Los Estados Unidos, con 300 millones de habitantes, tienen un ejército
de más de un millón de efectivos. Colombia, con 48 millones de habitantes,
tiene un ejército de más de 500.000. Colombia debería ser, pues, uno de los
países más seguros del mundo.
Pero seis millones de
hectáreas arrebatadas a sus dueños, seis millones de ciudadanos desplazados,
una aterradora lista de masacres desde 1946, la mayor cifra de desaparecidos en
la mayor impunidad, una guerra de guerrillas de 50 años y diez millones de
colombianos en el exilio demuestran que las soluciones para un país como
Colombia no son ni fueron nunca militares.
La función de ese inmenso
ejército no parece ser la defensa de las fronteras. Es más, recientemente hemos
perdido una parte considerable de nuestro mar territorial. Su misión es la de
defender el orden público, que sin embargo ha padecido violencia por 80 años.
La porción del presupuesto nacional que consume es elevadísima, y la principal
justificación de ese presupuesto son los ocho, o diez, o veinte mil
guerrilleros alzados contra el orden legal. ¿Por qué no han podido
exterminarlos en 50 años? Porque la guerra de guerrillas es imposible de
controlar. No es una guerra regular: atacan y desaparecen. Y si nadie pudo
acabar con el Ira en ese campo de flores que es Irlanda, y si nadie pudo acabar
con Eta, en ese bosque sereno que es el país vasco, ¿cómo acabar con las
guerrillas en esta selva equinoccial, en estos páramos de niebla, en esta
jungla inaccesible? Nada como el gobierno de Uribe Vélez, con su guerra total,
demostró que era necesaria una negociación.
Lo más alarmante es que
este ejército descomunal a partir de cierto momento no consiguió proteger a los
ciudadanos amenazados por una lucha guerrillera que, lejos de atacar el poder
central, terminó cebada con los pequeños propietarios y con la clase media que
viajaba por las carreteras. Este ejército acabó permitiendo y a veces
propiciando la formación de ejércitos paralelos, y todos vimos inermes en
Colombia cómo la justicia constitucional cedía paso a la justicia por mano
propia, al crimen disfrazado de justicia, armando ejecuciones atroces en las
plazas de los pueblos, a menudo con la complicidad de las fuerzas armadas.
El espanto final fue ver
cómo el ejército proporcionalmente más grande del continente, en vez de
combatir a sus enemigos, se aplicaba a disfrazar de guerrilleros a jóvenes
humildes de las barriadas y presentarlos como éxitos de la política de guerra,
en un holocausto del que los únicos que no se enteraban eran el ministro de
Defensa y el presidente de la República.
Ahora Santos, que subió al
poder entonando el hosana del “mejor Gobierno de la historia”, mira en el
espejo retrovisor y declara que los dineros de la salud fueron robados por los
paramilitares en los gobiernos precedentes. Y Uribe, que se ve atacado de ese
modo por su heredero, le recuerda que Santos era ministro de Defensa, y que si
los paramilitares robaron el tesoro público es porque él lo permitió. Con lo
cual admite que no puede haber paramilitarismo sin la complicidad del Estado y
de los altos poderes.
También él podría mirar
en el retrovisor para ver a Santos en todos los espejos anteriores, como
ministro de Defensa, de Hacienda, de Comercio Exterior, como alto funcionario
de la Federación de Cafeteros, como propietario del más influyente diario
nacional. Con acceso a esas fuentes uno no puede alegar ignorancia, con esas
responsabilidades uno no puede alegar inocencia.
Pero Santos, que ya lleva
cinco años gobernando, y estuvo en todos los gobiernos anteriores, se sigue
ofreciendo como una esperanza. Colombia será la más educada en el 2025, la más
moderna en el 2018, y la paz está, como siempre, a las puertas.
Ambos quieren acabar con
la guerra, pero pretenden no tener ninguna responsabilidad en ella. Acusan a la
guerrilla de ser responsable de todas las violencias colombianas y se sienten
con derecho a ser los impugnadores del mal, a señalar a los culpables.
Mi opinión es que la
guerrilla es responsable de muchos crímenes, de muchas atrocidades y de muchas
locuras, pero que no lo habría sido si este país no hubiera crecido bajo el
arrogante poder de los Santos y de los López, de los Gómez y de los Uribes, que
convirtieron sus discordias en las discordias de todos. Esos viejos
conservadores y esos viejos liberales que mataron a Gaitán son los responsables
de las guerrillas, del narcotráfico y de los paramilitares, porque ya
gobernaban a este país mucho antes de las guerrillas, de los narcotraficantes y
de los paramilitares.
Durante 50 años
justificaron la guerra, hicieron la guerra, nos ordenaron la guerra, y
perseguían al que no la quisiera. Ahora quieren la paz, pero una paz sólo suya,
con sus métodos herméticos y ocultos a la manera de Santos, con sus sistemas de
guerra implacable y de arbitrariedad militar a la manera de Uribe, pero sin
cambiar en nada la injusticia que hizo nacer la guerra, y para seguir siendo
los dueños del país, los arrogantes dueños de sus soluciones.
Tiene que haber en el
Ejército alguien que entienda que el honor de las armas de la República exige
poner fin a esta guerra y a todas las degradaciones que trajo sobre el país
entero. Tiene que haber en el Estado muchos que sepan que necesitamos un nuevo
orden de grandeza y de generosidad, no esta feria de vanidades, de violencias y
de indignidad. Tiene que haber en la sociedad millones de ciudadanos que sepan
que merecemos una paz verdadera, no apenas decretada por las élites
militaristas sino construida por los ciudadanos. Que el país no necesita
limosna sino empleo, que los jóvenes no necesitan armas sino horizontes de
futuro en diálogo con el mundo.
Porque hasta ahora todos,
incluida la izquierda parlamentaria, seguimos viviendo de las migajas del
bipartidismo
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