es que estos no son los mismos pobres de los paises tercermundistas?
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