Francisco está
demostrando que la Iglesia se halla en una encrucijada: se renueva o muere. No
es casual, entonces, que su evangelio incomode a los cardenales conspiradores
del Vaticano, que quieren hacer una nueva Santa Alianza guerrera y
oscurantista, e incendiar el mundo en defensa de mezquinos privilegios con la
única finalidad de la ganancia acumulativa.
José
Steinsleger / LA JORNADA
No
hay devoto más necio que un ateo recalcitrante. Y viceversa. El uno piensa que
el peaje al reino de Dios es negociable. El otro cree que negar su existencia
es más fácil que pasar por el ojo de la aguja. El primero enaltece lo
intangible, el alma, lo espiritual. El segundo, lo concreto, el cuerpo, lo
material. Flojera de mollera que, en ambos, doblegan los atributos (¿divinos?)
de su razón.
Pero en el siglo pasado
vivió Pierre Teilhard de Chardin (1885-1955), jesuita, científico
(paleontólogo) y filósofo notable que, por su cuenta, planteó en el seno de la
Iglesia superar el dogma de los soldados de Loyola. Que desde el Concilio de
Trento (1541-63) enfrentaban a los protestantes con el rancio pensamiento de
Agustín de Hipona: “Dios y el alma. Nada más”.
Formado en la
inescrutable Compañía de Jesús (aunque tomando distancia de ella cuando la
razón lo exigía), Teilhard de Chardin contribuyó a superar el dilema que
atenazaba a millones de católicos: ¿era posible renovar la fe, y pensar sin
obstinación? Sin querer, él sintonizaba con el satírico, influyente y católico
escritor inglés G. K. Chesterton, quien decía que las ideas cristianas se
habían vuelto “locas”.
En todo caso, y como bien
observó el marxista y politólogo argentino Rodolfo Puiggrós (1906-80), las
ideas cristianas “…ya estaban locas al quebrarse la unidad teológica de la alta
Edad Media (desde la caída del imperio romano en 476, hasta inicios del siglo
XI), cuando la enajenación religiosa embargaba la totalidad de la conciencia
del hombre, y no han recuperado su original correspondencia con la realidad
social” ( Juan XXIII y la tradición de la Iglesia, Ed. Jorge Álvarez,
Buenos Aires, 1968, p. 184).
Amurallada en los viejos
dogmas, la Iglesia condenó a Teilhard de Chardin. Le impidió el acceso a
cátedras y le prohibió escribir sobre filosofía. Dos años después de su muerte,
el Santo Oficio decretó: “…sus libros deben ser retirados de las bibliotecas de
los seminarios y de las instituciones religiosas, no se los debe vender en las
librerías católicas, y no deben traducirse a otros idiomas”.
Fue en vano. Los libros
de Teilhard de Chardin no permanecieron quietos en los estantes. “Tenían alas
como los de Abelardo”, dice Puiggrós. Así, la Iglesia no pudo evitar que
“…monjes, clérigos, feligreses, creyentes, ateos, buscaran en el pensamiento
del sabio jesuita respuestas a un mundo en crisis” (id. ant.). Entre ellos,
Angelo Giuseppe Roncalli, luego Juan XXIII (1958-1963). Y uno más: el joven
seminarista y técnico químico de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, a quien
por un pelito de diferencia el Colegio Cardenalicio eligió papa el 13 de marzo
de 2013.
Imposible asegurar que
Bergoglio (luego Francisco), llegó al trono de Pedro gracias a su lectura de
Teilhard de Chardin. No obstante, en poco más de dos años parecería que su
pensamiento sintoniza con las ideas del jesuita francés, en el sentido de que
los hombres avanzan por etapas contradictorias. Y que si al orbe católico le
interesa renovarse, debe comprender lo que sucede en el mundo, e ir al
encuentro de las aspiraciones revolucionarias de las masas.
Hijo legítimo de América,
bien sabe Francisco que “…la doctrina de la Conquista fue elaborada por los teólogos
juristas españoles durante la crisis religiosa que dividió a los europeos en
reformistas y contrarreformistas. Crisis que reflejaba la descomposición del
sistema feudal y estimuló las tendencias hacia la monarquía absoluta, en
desmedro del poder de los señores y con ventajas para la incipiente burguesía”
(Puiggrós).
Francisco está
demostrando que la Iglesia se halla en una encrucijada: se renueva o muere. No
es casual, entonces, que su evangelio incomode a los cardenales conspiradores
del Vaticano, que quieren hacer una nueva Santa Alianza guerrera y
oscurantista, e incendiar el mundo en defensa de mezquinos privilegios con la
única finalidad de la ganancia acumulativa.
Dijo Teilhard de Chardin
en El fenómeno humano (1950): “El hombre se perfecciona por medio de su
mayor capacidad de reflexión, mas no ya por la reflexión de un individuo sobre
sí mismo, sino de millones de reflexiones que se buscan y se refuerzan”.
De ahí las estimulantes
palabras que en días pasados Francisco dirigió a los movimientos sociales en
Bolivia: “…el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes
dirigentes, las grandes potencias y las élites. Está, fundamentalmente, en
manos de los pueblos”.
Resulta poco serio, por
consiguiente, atribuir pontificados como los de Juan XXIII o Francisco a
“maniobras especulativas” de la Iglesia para prolongar la vigencia de una
institución con mil 500 años de existencia.
En Francisco, los pueblos
oprimidos encontraron a un nuevo y formidable aliado. Por ello, sus enemigos
también son los nuestros: la mitad del Vaticano, el one per cent que
posee las riquezas del mundo, y los devotos o ateos de pacotilla que,
sintiéndose depositarios de la verdad absoluta o escudándose en el derecho a
“pensar distinto”, practican la deshonestidad intelectual.
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