El gobierno brasileño se
defiende contra las cuerdas, el uruguayo enfrenta una exitosa huelga general,
en Venezuela hay saqueos, en Bolivia dinamitazos y protesta indígena. ¿Qué pasa
con los gobiernos “progresistas”?
Guillermo Almeyra / LA JORNADA
Protestas en Belo Horizonte contra el gobierno de Brasil. |
Dicha ola estuvo marcada
por el éxito electoral en México de 1988 del movimiento de Cuauhtémoc Cárdenas
que instauró desde entonces en el país la fase de los fraudes masivos, por el caracazo
(con la masacre del 28 de febrero de 1989) y la posterior sublevación
chavista, por el derrocamiento de dos presidentes ecuatorianos en los 90 por el
movimiento indígena ecuatoriano y su CONAIE, creada en los 80, por el
levantamiento zapatista en Chiapas en 1994 y culminó con el estallido social en
Argentina de 2001 y el derrocamiento del presidente boliviano Gonzalo Sánchez
de Lozada en 2003 como consecuencia de la llamada “guerra del gas”. Hugo Chávez
llegó al gobierno venezolano en 1998, Néstor Kirchner en 2003, Evo Morales, en
Bolivia, y Tabaré Vázquez, del Frente Amplio en Uruguay, en 2005, Rafael
Correa, en Ecuador, en 2007.
Desde entonces Sudamérica
vive con gobiernos denominados “progresistas” formados por personas no
pertenecientes a las clases dominantes pero que son también independientes en
buena medida de los sectores populares, pues aunque en Bolivia Evo Morales se
apoya en las direcciones de los movimientos sociales organizados en el
Movimiento al Socialismo (MAS), éste no cogobierna. Esos gobiernos –mezcla rara
de algunos militantes honestos con aventureros y paternalistas burocráticos–
canalizaron, controlaron e institucionalizaron los movimientos sociales tratando
de integrarlos en el Estado capitalista, al que mantuvieron sin cambios.
Los gobiernos
“progresistas” dirigen países capitalistas dependientes, productores de
materias primas. No han tocado sino muy tangencialmente las bases del poder de
las oligarquías locales y del capital financiero internacional que controla sus
respectivas economías y siguieron aplicando fundamentalmente una política
neoliberal a la que agregaron algunas políticas distributivas para sostener el
mercado interno y medidas asistencialistas para reducir la pobreza y mantener
el consumo. No cuestionaron la renta minera, la renta agraria, el poder de los
bancos extranjeros, no afectaron la propiedad agraria: simplemente contaron con
un periodo mundial de altos precios de las materias primas que sus países
exportan –petróleo, minerales, soya, granos, productos agrícolas y ganaderos–
para llevar a cabo sus políticas asistencialistas intentando, cuando mucho,
disputar a los rentistas tradicionales parte de la renta. Venezuela estatizó el
petróleo y la renta petrolera pero no modificó el resto de la economía, que
siguió dependiendo de la exportación de combustible.
La crisis capitalista
mundial redujo la demanda de minerales y materias primas y el precio de esas commodities
bajó y seguirá bajando, sobre todo el del petróleo si Irán envía al mercado el
que tiene acumulado por el embargo imperialista. El petróleo barato, por
fortuna para los pueblos y el ambiente, hace incosteable la producción del fracking
y frena las inversiones; el mismo efecto tiene la caída del precio de los
minerales, que protege transitoriamente al agua de su explotación salvaje
capitalista. Pero la política neodesarrollista, extractivista a cualquier costo
ambiental, social, político, subsiste sin modificaciones. Sólo que ya no hay
excedentes de divisas fuertes que permitan combinar esa política con el
distribucionismo, el asistencialismo, el clientelismo.
Los gobiernos
“progresistas” se encuentran así atrapados por una tenaza, un brazo de la cual
–las exigencias populares– comienza a apretarlos mientras el otro –el control
de las bases de la economía por el gran capital, sobre todo extranjero– aumenta
también su presión. Los capitales que antes aprovechaban incluso las
concesiones de los gobiernos “progresistas” y fomentaban la corrupción no se
contentan ya con aquéllas y hallan que ésta es carísima e intolerable (ver los
casos argentino o brasileño).
Los paliativos (comercio
intrarregional, Mercosur, apoyo financiero de China, Rusia o el BRICS) son ya
insuficientes o imposibles por la crisis: se necesitan cambios estructurales
que establezcan sí nuevas relaciones entre los países, pero sobre la base de
medidas anticapitalistas. Pero los gobiernos “progresistas” no están preparados
desde ningún punto de vista –ideológico, organizativo, moral– para una política
que de forma consecuente y seria adopte medidas parciales que afecten al gran
capital: nacionalización de los bancos, control de cambios, medidas de reforma
agraria y o de restructuración del territorio para privilegiar trabajo, defensa
del agua y del ambiente, consumos populares, monopolio estatal del comercio
exterior, control del lavado de dinero, por ejemplo. Ellos temen más la
movilización popular de sus mismas bases de apoyo que caer superados por la
derecha que, en todo el mundo, pisotea todo en su ofensiva, como lo demuestra
el ejemplo de Grecia. No se puede esperar nada de esos gobiernos, impotentes o
cómplices de los explotadores. Corresponde a los trabajadores estudiar los
problemas regionales y nacionales, buscarles soluciones, luchar por la
hegemonía política y cultural superando las divisiones, el simple gremialismo,
el electoralismo ciego, el sectarismo castrante.
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