Ni
el cambio climático es un ‘cuento chino’, ni tenemos el tiempo a nuestro favor
para seguir postergando decisiones que serán determinantes para el futuro del
planeta, para el equilibrio de sus ecosistemas y, más aún, para garantizar las
posibilidades de supervivencia de nuestra especie.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
El
Boletín de Científicos Atómicos (BAS, por sus siglas en inglés), una
publicación especializada que se edita en la ciudad de Chicago, anunció
recientemente que su simbólico Reloj del Juicio Final, con el que desde 1947
alerta sobre la vulnerabilidad y las amenazas globales, avanzó 30 segundos y se
encuentra a
dos minutos y medio de la medianoche: la
hora oscura en la que –sostiene- acabará la civilización humana. Este punto
crítico solo se había alcanzado en una ocasión: en el año 1953, cuando Estados
Unidos y la Unión Soviética realizaron sendas pruebas de sus primeras bombas
termonucleares.
La agencia de noticias
británica BBC consigna que, para llegar a esta decisión, los científicos del BAS
tomaron en cuenta, entre otros factores, “los comentarios perturbadores
sobre el uso y la proliferación de
armas nucleares hechos por Donald Trump”, “su escepticismo y el de su gabinete
hacia el inmenso consenso de los
científicos sobre el cambio climático”, y “el surgimiento del nacionalismo estridente
mundial”. A esta ponderación uno podría agregar otros hechos que nos advierten
que estamos llegando a un punto de no retorno: por ejemplo, el aumento
sostenido de la temperatura global, que hizo del 2016 el año más caliente desde 1880, con
registros de 1,5° grados más de temperatura que al inicio de la Revolución
Industrial; las olas de calor y sequías que asuelan amplias regiones en todos
los continentes, y que por estos días provocan incendios forestales
en Chile, en la que ha sido considerada la peor
catástrofe de este tipo en la historia del país; o la inmensa fractura de
una de las plataformas de hielo más importantes de la Antártida, que ya alcanza
los 112 kilómetros de largo, 90 metros de ancho y 530 metros de profundidad. Y
la lista podría ser mucho más numerosa…
El Reloj del Juicio
Final es una sugestiva metáfora de la modernidad y de la poderosa influencia de
sus principios en la ciencia, en el pensamiento filosófico, en la conformación
del sentido común y, en definitiva,
en la cultura occidental toda. Como mecanismo de alerta, permite identificar y
dar cuenta de (algunos de) los riesgos y peligros de la acción humana sobre el
mundo, y nos recuerda que no dejamos de internarnos en la crisis de la civilización del capital: es decir, la
crisis de una época que exacerbó hasta lo impensable el apetito de dominación
de la naturaleza y de producción de riquezas, bajo el imperio de las máquinas, de
las fábricas y las mercancías. Esa industrialización depredadora que ya en 1950
el intelectual martiniqueño Aimé Césaire denunció vigorosamente en su Discurso sobre el colonialismo: “¿acaso
no ven, histérica, en pleno corazón de nuestros bosques o de nuestras sabanas,
escupiendo sus pavesas, la formidable fábrica, pero de lacayos, la prodigiosa
mecanización, pero del hombre, la gigantesca violación de lo que nuestra
humanidad de expoliados ha podido aún preservar de íntimo, de intacto, de no
mancillado, la máquina, sí, nunca antes vista, la máquina, pero de atropellar,
de triturar, de embrutecer a los pueblos?”[i]
Jorge
Reichman, el filósofo y poeta español, sostiene que la humanidad del siglo XXI
enfrenta un desafío enorme, que se sintetiza en tener que optar entre dos caminos:
“o bien dar la biosfera terrestre (y la naturaleza humana) por perdida e
intentar emprender la aventura del
espacio exterior, o bien hacer frente a la crisis ecológica, reconstruir
ecológicamente nuestras sociedades y volcarnos sobre todo –al menos durante
unas cuantas generaciones- en una aventura
interior”[ii].
Y esto no se puede lograr si no superamos la
ideología del progreso y el desarrollo, sus mitos y
discursos, para construir una nueva visión de las relaciones entre naturaleza y
ser humano, y por lo tanto, una nueva sociedad y una nueva cultura que hermane
lo que no debe estar separado, permitiendo su sostenibilidad y la reproducción
de la vida en el más amplio sentido.
Ni
el cambio climático es un cuento chino,
ni tenemos el tiempo a nuestro favor para seguir postergando decisiones que
serán determinantes para el futuro del planeta, para el equilibrio de sus
ecosistemas y, más aún, para garantizar las posibilidades de supervivencia de
nuestra especie. Aquí y ahora, no nos está permitido sentarnos a esperar héroes
salvadores ni mágicos finales felices al estilo hollywoodense, y tampoco podemos rendirnos ante la alternativa de
la fuga al espacio exterior. Si queremos salvar el planeta, nuestra casa común,
a nosotros mismos –y a los que vendrán después-, debemos actuar ya: con
acciones individuales y colectivas, construyendo alternativas civilizatorias, y
con la permanente movilización e incidencia sobre una clase política que sigue
encandilada por el espejismo del maldesarrollo.
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