Los que deciden continúan
dentro del viejo software cultural y social que coloca al ser humano en una
posición adánica, sobre la naturaleza, como su dominador y explotador, razón
fundamental de la actual crisis ecológica. No entienden al ser humano como
parte de la naturaleza y responsable por el destino común.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Decir que la Río+20 fue
un éxito no corresponde a la realidad, pues no se llegó a ninguna medida
vinculante, ni se crearon fondos para la erradicación de la pobreza ni
mecanismos para el control del calentamiento global. No se tomaron decisiones
para hacer efectivo el propósito de la Conferencia que era crear las
condiciones para el «futuro que queremos». En la lógica de los gobiernos está
no admitir fracasos, pero no por eso dejan de serlo. Dada la degradación
general de todos los servicios ecosistémicos, no progresar significa
retroceder.
En el fondo se afirma:
si la crisis se encuentra en el crecimiento, entonces la solución se obtiene
con más crecimiento todavía. Esto concretamente significa más uso de los bienes
y servicios de la naturaleza, lo que acelera su agotamiento, y más presión sobre
los ecosistemas, ya en sus límites. Datos de los propios organismos de la ONU
informan que desde la Río 92 ha habido una pérdida del 12% de la biodiversidad,
3 millones de metros cuadrados de bosques y selvas fueron derribados, se emitió
un 40% más de gases de efecto invernadero y cerca de la mitad de las reservas
mundiales de pesca han sido agotadas.
Lo que sorprende es que
ni el documento final ni el borrador muestren ningún sentido de autocrítica. No
se preguntan por qué hemos llegado a la situación actual, ni perciben,
claramente, el carácter sistémico de la crisis. Aquí reside la debilidad
teórica y la insuficiencia conceptual de éste y, en general, de otros
documentos oficiales de la ONU. Enumeremos algunos puntos críticos.
Los que deciden continúan
dentro del viejo software cultural y social que coloca al ser humano en una
posición adánica, sobre la naturaleza, como su dominador y explotador, razón
fundamental de la actual crisis ecológica. No entienden al ser humano como
parte de la naturaleza y responsable por el destino común. No han incorporado
la visión de la nueva cosmología que ve la Tierra como viva y al ser humano
como la porción consciente e inteligente de la propia Tierra, con la misión de
cuidar de ella y garantizarle sostenibilidad. La Tierra es vista tan solo como
un depósito de recursos, sin inteligencia ni propósito.
Acogieron la «gran
transformación» (Polanyi) al anular la ética, marginalizar la política e
instaurar como único eje estructurador de toda la sociedad la economía. De una
economía de mercado hemos pasado a una sociedad de mercado, separando la
economía real de la economía financiera especulativa, ésta dirigiendo a
aquella.
Confundieron desarrollo
con crecimiento, aquel como el conjunto de valores y condiciones que permiten
el la realización de la existencia humana, y éste como mera producción de
bienes a ser comercializados en el mercado y consumidos. Entienden la
sostenibilidad como la manera de garantizar la continuidad y la reproducción de
lo mismo, de las instituciones, de las empresas y de otras instancias, sin
cambiar su lógica interna y sin cuestionar los impactos que causan sobre todos
los servicios ecosistémicos. Son rehenes de una concepción antropocéntrica,
según la cual todos los demás seres solamente tienen sentido en la medida en
que se ordenan al ser humano, desconociendo la comunidad de vida, también
generada, como nosotros, por la Madre Tierra. Mantienen una relación
utilitarista con todos los seres, negándoles valor intrínseco y por eso calidad
de sujetos de respeto y de derechos, especialmente al planeta Tierra.
Por considerar todo
bajo la óptica de lo económico que se rige por la competición y no por la
cooperación, abolieron la ética y la dimensión espiritual en la reflexión sobre
el estilo de vida, de producción y de consumo de las sociedades. Sin ética ni
espiritualidad, nos hicimos bárbaros, insensibles a la pasión de millones y
millones de hambrientos y miserables. Por eso impera un individualismo radical;
cada país busca su bien particular por encima del bien común global, lo que
impide, en las Conferencias de la ONU, consensos y convergencias en la
diversidad. Y así, contentos y alienados, vamos al encuentro de un abismo,
cavado por nuestra falta de razón sensible, de sabiduría y de sentido transcendente
de la existencia.
Con estas
insuficiencias conceptuales, nunca saldremos bien de las crisis que nos asolan.
Este era el clamor de la Cúpula de los Pueblos que presentaba alternativas de
esperanza. En la peor de las hipótesis, la Tierra podrá continuar, pero sin
nosotros. Que no lo permita Dios, porque es «el soberano amante de la vida»,
como afirman las Escrituras judeocristianas.
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