Estos dos documentos son
faros que nos guían en estos tiempos sombríos, capaces de devolvernos la
necesaria esperanza de que todavía podemos salvar la Casa Común y a nosotros
mismos.
Leonardo Boff / Servicios
Koinonia
La encíclica “Cuidado de
la Casa Común” y la “Carta de la Tierra” tal vez sean los dos únicos documentos
de relevancia mundial que presentan tantas afinidades comunes. Tratan del
estado degradado de la Tierra y de la vida en sus varias dimensiones, fuera de
la visión convencional que se restringe al ambientalismo. Se inscriben dentro
del nuevo paradigma relacional y holístico, el único, así nos parece, capaz de
darnos todavía esperanza.
La encíclica conoce la
Carta de la Tierra que cita en uno de los puntos más fundamentales: «me atrevo
a proponer nuevamente su precioso desafío: como nunca antes en la historia, el
destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo» (nº 207). Ese
nuevo comienzo es asumido por el Papa. Enumeremos, entre otras, algunas de esas
afinidades.
En primer lugar aparece
el mismo espíritu que atraviesa los textos: de forma analítica, recogiendo los
datos científicos más seguros, de forma crítica, denunciando el actual sistema
que produce el desequilibrio de la Tierra, y de forma esperanzadora, apuntando
salidas salvadoras. No se rinde a la resignación sino que confía en la
capacidad humana de forjar un nuevo estilo de vida y en la acción innovadora
del Creador, “soberano amante de la vida” (Sab 11,26).
Hay un mismo punto de
partida. Dice la Carta: «Los patrones dominantes de producción y consumo están
causando devastación ambiental, agotamiento de recursos y una extinción masiva
de especies» (Preámbulo, 2). Repite la encíclica: «basta mirar la realidad con
sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común… el actual
sistema mundial es insostenible desde diversos puntos de vista» (n. 61).
Hay la misma propuesta.
Afirma la Carta: «Se necesitan cambios fundamentales en nuestros
valores, instituciones y formas de vida» (Preámbulo, 3). La encíclica enfatiza:
«Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos
en los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras
consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad» (n. 5).
Una gran novedad, propia
del nuevo paradigma cosmológico y ecológico, es esta afirmación de la Carta:
«Nuestros retos ambientales, económicos, políticos, sociales y espirituales,
están interrelacionados y juntos podemos forjar soluciones incluyentes»
(Preámbulo, 3). Hay un eco de esta afirmación en la encíclica: «hay algunos
ejes que atraviesan toda la encíclica: la íntima relación entre los pobres y la
fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado,
la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el
valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología y la propuesta
de un nuevo estilo de vida» (n. 16). Aquí toma valor la solidaridad entre
todos, la sobriedad compartida y «pasar de la avidez a la generosidad y a saber
compartir» (n. 9).
La Carta afirma que «hay
un espíritu de parentesco con toda la vida» (Preámbulo 4). Lo mismo afirma la
encíclica: «Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos
como hermanos y hermanas… y nos unimos también, con tierno cariño, al
hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la Madre Tierra» (n. 92). Es
la franciscana fraternidad universal.
La Carta De la Tierra
enfatiza que es nuestro deber «respetar y cuidar de la comunidad de vida…
respetar la Tierra en toda su diversidad» (I,1). Toda la encíclica, comenzando
por el título “cuidar de la Casa Común” hace de ese imperativo una especie de ritornelo.
Propone «alimentar una pasión por el cuidado de mundo» (n. 216) y «una cultura
del cuidado que impregne toda la sociedad» (n.231). Aquí surge el cuidado
no como mera benevolencia puntual sino como un nuevo paradigma, amoroso y amigo
de la vida y de todo lo que existe y vive.
Otra afinidad importante
es el valor asignado a la justicia social. La Carta mantiene una fuerte
relación entre ecología y «la justicia social y económica» que «protege a los
vulnerables y sirve a aquellos que sufren» (n.III,9 c). La encíclica alcanza
uno de sus puntos altos al afirmar «que un verdadero planteo ecológico debe
integrar la justicia para oír tanto el grito de la Tierra como el grito
de los pobres» (n.49; 53).
Tanto la Carta de la
Tierra como la encíclica subrayan contra el sentido común vigente que «cada
forma de vida tiene valor, independientemente de su uso humano» (I, 1, a). El
Papa reafirma que «todas las criaturas están conectadas, cada una debe ser
valorada con afecto y admiración, y todos los seres nos necesitamos unos a
otros» (n.42). En nombre de esta comprensión hace una vigorosa crítica al
antropocentrismo (nn.115-120), pues solamente ve la relación del ser humano con
la naturaleza usándola y devastándola y no al contrario, olvidando que él forma
parte de ella y que su misión es la de ser su guardián y cuidador.
La Carta de la Tierra
formuló una definición de paz de las más felices que han sido elaboradas por la
reflexión humana: «la plenitud que resulta de las relaciones correctas consigo
mismo, con otras personas, con otras culturas, con otras vidas, con la Tierra y
con el Todo del cual somos parte» (16, f). Si la paz, según el Papa Pablo VI,
es «el equilibrio del movimiento» entonces la encíclica dice que el «equilibrio
ecológico tiene que ser el interior con uno mismo, el solidario con los demás,
el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios» (n.210). El
resultado de ese proceso es la paz perenne tan ansiada por los pueblos.
Estos dos documentos son faros que nos guían en estos tiempos sombríos, capaces de devolvernos la necesaria esperanza de que todavía podemos salvar la Casa Común y a nosotros mismos.
Estos dos documentos son faros que nos guían en estos tiempos sombríos, capaces de devolvernos la necesaria esperanza de que todavía podemos salvar la Casa Común y a nosotros mismos.
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