Las
clases dominantes latinoamericanas se sienten predestinadas naturalmente a
ejercer el poder, y son tan autoritarias, xenófobas y misóginas como Donald
Trump. Desmontar esa mentalidad colonial no es cosa de un día para otro, ni
tampoco asunto solamente de educación (aunque con ella se puede hacer bastante),
sino de cambiar las estructuras económicas de explotación que tal mentalidad
discriminatoria sustenta.
Rafael Cuevas Molina / Presidente
AUNA-Costa Rica
Pasadas
las elecciones ecuatorianas, en donde el candidato de Alianza País obtuvo un
millón de votos más que su más cercano seguidor, la derecha ecuatoriana estalló
con mensajes racistas y de odio. Nada muy distinto a lo que, en el norte,
expresa Donald Trump.
El
racismo es una característica estructural de la mentalidad colonial
latinoamericana. En nuestros países, pertenecer a los grupos dominantes es
sinónimo de “blancura” o, por lo menos, de ser “morenito claro” pero nunca
indio. Somos sociedades racializadas desde el período Colonial, cuando los de
arriba eran los europeos y sus descendientes, y los de abajo los indígenas y
los africanos importados como fuerza de trabajo esclava.
Esa
mentalidad no cambió con la independencia, se ha perpetuado hasta nuestros días
“naturalmente”, de tal forma que lo vivimos sin darnos cuenta diariamente, y se
expresa de forma cruda y agresiva cuando el estatus quo en el que se sustenta de
alguna forma se desestabiliza.
Lo
hemos visto en Venezuela, por ejemplo, en relación con la apariencia de Hugo
Chávez; o en Bolivia, cuando varios departamentos “blancos” trataron de
independizarse de los departamentos con predominancia de cholos e indios, a los
que catalogaban de mantenidos haraganes, tontos y atrasados. Lo vemos en
Argentina, cuando se trata peyorativamente y se toman medidas para que dejen de
llegar “cabecitas negras” desde Perú o Bolivia. Lo vemos en Guatemala, en donde
la oligarquía criolla pone el grito en el cielo cuando una reforma
constitucional plantea reconocer formas de justicia consuetudinaria, es decir,
las atinentes a los pueblos mayas originarios, y lo vemos en Ecuador,
exacerbado al calor e las elecciones generales que acaban de pasar en su
primera vuelta. Es lo que podemos caracterizar como colonialismo interno.
Véase
cómo se expresan nuestras sociedades racializadas en cualquier manifestación de
migrantes latinoamericanos en los Estados Unidos. Véanse los rasgos de la gente
que marcha, que es la gente que ha tenido que irse porque no encontraba trabajo
en sus países de origen: es gente morena, con rasgos aindiados o negroides.
Nada que ver con los rasgos, del presidente o el Secretario de Relaciones
Exteriores de México, por ejemplo, el mismo que esta semana se encontró con dos
Secretarios de Estado de los Estados Unidos. Estos son “blanquitos” y aquellos
“morenitos”.
Y si
los blanquitos -como el Secretario de Relaciones Exteriores de México- están
peleando por los morenitos que están al otro lado de la frontera no es por
solidaridad, o por “hermanamiento”, sino porque se les caen sus negocios y se
les derrumba el modelo económico que, precisamente, han erigido sobre estas
desigualdades.
Las
clases dominantes latinoamericanas se sienten predestinadas naturalmente a
ejercer el poder, y son tan autoritarias, xenófobas y misóginas como Donald
Trump. Desmontar esa mentalidad colonial no es cosa de un día para otro, ni
tampoco asunto solamente de educación (aunque con ella se puede hacer bastante),
sino de cambiar las estructuras económicas de explotación que tal mentalidad
discriminatoria sustenta.
En
este momento, más de uno salió corriendo y dejó de leer este artículo: ¿se está
proponiendo, nada más y nada menos que cambiar las estructuras, es decir, si no
me equivoco, de algo así como hacer la revolución? Trasnochado articulista,
desfasado de la realidad actual que vivimos en donde hay que estar al tanto de
la medida de las posibilidades, de las estrategias del cambio tomando en cuenta
el contexto contemporáneo.
Está
bien puede ser que tengamos que aceptarlo y concluyamos que no se puede hacer
tal cosa; pero entonces no nos asustemos cuando la era, en vez de parir un
corazón, como nos anunciaba Silvio Rodríguez hace casi cuatro décadas, para
este tipo de monstruos, como el tal Trump en los Estados Unidos, porque no son
más que la expresión descarnada, sin antifaz, de lo que también existe en
América Latina.
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