A Venezuela, a su
pueblo y al presidente Chávez le cobran ese arrebato de rebeldía que desde
finales del siglo XX, cuando EE.UU creía incontestable su hegemonía, impulsó la
ola de insurrección popular y democrática que ha venido reconfigurando el mapa
político, social, económico y cultural
en nuestra América. Tal y como lo hizo Cuba, en otro contexto, hace más
de medio siglo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Para el candidato republicano Mitt Romney, Chávez representa una amenaza para la seguridad de EE.UU. |
El primero de los tres
grandes procesos electorales americanos del 2012, por la dimensión geográfica y
estratégica de los países involucrados, se consumó en México, en el mes de
julio, con un desenlace polémico y cuestionado en su legalidad, aunque de algún
modo previsible: el triunfo de la derecha arropada bajo la bandera del PRI y el
candidato de la telecracia Enrique
Peña Nieto. Precedido de un golpe de Estado “suave”
en Paraguay, lo ocurrido en el proceso electoral mexicano confirmó que las
oligarquías y grupos dominantes están dispuestos a todo para recuperar el
poder. Y más grave aún, saben que cuentan para ello con el apoyo –expreso,
cuando es posible; y tácito, cuando así conviene- de los EE.UU, que tan solo un
día después de realizados los comicios en México, por medio de la vocera del
Departamento de Estado, felicitó al vencedor de “unas elecciones limpias y
justas” (El Universal, 02/07/2012). Una actitud que
contrasta con la beligerancia que tendría Washington si las acusaciones de
fraude y compra de votos su hubiesen presentado contra candidatos del
oficialismo en Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina, por ejemplo.
En el calendario
electoral, las siguientes estaciones son
Venezuela, en octubre, y los EE.UU en el mes de noviembre. En el país
suramericano, prácticamente todas las encuestas publicadas auguran un nuevo
triunfo de Hugo Chávez, situación que podría revertirse si se presenta algún
incidente imprevisto con la salud del presidente (aunque muchos analistas lo
observan en plenitud de condiciones para la contienda) o, como ha sido
planteado en distintas hipótesis, si finalmente se ejecuta alguna maniobra
antidemocrática de desestabilización por parte de la derecha y grupos radicales
de la oposición; paramilitares colombianos y venezolanos a sueldo; o la acción
concertada de estos actores con el imperialismo vía “agencias de cooperación
internacional”.
Hay elementos
suficientes para no descartar esta posibilidad: como lo señala el politólogo
argentino Atilio Borón, el
objetivo inmediato de EE.UU en América Latina es acabar con Chávez. A las
tesis del magnicidio o el desconocimiento de los resultados electorales del 7
de octubre por parte de la oposición, se suma ahora la reciente aparición
pública del expresidente Álvaro Uribe, como fuerza de agitación política en la
frontera colombo-venezolana y con estrechos vínculos con distintos personajes
de la oposición; es decir, factores de
potencial riesgo para el proceso democrático en Venezuela.
En EE.UU, el tema del
futuro del presidente Chávez y la Revolución Bolivariana también empieza
posicionarse en el debate de los candidatos, que lucen en situación de empate
técnico en las encuestas. En un país preso del pánico por la crisis económica,
los actos de terrorismo interno –producto de la cultura de la violencia y el
consumo que exportan globalmente-, y las “amenazas externas” que construyen sus
mandos políticos y militares, la aparición de un enemigo más contribuye a
movilizar a los votantes a través del miedo.
El candidato
republicano Mitt Romney ha declarado a la prensa que Chávez representa uno de
los mayores peligros para la seguridad de los EE.UU y para la misión que Dios
le dio a este país de liderar el mundo. Romney expresa así el delirio rojo de las pesadillas y
prejuicios de la clase política y los grupos dominantes, y al mismo tiempo, los
deseos febriles de las derechas latinoamericanas de acabar, lo antes posible,
con los líderes y gobiernos progresistas y nacional-populares.
El presidente Barack
Obama, por su parte, juega sus cartas con más cautela: niega ante los medios de
comunicación cualquier injerencia negativa de Chávez en la seguridad interna
estadounidense, pero avanza sus “estrategias inteligentes” contra Venezuela y
sus aliados del ALBA; y profundiza la alianza comercial y militar con Colombia,
para vigilar y contener a Venezuela, y de paso a Brasil, con un amplio cerco de
bases militares y operaciones conjuntas con ejércitos “amigos”.
Taimado y osado a la
vez, el flamante premio Nobel de la paz ha llevado la guerra imperialista más
lejos de lo que nadie imaginó en los días de su primera campaña, cuando
criticaba el militarismo de G.W. Bush: primero a Libia, ahora a Siria, y
después a Irán. Obama sabe bien que exhibir la derrota de los enemigos, su
caída y eventualmente su muerte, tiene un enorme valor propagandístico y
electoral. En poco más de un año, las cabezas de Osama Bin Laden y Muammar
Gaddafi, asesinados sin que se les juzgara por los delitos imputados como
justificación de las intervenciones militares en territorio extranjero, calmaron
la sed de sangre de quienes, dentro y fuera de los EE.UU, veían al mandatario
como una figura blanda y demasiado “liberal” para el gusto y la tolerancia del
establishment norteamericano.
¿Cuánto significaría
ahora, en la delicada coyuntura que vive la sociedad estadounidense, que el
inquilino de la Casa Blanca presentara, antes de las elecciones de noviembre,
la caída de Chávez como trofeo de guerra y prueba del éxito de su política
exterior en América Latina?
Seguramente sería un
escenario oscuro y nefasto para las fuerzas de cambio y los movimientos
sociales latinoamericanos, pero, al fin y al cabo, es un escenario posible
vistos los acontecimientos sufridos en la región durante los últimos años.
Insistimos: lo que el imperio perdió en las calles y las urnas -porque ahí fue
derrotado el neoliberalismo y el vasallaje-, lo intentará recuperar a cualquier
precio y sin escatimar empeños por salvaguardar las formas de la democracia
representativa.
Es que a Venezuela, a
su pueblo y al presidente Chávez le cobran ese arrebato de rebeldía que desde
finales del siglo XX, cuando EE.UU creía incontestable su hegemonía, impulsó la
ola de insurrección popular y democrática que ha venido reconfigurando el mapa
político, social, económico y cultural
en nuestra América. Tal y como lo hizo Cuba, en otro contexto, hace más
de medio siglo.
Y hoy, como ayer, Cuba
y Venezuela duelen de manera especial a
los imperialistas.
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