Trump encarna la necesidad de restaurar le hegemonía mundial de los
EE.UU., paradójicamente perdida por causa de la misma globalización
capitalista. Lo entendió más o menos bien Francis Fukuyama en un reciente artículo,
en el que da marcha atrás sobre su antigua tesis del “fin de la historia”, que
supuestamente desembocaba en la economía liberal y la democracia liberal.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo
En dos sucesivos artículos: “Un Donald Trump ¨latinoamericano¨ en su
debut como presidente” (http://bit.ly/2k9LjZT) y “Refundar
EE.UU. un plan a la manera latinoamericana” (http://bit.ly/2jKzVI2) publicados el 20
y 21 de enero por “La Nación” de Argentina, la periodista Inés Capdevila
sostiene que “muy a la manera de tantos presidentes latinoamericanos que, al
asumir, prometen el nacimiento de una nueva nación, el millonario republicano
advirtió que va a ¨reconstruir y restaurar¨ Estados Unidos”; que también
ofreció “¡Empleos!, ¡empleos!, ¡empleos!, ¡empleos!”; que en su discurso
estuvieron presentes las palabras “pueblo, trabajadores, patriotas”; que no
faltó “en la receta populista” la exhortación antisistema; que igualmente tuvo
consignas sobre “impuestos, comercio e inmigración”; que al nacionalismo
acompañaron las “apelaciones emocionales”. En definitiva, Trump parece un
populista latinoamericano.
A la manera muy ecuatoriana, en ciertos círculos se comenta que Trump
es un “retrato” de Correa, por la “prepotencia”, el “autoritarismo” y cualquier
otra cualidad que le calce.
Si lo que dice Capdevila ya es para lamentarse, lo que se dice en
Ecuador es una simple estupidez.
Trump encarna la necesidad de restaurar le hegemonía mundial de los
EE.UU., paradójicamente perdida por causa de la misma globalización
capitalista. Lo entendió más o menos bien Francis Fukuyama en un reciente artículo,
en el que da marcha atrás sobre su antigua tesis del “fin de la historia”, que
supuestamente desembocaba en la economía liberal y la democracia liberal.
Y esa restauración no tiene empacho alguno en acudir al chovinismo, el racismo,
la xenofobia, la misoginia, la violencia, la amenaza a los pueblos, el
intervencionismo. Ha despertado las reacciones de los propios estadounidenses.
No es un problema de personalidades. Es el imperialismo en su máxima expresión.
Ni un milímetro de latinoamericanismo.
La prepotencia y el autoritarismo ecuatorianos, históricamente siempre
vinieron de la mano de gobernantes que reflejaron los intereses de las élites
dominantes. Bastaría recordar al gobierno socialcristiano de León
Febres-Cordero (1984-1988), a quien el Congreso pidió la renuncia precisamente
por su autoritarismo, las sistemáticas violaciones a la Constitución y a los
derechos humanos, un caso único en la historia contemporánea del Ecuador. Y era
un gobierno de aquella gente de empresa que decía “saber” cómo se hace la
riqueza y cómo “dar” trabajo.
Viejas ideas se movilizan hoy para restaurar la perdida hegemonía. Lo
dicen con absoluta claridad: “descorreizar” a la sociedad, crear empleos,
fomentar al sector privado, acabar con los “excesivos” impuestos, flexibilizar
el trabajo, suscribir tratados de libre comercio, desmontar el intervencionismo
estatal, desmantelar el régimen universitario, privatizar.
En la nueva era que inaugura el gobierno de Donald Trump, las
candidaturas de la ultraderecha ecuatoriana solo ofrecen restaurar sus viejos
intereses, rodeándose de caducas obsesiones económicas, presentadas como
asuntos modernos.
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