Los factores de poder
(léase: empresariado nacional), además de racistas (ni un solo indígena compone
la cúpula del CACIF), tienen mucho que perder ante un cambio de paradigma
legal. De hecho, ponen urgentemente las barbas en remojo ante la posibilidad
que la justicia cambie. ¿Por qué? Por lo que decía Trasímaco: porque la ley, la
justicia, el derecho, ¡conviene al más fuerte!
Desde Ciudad de Guatemala
“La ley
es lo que conviene al más fuerte”, sentenciaba Trasímaco de Calcedonia en
la Grecia clásica. La fórmula sigue siendo válida al día de hoy: la ley, el
derecho, las normas que fijan la vida, no son absolutas ni universales. Mucho
menos: naturales ni de origen divino. Responden siempre a un proyecto
hegemónico, a un centro de poder. La justicia, más allá de la pretendida
búsqueda de objetividad, es siempre justicia para algunos. En otros términos: todos somos iguales…, pero algunos
son más “iguales” que otros.
Vale comenzar con esta
idea para entender qué está pasando en este momento en Guatemala con la
discusión sobre las reformas constitucionales, fundamentalmente lo relacionado
al (los) sistema(s) de justicia.
Pareciera que el debate
se centra entre uno u otro: el de la justicia ordinaria (¿la “occidental”
podríamos llamar?) y el de la justicia tradicional maya. Tal como cierta
posición presenta las cosas, la discusión gira en torno a cuál es “más conveniente”,
cuál ofrece más soluciones. Y, por supuesto, la opinión que los principales
factores de poder nacional esgrimen, vuelcan la decisión hacia la justicia
actual, la que viene marcando el paso desde la constitución del Estado hace ya
dos siglos, excluyendo el derecho consuetudinario de los pueblos mayas.
En esta lógica, esos
factores de poder –abanderados por el Comité Coordinador de Asociaciones
Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF)– muestran una
situación artificial, tendenciosa, que sirve para confundir a la opinión
pública, intentando inclinarla para una determinada posición. De ese modo, se
presenta el derecho maya tradicional como “atrasado”, “violento”, mostrando que
no es lo que “el país necesita”. La imagen prejuiciosa de una justicia
tradicional que latiguea en plaza pública a los declarados culpables es lo que
campea como símbolo. Junto a eso, la otra justicia, la hoy día existente,
“oficial”, se presenta como racional, balanceada, no violenta. El debate
–falso– pretende resaltar las bondades de un sistema sobre las deficiencias y
atrocidades del otro.
Complementando esa
falsa dicotomía, el mensaje que esta visión anti-maya envía es de supuesta
unidad nacional. “Guatemala es una sola,
por ende, un solo sistema de justicia debe haber” sería la propuesta.
Propuesta, incluso, que es fácilmente digerible, hasta inteligente: “¿Por qué dividir en vez de sumar?”,
informa maliciosamente. Y dado que el derecho tradicional maya, por una suma de
elementos, no ha podido hacerse conocer claramente ante la opinión pública
explicando cómo funciona ni qué ventajas ofrece, la visión difundida por el
CACIF se impone.
Ello se amarra, además,
con un racismo visceral que barre toda la sociedad (“Seré pobre pero no indio”), sobre el que la visión de “civilización
versus barbarie” puede asentar perfectamente. El fantasma de la “rebelión de
indios” (que vendrían a cobrarse venganza por el despojo originario) sigue
presente. La cabeza de un ladino actual sigue funcionando no muy distintamente a
la visión de un conquistador del siglo XVI.
Sin embargo, analizando
en profundidad, la manipulada dicotomía encubre algo más que racismo. Los
factores de poder (léase: empresariado nacional), además de racistas (ni un
solo indígena compone la cúpula del CACIF), tienen mucho que perder ante un
cambio de paradigma legal. De hecho, ponen urgentemente las barbas en remojo
ante la posibilidad que la justicia cambie. ¿Por qué? Por lo que decía
Trasímaco: porque la ley, la justicia, el derecho, ¡conviene al más fuerte!
La ley supuestamente
“buena”, la “civilizada”, es la que hoy domina. Ella legalizó el robo de las
tierras de los pueblos originarios siglos atrás, y permite seguir robando
recursos, aniquilando la naturaleza en los territorios que ocupan los pueblos
mayas, desviando ríos y criminalizando la protesta comunitaria. Si a ese
derecho se le opone un derecho favorable a los pueblos ancestrales, ¿quién es
el que se perjudica?
Hoy, como dice
Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y
latinoamericano en general, “la verdadera
amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los
movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la geoestrategia
de Estados Unidos y las oligarquías nacionales] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los
territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce,
petróleo, riquezas minerales], o sea, de
los pueblos indígenas”. No nos dejemos confundir con la fantasía que a un
ladino lo van a latiguear en público: lo que está en juego es la legitimidad de
un robo que ya se tornó legal.
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