El capitalismo engendra
la guerra como la peste produce la muerte. Por eso, la política no es más que
una lucha implacable entre contendientes que, al sentirse desplazados o
amenazados de serlo, recurren a las reglas de la mafia con el fin de obtener la mayor tajada de la torta. De ahí
que la violencia sea la materia prima del poder.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especia para Con Nuestra América
Todavía el mundo entero
no sale del estupor provocado por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Como era de esperar, este advenedizo
multimillonario se ha comportado como un elefante en un bazar chino. En estos breves días que lleva junto al
Potomac, ha generado más enemigos dentro y fuera del país que los que se
fabricó durante su campaña; ni lo ha
hecho gobernante alguno, de que tengamos memoria, en Estados Unidos y en
ninguna otra parte. ¡Un verdadero récord Guiness! Eso se debe a su “estilo” tan
peculiar y personal, se suele
argumentar, para explicar este esperpéntico fenómeno. Pero no debemos olvidar
que la política no es una ciencia, para la cual el fondo es lo más importante,
por lo que la forma se subordina al fondo; por el contrario, la política es un
arte; por eso, quienes se dicen “científicos”, suelen ser alérgicos a la
política... al menos de palabra.
En el arte, la forma es
más importante que el fondo o argumento. Como lo dijo Ruskin, el gran crítico e
historiador del arte, “el arte es la forma”. Por su parte, en política, fondo y
forma son igualmente importantes. Pero lo son en diferentes aspectos; en el
aspecto ético, lo importante es el fondo; para la eficacia de la acción
política, lo importante es la forma. Los moralistas miran tan solo a las
intenciones del actuante; a los “pragmáticos” solo les interesa la eficacia de
la acción. Pero ambos son tan importantes
en la política como lo son para el caminante las dos piernas: basta con
que una esté lisiada para que el caminante cojee. Si solo reparamos en la
dimensión ética de la praxis política, no reparamos en que, con
frecuencia, con las mejores intenciones,
solemos cometer errores garrafales, como a veces nos sucede a los padres en la
educación de los hijos. Por el contrario, si solo buscamos la eficacia de la
acción, caemos en el más grotesco
cinismo. Por ende, la sabiduría, en la
política como en la vida, consiste en mantener el equilibrio de los dos
aspectos.
El caso del actual
presidente yanqui es patético por no decir ridículo, pues incurre en gruesos
errores en ambos factores. Lo que pretende hacer es desastroso para la inmensa
mayoría de la población; y lo hace de la
manera más brutal y grotesca. Pero, como no existe ningún hecho que no tenga
explicación, debemos buscar, tanto desde el
punto de vista estructural (crisis
sistémica de actual capitalismo basado en la especulación financiera)
como coyuntural (personalidad del principal actor, en este caso, la
personalidad psicopatológica de Trump). Ambos aspectos se conjuntan para darnos
un panorama de la política mundial particularmente no “líquido o fluido” sino
más grave: irracional, delirante, a pesar del carácter histriónico del magnate
yanqui.
Pero lo anterior no nos
inhibe de tratar de buscar una explicación a este inquietante fenómeno. En lo
personal, lo encuentro en una reacción irracional en grandes masas en Estado
Unidos y en muchas partes del mundo, especialmente en Europa, que se ven – y
con sobrada razón- excluidas de la
desorbitante concentración de capital, que las políticas neoliberales en el
campo económico y social les han causado. Por todas partes surge incontenible una
reacción en contra de los políticos tradicionales y del bipartidismo imperante
durante los no tan lejanos días de la Guerra Fría. Se trata de masas de
trabajadores que todavía no hace mucho
han usufructuado, en mayor o menor medida, del bienestar y del poder prometido
por los políticos y propagandizado por sus poderosos medios de comunicación,
pero que hoy se sienten engañados y expoliados. El descontento se ha
generalizado, la fe en los sistemas políticos y en las autodenominadas
“democracias” se ha debilitado, las palabras se han vaciado de contenido y
significación; se recurre hasta la náusea a los más rimbombantes calificativos
que no incluyen más que banalidades. Para promover una moda se dice que es “una
revolución”, para vender un artefacto doméstico se asegura que produce la
máxima felicidad. La reacción no se ha hecho esperar; los jóvenes y las mujeres
han sido los más afectados, no pocos, por desgracia, buscan evadirse
recurriendo a paraísos ficticios y deletéreos, como es la adición a las drogas,
que se han convertido en uno de los más lucrativos negocios junto con el
tráfico de armas y personas.
Toda la economía de
casino, que prevalece en el mundo actual, se basa en ese oscuro antro de contrabandistas. Esa es la causa de que el
mundo de la política se haya convertido en una guerra de rapiña, donde todo se
vale excepto perder. El sentido auténtico y la razón de ser de la política se
ha perdido; ya no se busca “el bien común”, como enseña la doctrina social de
la Iglesia, ni la prosecución del bienestar de la gente, como prometían incluso
las revoluciones liberales clásicas, ni la justicia social como preconizaban
los partidos socialdemócratas tradicionales, sino el de la implacable ley de la selva cuyos
centros de poder son las bolsas de valores. El Estado se privatiza, es tan solo
un instrumento para hacer negocios. Los políticos se vuelven, o nunca han
dejado de ser, más que hombres de negocios. La cosa pública se rige por la
lógica implacable de la guerra entre monopolios cada vez más poderosos pero
cada vez más reducidos en número. Como ya lo había establecido Adam Smith,
el primer gran ideólogo del capitalismo,
no existe “el libre comercio” si no se funda en la “libre competencia”, donde
la palabra “competencia” es sinónimo de guerra. El capitalismo engendra la
guerra como la peste produce la muerte. Por eso, la política no es más que una
lucha implacable entre contendientes que, al sentirse desplazados o amenazados
de serlo, recurren a las reglas de la mafia con el fin de obtener la mayor tajada de la torta. De ahí
que la violencia sea la materia prima del poder. Pero esta producción de muerte
como sinónimo de poder tiene sus límites.
Los recursos naturales se agotan, la guerra nuclear llevaría a la
destrucción del planeta; ya no habría vencedores porque todos seríamos vencidos. Frente a este apocalipsis anunciado, solo queda como
alternativa la lucha por promover un nuevo orden mundial. Solo la paz basada en
la justicia y en la equidad puede hacer posible la sobrevivencia de la especie
humana.
Es desde esta
perspectiva que se ha vislumbrado un destello de luz en el fondo del túnel: las
protestas masivas, tanto en más de 20 ciudades norteamericanas, como en otras muchas en el resto del mundo. Pero
lo más novedoso es que el 70% de quienes protestan son mujeres. Con ello, la mujer
(no individual sino como género) se convierte en sujeto de la historia. Lo cual
constituiría una auténtica revolución si se profundiza y se consolidad. En el
célebre “Mayo del 68” emergió como nuevo sujeto de la historia la juventud. A
partir de entonces, la juventud fue algo más que una edad en la vida: se
convirtió en una-manera-de-ser-en-el mundo, se convirtió en una cultura o
sensibilidad colectiva. Esta revolución logró que la juventud entera se
enfrentara a la guerra de Vietnam y posibilitó que ese heroico pueblo, liderado
por Ho Chi Ming, lograra infligir al más poderoso imperio del mundo, la mayor
de las humillaciones. Pero la revolución de los jóvenes tenía sus límites, no
llegaba hasta cuestionar, ni menos resquebrajar, al capitalismo como sistema estructural; no pasó de ser una “revolución
cultural” muy pronto mediatizada por la sociedad de consumo, que convirtió
todos los signos de protesta en modas;
redujo el grito de “paz y amor”
tan solo a una revolución sexual. Nada de esto le quita mérito a esa
espléndida década que fue “la primavera” de varias generaciones de jóvenes,
buen número de ellos acomodados luego
con el sistema.
Pero hoy la revolución
de las mujeres cuestiona al sistema en sus fundamentos, porque ahora es el sistema capitalista mismo el que
colapsa porque ya solo tiene como alternativa el holocausto de la especie. Es la vida misma la que está en juego. La
mujer (Eva, la bíblica primera mujer,
significa VIDA),es portadora de vida y de esperanza. Pero ya no se trata tan solo, aunque sí en
primer lugar, de la vida biológica, sino
de crear las condiciones que posibiliten trasmitir creativamente la vida en
todas sus formas de expresión, a fin de construir una sociedad nueva, un hombre
nuevo. Los tiempos de la utopía han retornado no como un sueño sino como un
imperativo. Un sistema periclita cuando, al igual que un individuo o una
institución, ya no tiene futuro. El futuro es a la vida humana integral, lo que
el oxígeno es a la vida biológica. En las calles del mundo entero se ha oído un
grito de protesta que es también un grito de esperanza, un grito de amor, un
horizonte de futuro. Pero es tan solo eso: un gesto. De todos nosotros depende
que no sea un canto de cisne.
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