La Revolución Rusa
mostró a las clases trabajadoras de todo el mundo, y muy especialmente a las
europeas, que el capitalismo no era una fatalidad, que había una alternativa a
la miseria, a la inseguridad del desempleo inminente, a la prepotencia de los
patrones, a los gobiernos que servían a los intereses de las minorías poderosas,
incluso cuando decían lo contrario.
Boaventura de Sousa Santos / Página12
Este año se conmemora
el centenario de la Revolución Rusa –me refiero exclusivamente a la Revolución
de Octubre, la que sacudió el mundo y condicionó la vida de cerca de un tercio
de la población mundial en las décadas siguientes– y también se conmemoran los
150 años de la publicación del primer volumen de El capital de Karl Marx.
Juntar ambas efemérides puede parecer extraño, porque Marx nunca escribió con
detalle sobre la revolución y la sociedad comunista y, de haberlo hecho,
resulta inimaginable que lo que escribiese tuviera cierto parecido con lo que
fue la Unión Soviética (URSS), sobre todo después de que Stalin asumiera la
dirección del partido y del Estado. La verdad es que muchos de los debates que
la obra de Marx suscitó durante el siglo XX, fuera de la URSS, fueron una forma
indirecta de discutir los méritos y deméritos de la Revolución Rusa.
Ahora que las
revoluciones hechas en nombre del marxismo terminaron o evolucionaron hacia… el
capitalismo, tal vez Marx (y el marxismo) tenga por fin la oportunidad de ser
discutido como merece, como teoría social. La verdad es que el libro de Marx,
que tardó cinco años en vender sus primeros mil ejemplares antes de convertirse
en uno de los libros más influyentes del siglo XX, ha vuelto a convertirse en
un best-seller en los últimos tiempos y, dos décadas después de la caída del
Muro de Berlín, al fin estaba siendo leído en países que habían formado parte
de la URSS. ¿Qué atracción puede suscitar un libro tan denso? ¿Qué reclamo
puede tener en un momento en que tanto la opinión pública como la abrumadora
mayoría de los intelectuales están convencidos de que el capitalismo no tiene
fin y que, en caso de tenerlo, ciertamente no será sucedido por el socialismo?
Muy probablemente, los
debates que a lo largo de este año se lleven a cabo sobre la Revolución Rusa
repetirán todo lo que ya se ha dicho y debatido y terminarán con la misma
sensación de que es imposible un consenso sobre si la Revolución Rusa fue un
éxito o un fracaso. A primera vista, resulta extraño, pues tanto si se
considera que la Revolución terminó con la llegada de Stalin al poder (la
posición de Trotsky, uno de los líderes de la revolución) como con el golpe de
Estado de Boris Yeltsin en 1993, parece cierto que fracasó. Sin embargo, esto
no es evidente, y la razón no está en la evaluación del pasado, sino en la
evaluación de nuestro presente. El triunfo de la Revolución Rusa consiste en
haber planteado todos los problemas a los que las sociedades capitalistas se
enfrentan hoy. Su fracaso radica en no haber resuelto ninguno. Excepto uno. En
otros textos pienso abordar algunos de los problemas que la Revolución Rusa no
resolvió y siguen reclamando nuestra atención. Aquí me voy a concentrar en el
único problema que resolvió.
¿Puede el capitalismo
promover el bienestar de las grandes mayorías sin que esté en el terreno de la
lucha social una alternativa creíble e inequívoca al capitalismo? Este fue el
problema de que la Revolución Rusa resolvió, y la respuesta es no. La
Revolución Rusa mostró a las clases trabajadoras de todo el mundo, y muy especialmente
a las europeas, que el capitalismo no era una fatalidad, que había una
alternativa a la miseria, a la inseguridad del desempleo inminente, a la
prepotencia de los patrones, a los gobiernos que servían a los intereses de las
minorías poderosas, incluso cuando decían lo contrario. Pero la Revolución Rusa
ocurrió en uno de los países más atrasados de Europa y Lenin era plenamente
consciente de que el éxito de la revolución socialista mundial y de la propia
Revolución Rusa dependía de su extensión a los países más desarrollados, con
sólida base industrial y amplias clases trabajadoras. En aquel momento, ese
país era Alemania.
El fracaso de la
Revolución alemana de 1918-1919 hizo que el movimiento obrero se dividiera y
buena parte de él pasase a defender que era posible alcanzar los mismos
objetivos por vías diferentes a las seguidas por los trabajadores rusos. Pero
la idea de la posibilidad de una sociedad alternativa a la sociedad capitalista
se mantuvo intacta. Se consolidó, así, lo que pasó a llamarse reformismo, el
camino gradual y democrático hacia una sociedad socialista que combinase las
conquistas sociales de la Revolución Rusa con las conquistas políticas y
democráticas de los países occidentales. En la posguerra, el reformismo dio
origen a la socialdemocracia europea, un sistema político que combinaba altos
niveles de productividad con altos niveles de protección social. Fue entonces
que las clases trabajadoras pudieron, por primera vez en la historia, planear
su vida y el futuro de sus hijos. Educación, salud y seguridad social públicas,
entre muchos otros derechos sociales y laborales. Quedó claro que la
socialdemocracia nunca caminaría hacia una sociedad socialista, pero parecía
garantizar el fin irreversible del capitalismo salvaje y su sustitución por un
capitalismo de rostro humano.
Entretanto, del otro
lado de la “cortina de hierro”, la República Soviética (URSS), pese al terror
de Stalin, o precisamente por su causa, revelaba una pujanza industrial
portentosa que transformó en pocas décadas una de las regiones más atrasadas de
Europa en una potencia industrial que rivalizaba con el capitalismo occidental
y, muy especialmente, con Estados Unidos, el país que emergió de la Segunda
Guerra Mundial como el más poderoso del mundo. Esta rivalidad se tradujo en la
Guerra Fría, que dominó la política internacional en las siguientes décadas.
Fue ella la que determinó el perdón, en 1953, de buena parte de la inmensa
deuda de Alemania occidental contraída en las dos guerras que infligió a Europa
y que perdió.
Era necesario conceder
al capitalismo alemán occidental condiciones para rivalizar con el desarrollo
de Alemania oriental, por entonces la república soviética más desarrollada. Las
divisiones entre los partidos que se reclamaban defensores de los intereses de
los trabajadores (los partidos socialistas o socialdemócratas y los partidos
comunistas) fueron parte importante de la Guerra Fría, con los socialistas
atacando a los comunistas por ser conniventes con los crímenes de Stalin y
defender la dictadura soviética, y con los comunistas atacando a los
socialistas por haber traicionado la causa socialista y ser partidos de derecha
muchas veces al servicio del imperialismo norteamericano. Poco podían imaginar
en ese momento lo mucho que los unía.
Mientras tanto, el Muro
de Berlín cayó en 1989 y poco después colapsó la URSS. Era el fin del
socialismo, el fin de una alternativa clara al capitalismo, celebrado de manera
incondicional y desprevenida por todos los demócratas del mundo. Al mismo
tiempo, para sorpresa de muchos, se consolidaba globalmente la versión más
antisocial del capitalismo del siglo XX, el neoliberalismo, progresivamente
articulado (sobre todo a partir de la presidencia de Bill Clinton) con la
dimensión más depredadora de la acumulación capitalista: el capital financiero.
Se intensificaba, así, la guerra contra los derechos económicos y sociales, los
incrementos de productividad se desligaban de las mejoras salariales, el
desempleo retornaba como el fantasma de siempre, la concentración de la riqueza
aumentaba exponencialmente. Era la guerra contra la socialdemocracia, que en
Europa pasó a ser liderada por la Comisión Europea, bajo el liderazgo de Durão
Barroso, y por el Banco Central Europeo.
Los últimos años
mostraron que, con la caída del Muro de Berlín, no colapsó solamente el
socialismo, sino también la socialdemocracia. Quedó claro que las conquistas de
las clases trabajadoras en las décadas anteriores habían sido posibles porque
la URSS y la alternativa al capitalismo existían. Constituían una profunda
amenaza al capitalismo y éste, por instinto de supervivencia, hizo las
concesiones necesarias (tributación, regulación social) para poder garantizar
su reproducción. Cuando la alternativa colapsó y, con ella, la amenaza, el capitalismo
dejó de temer enemigos y volvió a su voracidad depredadora, concentradora de
riqueza, rehén de su contradictoria pulsión para, en momentos sucesivos, crear
inmensa riqueza y luego después destruir inmensa riqueza, especialmente humana.
Desde la caída del Muro
de Berlín estamos en un tiempo que tiene algunas semejanzas con el período de
la Santa Alianza que, a partir de 1815 y tras la derrota de Napoleón, pretendió
barrer de la imaginación de los europeos todas las conquistas de la Revolución
Francesa. No por coincidencia, y salvadas las debidas proporciones (las
conquistas de las clases trabajadoras que todavía no fue posible eliminar por
vía democrática), la acumulación capitalista asume hoy una agresividad que
recuerda al periodo pre Revolución rusa. Y todo lleva a creer que, mientras no
surja una alternativa creíble al capitalismo, la situación de los trabajadores,
de los pobres, de los emigrantes, de los jubilados, de las clases medias
siempre al borde de la caída abrupta en la pobreza no mejorará de manera
significativa. Obviamente que la alternativa no será (no sería bueno que fuese)
del tipo de la creada por la Revolución rusa. Pero tendrá que ser una
alternativa clara. Mostrar esto fue el gran mérito de la Revolución rusa.
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