El gobierno de Trump ha
nacido torcido porque es hijo de la decadencia del sistema. Sus cimientos han
cedido con el peso del neoliberalismo y una globalización desenfrenadamente mal
conducida.
Los últimos
acontecimientos políticos en Estados Unidos generan inquietudes y confusiones, pues el hilo conductor de acciones y dichos de Donald Trump aparece y
desaparece en las olas de una lucha de posiciones entre las élites de
millonarios que no sigue patrones comunes en la forma de manifestarse.
En el establishment
estadounidenses hay una lucha entre y dentro de los grupos financieros y empresariales
desde el sótano hasta la azotea, y aunque no es inédita lo nuevo es que en esta
ocasión se produce a cielo abierto y no de forma encubierta y poco percibida
como hasta ahora.
Se puede asegurar sin
temor a equivocaciones que no hay una unidad monolítica en las esferas de poder
en Estados Unidos y que tampoco existe una identificación plena de intereses en
la cúpula suprapartidista que hasta ahora les permitía ponerse de acuerdo. No
significa que las contradicciones en el núcleo de mando sean irreconciliables,
pero su antagonismo está en los límites de la tolerancia.
Una expresión de esa
situación son las manifestaciones en las calles contra Trump y su equipo de
multimillonarios auspiciadas por adversarios poderosos, y el rechazo a sus
ideas de conseguir por la vía más peligrosa, ofensiva y aterradora que “Estados
Unidos vuelva a ser fuerte”, como proclama voz en cuello el nuevo mandatario.
Si es cierto el axioma
de que cuando un edificio está enfermo se derrumba o lo derrumban pues es la
única alternativa posible para solventar el mal cuando es estructural, el
sistema de dominación estadounidense puede estar en precario y la llegada de
una persona como Trump a la Casa Blanca es una constatación.
En Trump hay una carga
pesada y peligrosa de inexperiencia política y diplomática, válida en general
para su equipo de multimillonarios irreverentes, lo cual no justifica sus
llamados de corte nacionalsocialista como en su discurso de toma de posesión
cuando remarcó que “de hoy en adelante una nueva visión gobernará nuestra
tierra. A partir de este momento Estados Unidos será lo primero”.
Con esas espantosas
palabras de Trump saltaron todas las alarmas en el mundo, incluidas las de sus
aliados europeos y de la propia OTAN, en especial porque el nuevo mandatario
dispondrá este año de 583 mil millones de dólares para un presupuesto militar
que acelerará una carrera armamentista tanto o más intensa que en la época de
la guerra fría.
Hay una radicalización
en ese discurso que en lugar de bajar sigue subiendo de tono en tal magnitud
que da la impresión que Trump lleva años, y no días, en la Casa Blanca al punto
de que en solamente la primera semana de gobierno su rechazo en el electorado
marcaba 51 por ciento.
“Juntos haremos que
Estados Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser
próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos que
Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y juntos haremos que Estados
Unidos sea grande de nuevo”. Ese es el repique de sus tambores de guerra como
aquellos que resonaban en Berlín en 1938 y 1939.
Como apuntara hace poco
el teólogo brasileño Leonardo Boff, subyacente a estas palabras funciona la
ideología del “destino manifiesto”, de la excepcionalidad de Estados Unidos que
posee una misión única y divina en el mundo, la de llevar sus valores de
derechos, de la propiedad privada y de la democracia liberal al resto de la
humanidad. Una equivocación horrible.
Todo puede comenzar con
una guerra comercial total y un proteccionismo destructor y xenofóbico del que
la discriminación étnica y religiosa y la cruzada antislámica son una suerte de
sostén ideológico de la propaganda antiterrorista para encubrir objetivos mucho
más profundos como los de reconstruir un hegemonismo que no tiene cabida en
esta época y requeriría el uso de una fuerza superior a la desplegada en las
guerras de Iraq, Afganistán, Siria y otros teatros de guerra, y más abarcadora.
Trump arrastra en esa
cruzada a ultraderechistas como Marine Le Pen, en Francia, o Mauricio Macri, en
Argentina, y da riendas al expansionismo de los israelíes agresivamente
contrarios a las recomendaciones de la ONU de que abandone la colonización de
Jerusalén y otros territorios palestinos que ocupa, pero al mismo tiempo se
echa en contra a sus más cercanos aliados europeos e incluso a la OTAN.
Hay una coincidencia
general entre economistas de diversas tendencias que ninguno de los proyectos
de Trump generará el empleo que el mandatario esgrime como argumento y que el
proteccionismo tampoco funcionará y será un desastre. No son tiempos de
improvisaciones.
El gobierno de Trump ha
nacido torcido porque es hijo de la decadencia del sistema. Sus cimientos han
cedido con el peso del neoliberalismo y una globalización desenfrenadamente mal
conducida, y de la necesidad de un
reacomodo de fuerzas liderado por los sectores que representan los
supermillonarios elegidos para integrar el gobierno, incluidos el petrolero y
el militar-industrial.
Ese gabinete
ministerial marca una polarización política que va más allá de la separación
matemática de un conglomerado en dos partes con suficientes potencialidades de
poder, pues atañe más que a una ideología partidista, al resquebrajamiento de
la estructura del sistema que les sirve de soporte a demócratas y republicanos.
Ciertamente, el nuevo
presidente de Estados Unidos es fiel a un guión preconcebido dirigido a
producir un cambio dentro del sistema, que permita aplicar nuevas estrategias
sin temer la cercanía del abismo extremista para recuperar el hegemonismo que Trump
considera perdido.
La gran confusión de
Trump y sus allegados es que no estamos en una época de cambios, sino del
cambio de una época.
* Periodista cubano
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