Una de las pocas ventajas
de las grandes crisis es que nos ayudan a descorrer el velo con el cual el
sistema encubre y disimula sus modos de oprimir. En este sentido la crisis que
vive Grecia puede ser fuente de aprendizajes.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Para ello propongo
dejarnos inspirar en el largo camino recorrido por Karl Polanyi al escribir La
gran transformación. Para comprender el ascenso del nazismo y del fascismo
se remontó a los orígenes del liberalismo económico, situados en la Inglaterra
de David Ricardo.
El capitalismo de libre
mercado, los mercados no regulados, desarticuló las relaciones sociales y
destruyó comunidades sometiendo a los individuos, desgajados de sus pueblos, al
hambre y la humillación. El cercamiento de los campos –inicio de este proceso–
fue una revolución de los ricos contra los pobres, dice Polanyi. Luego de la
Paz de Cien Años se produjo la desintegración de la economía mundial y “el
Estado liberal se vio remplazado en numerosos países por dictaduras
totalitarias” (La Piqueta, 1997, p. 62).
La transformación que
estamos viviendo en las últimas décadas ha sido analizada como la hegemonía de
la acumulación por desposesión (o despojo), como señala David Harvey en El
nuevo imperialismo (Akal, 2004). Las raíces de este proceso, siguiendo los
pasos de Immanuel Wallerstein y Giovanni Arrighi, hay que buscarlas en las
luchas obreras de la década de 1960 (y de 1970 en América Latina), que
desarticularon la disciplina fabril neutralizando el fordismo-taylorismo, una
de las bases de los estados de bienestar. La clase dominante decidió pasar de
la hegemonía de la acumulación por reproducción ampliada a la dominación
mediante acumulación por saqueo.
Sin embargo, el concepto
de acumulación por desposesión no se detiene en el tipo de Estado adecuado para
esta etapa. El régimen político para imponer el robo/despojo no puede ser el
mismo que en el periodo en el que se apostó a la integración de los
trabajadores como ciudadanos. Este es, a mi modo ver, el núcleo de las
enseñanzas de las crisis griega (y de las crisis en varios procesos
latinoamericanos).
Estamos ante el fin de un
periodo. Una nueva gran transformación sistémica, que incluye por lo menos tres
cambios trascendentes, que deberían tener su correlato en el ajuste de las
tácticas y estrategias de los movimientos antisistémicos.
El primero ya fue
mencionado: el fin del estado de bienestar. Incluso en América Latina en la
segunda posguerra asistimos a un relativo desarrollo industrial, la
adjudicación de derechos a las clases trabajadoras y a su progresiva e
incompleta inserción como ciudadanos. La desindustrialización y la
financiarización de las economías, a caballo del Consenso de Washington,
enterraron aquel desarrollismo.
La segunda transformación
es el fin de la soberanía nacional. Las decisiones importantes, tanto las
económicas como las políticas, pasaron a tomarse en ámbitos fuera del control
de los estados nacionales. La reciente “negociación” entre el gobierno griego y
el eurogrupo muestra claramente el fin de la soberanía. Es cierto que muchos
gobernantes, de derecha e izquierda, naufragan entre la falta de escrúpulos y
la falta de proyecto. Pero no es menos cierto que el margen de acción del Estado-nación
es mínimo, si es que existe.
El tercero es el fin de
las democracias, estrechamente ligado al fin de la soberanía nacional. De esto
no se quiere hablar. Quizá porque son muchos los que viven de las migajas de
los cargos públicos. Pero es uno de los núcleos de nuestros problemas. Cuando
el uno por ciento tiene secuestrada la voluntad popular y el 62 por ciento es
sometido al 1 por ciento; cuando esto sucede una y otra vez en uno y otro país,
es porque algo no funciona. Y eso que no funciona se llama democracia.
Creer en la democracia,
que no es sinónimo de ir a las elecciones, es un grave error estratégico.
Porque creer en la democracia es desarmar nuestros poderes de clase (léase de
trabajadores, mujeres pobres, indios, negros y mestizos, sectores populares y
campesinos sin tierra, pobladores de periferias, en fin, todos los abajos).
Porque sin esos poderes, los llamados “derechos democráticos” son papel mojado.
La democracia funciona
desarmando nuestros poderes. Y aquí es necesario introducir varias
consideraciones.
Una. Democracia no es lo
opuesto a dictadura. Vivimos la dictadura del capital financiero, de pequeños
grupos que nadie eligió (como la troika) e imponen políticas económicas
contra las mayorías, entre otras cosas porque los que llegan al gobierno son
comprados o amenazados de muerte, como bien nos recuerda Paul Craig Roberts:
“Es muy posible que los griegos sepan que no pueden declarar suspensión de
pagos e irse, pues si lo hacen serán asesinados. Seguramente se los han dejado
muy claro” (http://goo.gl/rAoXbG). Sabe lo que dice,
porque viene de allá arriba.
Dos. Desde que la
burguesía aprendió a manejar el deseo y la voluntad de la población por medio
del marketing, imponiendo el consumo de mercancías absurdas e
innecesarias, la democracia está sometida a las técnicas de mercadeo. La
voluntad popular nunca alcanza a expresarse en las instituciones estatales, en
los términos y códigos que las clases populares emplean en sus
espacios-tiempos, sino mediada y tamizada hasta ser neutralizada.
Tres. Los poderes de
clase han sido codificados en derechos. No es lo mismo reunirse, publicar
folletos o crear mutuales con base en las propias fuerzas y sorteando la
represión, que dejar que los estados regulen y disciplinen esos modos de hacer
por medio de subsidios. La represión es a menudo el primer paso para conseguir
la “legalización”.
Ahora el problema es
nuestro. Podemos seguir, como hasta ahora, poniendo todo en las elecciones, en
las marchas y los actos, en las huelgas reguladas, y así. Nada de lo anterior
es descartable por alguna razón de principios. El problema está en construir
una estrategia centrada en esas herramientas, reguladas por los de arriba. “Las
herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”, escribió la feminista
negra Audre Lorde.
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