Para disponer de gobiernos más revolucionarios hay que formar fuerzas
sociales más radicales, que los elijan, impulsen y sostengan. Como asimismo
implica derrotar a las derechas y a su ofensiva
no solo en el campo político‑electoral sino también en el programático,
cultural y organizativo.
Nils Castro / Especial para Con
Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Tras sufrir varios reveses electorales en América Latina, las derechas
tradicionales tuvieron que ceder terreno a una pluralidad de gobiernos
“progresistas” en América Latina. Sin embargo, no por ello perdieron sus
principales fuentes de poder: recursos económicos y financieros, enlaces
internacionales, peso sociocultural y, especialmente, sus bastiones mediáticos.
Por supuesto, el control del gobierno también es una gran fuente de poder y
cederlo fue una contrariedad, así que pasado el primer impacto la prioridad fue
reaprovechar esas otras ventajas para recuperarlo.
Cuando en el 2010 publiqué Quién
es y qué busca la nueva derecha, daba por sentada la inminencia de una
contraofensiva continental de las derechas basada en una renovación de los
métodos, lenguajes y mitos requeridos para recapturar las mayorías electorales
necesarias para recuperar los gobiernos perdidos y retener los que aún
conservaban. Uno de los ejemplos fueron los de Panamá y Chile, donde sendos
plutócratas ganaron la presidencia valiéndose del mito del millonario eficiente
y supuestamente “apolítico” que venía a poner sus habilidades al servicio de la
gestión pública.
La mayoría de los electores de dos países decepcionados de unos sistemas
políticos ya desacreditados compraron esa ilusión y enseguida resultaron
defraudados: tanto el ávido y autocrático Martinelli como el aristocrático
Piñera quedaron lejos de satisfacer las expectativas levantadas y han
precipitado crecientes disgustos y protestas sociales.
A su vez, donde los gobiernos socialdemócratas o progresistas conservan
mayor solidez y la derecha aún carece de líderes populistas de nuevo perfil,
primó la acostumbrada modalidad de coordinar un pertinaz bombardeo mediático
para socave su credibilidad –que por ejemplo ponga en duda su honradez o
capacidad de gobernar–, mientras que a la vez los instrumentos económicos,
conspirativos y socioculturales de las derechas alientan las crisis sociales
que a mediano plazo ofrezcan ocasión de golpear más a fondo. Así se ha
procurado en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Una nueva variante consiste en “desmilitarizar” el procedimiento así
“legitimado” por los grandes medios periodísticos. En Honduras, a través de un
golpe “correctivo”, es decir, con la intervención abreviada de un ejército que
acto seguido entregó el gobierno a la derecha civil. En Paraguay, valiéndose de
un bloque parlamentario seducido por el anhelo de prerrogativas para los congresistas
implicados en una interpretación torcida de la legalidad.
El propósito, en cualquier caso, es el mismo de antaño, encubierto con
nuevos modos de enmascararlo y evadir las sanciones internacionales.
Disfrazados, los viejos métodos siguen reinantes, con un aval estadunidense
ahora maquillado de “neutralidad”. Pero aunque al golpe lo vistan de seda, el
hecho es que quienes hoy gobiernan al Paraguay ya no son aquellos por quienes el pueblo votó.
Esta última experiencia tiene mucho que enseñarnos. Por un lado, muestra
que en ese asilado país todavía reina la primitiva cultura política legada por
el estroessnerismo, misma que ahora se resignó con que el golpe no fuera sangriento y que careció de la
autonomía necesaria para defender los valores democráticos.
Por otro, la hipocresía de los gobiernos más conservadores de la región,
que se amparan en el pretexto de que el golpe supuestamente fue “legal”, pese a
la flagrante ausencia de garantías de debido proceso para el acusado. Además,
que apelan a la hojita de parra –acuñada cuando Honduras– de que las próximas
elecciones sanearán esta crisis, a sabiendas de que los golpistas las manejarán
según les convenga, para aplastar “legalmente” a quienes respaldaron a Lugo.
Para concluir resta preguntarse qué gobiernos son estos que las derechas
buscan derribar, de viejas o nuevas maneras. No son gobiernos revolucionarios.
Cierta izquierda les reprocha no ir más
allá de contrarrestar al neoliberalismo y humanizarle el rostro al capitalismo,
sin plantarse metas que rebasen este horizonte. Obvian el hecho de que su papel
es gobernar según el programa por el cual los ciudadanos les dieron el voto.
¿Qué sentido tiene pedirles un
desborde que sus electores no estarían dispuestos a sustentar y defender? La
respuesta está más en manos principalmente de los partidos. Para disponer de
gobiernos más revolucionarios hay que formar fuerzas sociales más radicales,
que los elijan, impulsen y sostengan. Como asimismo implica derrotar a las
derechas y a su ofensiva no solo en el campo
político‑electoral sino también en el programático, cultural y organizativo.
Solo eso posibilitará pasar de un horizonte postneoliberal a uno
postcapitalista.
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