Lo que agrava la crisis
es la persistente arrogancia occidental. Incluso en decadencia, los
occidentales se imaginan como la referencia obligatoria para todos.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
El conjunto de crisis
que avasalla a la humanidad nos obliga a parar y hacer un balance. Es el
momento filosofante de todo observador crítico, siempre que quiera ir más allá
de los discursos convencionales e intrasistémicos.
¿Por qué hemos llegado
a la situación actual que objetivamente amenaza el futuro de la vida humana y
de nuestra obra civilizatoria? Respondemos sin mayores justificaciones: los
principales causantes de este recorrido son aquellos que en los últimos siglos
detentaron el poder, el saber y el tener. Ellos se propusieron dominar la
naturaleza, conquistar el mundo entero, someter a los pueblos y poner todo al
servicio de sus intereses.
Para esto utilizaron un
arma poderosa: la tecnociencia. Por la ciencia identificaron cómo funciona la
naturaleza y por la técnica realizaron intervenciones para beneficio humano sin
reparar en las consecuencias.
Los señores que
realizaron esto fueron los europeos occidentales. Nosotros latinoamericanos
fuimos agregados a ellos a la fuerza como un apéndice: el Extremo Occidente.
Esos occidentales, sin
embargo, están hoy enormemente perplejos. Se preguntan aturdidos: ¿cómo podemos
estar en el ojo de la crisis si tenemos el mejor saber, la mejor democracia, la
mejor economía, la mejor técnica, el mejor cine, la mayor fuerza militar y la
mejor religión, el cristianismo?
Ahora estas
“conquistas” están puestas en entredicho, pues ellas, no obstante su valor, es
innegable que ellas no nos proporcionan ningún horizonte de esperanza. Sentimos
que el tiempo occidental se ha agotado y ha pasado ya. Por eso ha perdido
cualquier legitimidad y fuerza de convencimiento.
Arnold Toynbee,
analizando las grandes civilizaciones, notó esta constante histórica: siempre
que el arsenal de respuestas para los desafíos ya no es suficiente, las
civilizaciones entran en crisis, empiezan a descomponerse hasta que colapsan o
son asimiladas por otra. Esta trae renovado vigor, nuevos sueños y nuevos
sentidos de vida personales y colectivos. ¿Cuál vendrá? ¿Quién lo sabe? He aquí
la pregunta crucial.
Lo que agrava la crisis
es la persistente arrogancia occidental. Incluso en decadencia, los
occidentales se imaginan como la referencia obligatoria para todos.
Para la Biblia y para
los griegos este comportamiento constituía el supremo desvío, pues las personas
se colocaban en el mismo pedestal de la divinidad, considerada como la
referencia suprema y la Última Realidad. Llamaban a esa actitud hybris, es
decir, arrogancia y exceso del propio yo.
Fue esta arrogancia la
que llevó a Estados Unidos a intervenir con razones mentirosas en Irak, después
en Afganistán y antes en América Latina, sosteniendo durante muchos años
regímenes dictatoriales militares y la vergonzosa Operación Cóndor mediante la
cual centenares de líderes de varios países de América Latina fueron
secuestrados y asesinados.
Con el nuevo presidente
Barak Obama se esperaba un nuevo rumbo, más multipolar, respetuoso de las
diferencias culturales y compasivo con los vulnerables. Craso error. Está
llevando adelante el proyecto imperial en la misma línea del fundamentalista
Bush. No ha cambiado sustancialmente nada en esta estrategia de arrogancia. Al
contrario, inauguró algo inaudito y perverso: una guerra no declarada usando
“drones”, aviones no tripulados. Dirigidos electrónicamente desde frías salas
de bases militares en Texas atacan, matando a líderes individuales y a grupos
enteros en los cuales suponen que puede haber terroristas.
El propio cristianismo,
en sus distintas vertientes, se ha distanciado del ecumenismo y está asumiendo
rasgos fundamentalistas. Hay una disputa en el mercado religioso para ver cuál
de las denominaciones consigue reunir más fieles.
Hemos presenciado en la
Río+20 la misma arrogancia de los poderosos, negándose a participar y a buscar
convergencias mínimas que aliviasen la crisis de la Tierra.
Y pensar que, en el
fondo, solamente buscamos la sencilla utopía, bien expresada por Pablo Milanés
y Chico Buarque: “la historia podría ser un carro alegre, lleno de un pueblo
contento” .
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