El asunto no está en cómo
calificar a esos gobiernos y sus limitaciones, sino en cómo prever y
estructurar el paso a la siguiente etapa. Esto es, cómo realizar la formación,
concertación y acumulación –ideológica y organizativa– de las fuerzas sociales
apropiadas para impulsar esa transición, y sostenerla.
Nils Castro / Especial para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
Algunos críticos insisten en que la mayoría de los gobiernos
“progresistas” latinoamericanos administran una fase postneoliberal, pero no postcapitalista, del desarrollo de sus
sociedades, economías y Estados. No son revolucionarios, ya que el capitalismo
sigue siendo el horizonte de su gestión política. Esa observación es
descriptivamente correcta pero calla las razones de esa característica.
Con sus respectivos matices, esos gobiernos fueron electos a
consecuencia del daño y el rechazo sociales que las políticas neoliberales
acumularon en el pasado período. Son, pues, el resultado del voto
antineoliberal –pero no necesariamente
anticapitalista– de millones de ciudadanos. Voto captado, a su vez, por unas
izquierdas que ofrecieron programas electorales de baja intensidad, que
prometían subsanar los efectos más perversos del neoliberalismo, pero que no hablaban de remplazar al capitalismo.
Después del colapso del “socialismo” soviético todavía falta claridad
sobre qué es lo que cada pueblo podrá entender por socialismo y cómo
construirlo (y en ese contexto se ha instalado esa noción de “postcapitalista”,
cuyo sentido es aún más impreciso). Si la opción que habrá de remplazar al
capitalismo por ahora continúa así de indeterminada, difícilmente servirá para
movilizar a millones de votantes, si de democracia y votar se trata.
En otras palabras, esos gobiernos latinoamericanos lograron elegirse y
pueden sostenerse porque ofrecieron y cumplen programas que la mayoría
ciudadana ya podía asumir (aunque algunos críticos dictaminen que, para el
largo plazo histórico, esos no son los
proyectos filosóficamente más correctos…). Su elección se hizo posible porque
esos programas han sido programas políticamente acertados. En particular, ante
una mayorías electorales que aspiran a un cambio sin riesgos, escaseces,
hiperinflaciones ni sobresaltos.
Aún así, estos gobiernos progresistas son bastante más fructíferos que
aquellos que, en tiempos de las teorías prosoviéticas, eran quiméricamente
postulados como gobiernos “demócratico‑revolucionarios”. Son progresistas
respecto al pasado reciente y son progresistas porque han extirpado parte de la
herencia neoliberal y, sobre todo, porque le han dado oportunidad de
ciudadanía, empleo, alimentación y escolarización a millones de
latinoamericanos, y porque impulsan la integración regional y han recobrado
soberanía nacional.
En el ínterin, ese progresismo se asocia a cuatro aspiraciones: una
participación más autodeterminada y eficiente en el mercado global; el reparto
más justo de un mayor porcentaje de la riqueza social generada por esa
participación; solidaridad política latinoamericana y mayor acotamiento de la
influencia de los Estados Unidos en la región. Sin embargo, para la mayoría de
los electores lo que vale es la mejoría de sus expectativas personales y
familiares, y de sus posibilidades de organizarse para participar en la
modelación del futuro previsible.
Ahora, frente a la consistente contraofensiva de las viejas y las nuevas
derechas locales e imperiales, incluso los profetas más críticos admiten, si no
defender a estos gobiernos, al menos protestar cuando se intenta derrocarlos.
Obviamente, más vale la moderación de monseñor Lugo, que iniciaba una
perspectiva democratizadora, que el previsible retorno de la barbarie
stroessnerista y la consiguiente reinstalación de un baluarte regional de la
reacción.
Así pues, el asunto no está en
cómo calificar a esos gobiernos y sus limitaciones, sino en cómo prever y
estructurar el paso a la siguiente etapa. Esto es, cómo realizar la formación,
concertación y acumulación –ideológica y organizativa– de las fuerzas sociales
apropiadas para impulsar esa transición, y sostenerla. Más que una tarea de los
gobiernos progresistas y de los gurúes filosóficos esto es la misión principal
de los partidos y movimientos revolucionarios, una misión que desde ningún
sectarismo se podrá cumplir.
Al fin y al cabo, para tener gobiernos que vayan más allá, antes habrá
que contar con mayorías ciudadanas que quieran emplazarlos y sostenerlos.
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