El domingo 20 de mayo hay elecciones generales en la
República Bolivariana de Venezuela. En un acto de soberbia injerencista sin
par, el gobierno de Estados Unidos pidió (exigió) que las mismas se suspendan.
¿Cómo es eso posible?
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Venezuela es un país libre, y pese a todo lo negativo
que pueda decir la prensa comercial del planeta, lleva adelante un proceso de
transformación social con elecciones limpias y transparentes. La democracia
allí es un hecho. Si Nicolás Maduro se mantiene en la presidencia, es porque el
pueblo mayoritariamente así lo pidió. Las criminales medidas de
desestabilización que aplica el gobierno de Washington (boicot, generación de
mercado negro, desabastecimiento, provocaciones diversas, etc., etc.) buscan a
toda costa terminar con el proceso bolivariano. De no conseguirse eso por esas
vías, no sería improbable que opte por una salida militar, seguramente con
apoyo de gobiernos títeres de Latinoamérica, enmascarado todo ello en una
supuesta “defensa de la libertad” contra la “narcodictaura” que sufriría el
país de Bolívar.
¿Qué pasaría si en una elección gubernamental de Estados
Unidos, país soberano e independiente, otra nación también soberana e
independiente hiciera similar pedido para que se suspendieran los comicios?
Daría risa. O movería a una airada reacción de Washington quizá, quien
probablemente amenazaría con una respuesta militar. ¿Por qué no sorprende esa
monstruosa declaración cuando es la Casa Blanca quien lo hace? ¿Por qué, más
que risa, eso da indignación? (sabiendo que lo dicho –en este caso por el
vicepresidente Mike Pence– es una virtual amenaza para tomar muy en serio, y
que luego de lo dicho pueden venir acciones concretas). Porque, tal como dijo
el ex candidato presidencial hondureño Salvador Nasralla, “Estados Unidos es quien decide las cosas en Centroamérica” (expresión que se podría extender a toda Latinoamérica).
La región de Latinoamérica y el Caribe, salvo
algunas pequeñas posesiones europeas que continúan siendo colonias –oprobiosa
rémora de siglos pasados: Guayana Francesa, Aruba, Bonaire, Curazao, Guadalupe,
Martinica, etc.–, es un territorio libre. Libre, al menos, en términos formales
de administración política. En otro sentido, en absoluto es un territorio
libre. Es, desde la infame Doctrina Monroe de 1823, el traspatio de la gran
potencia norteamericana. Lo dijo sin ambages en su momento el Secretario de
Estado Colin Powell: los tratados de libre comercio firmados por Washington
sirven para “garantizar para las empresas estadounidenses el control de un
territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún
obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital
en todo el hemisferio.”
Estados Unidos se siente dueño de este continente. En
algún sentido, no solo se siente: ¡lo es! (claro que no en términos oficiales,
por supuesto). Si alguien alguna vez pensó que desatiende su patio trasero
poniendo su interés básico en otras zonas del planeta, se equivoca: esta región
es vital para su sobrevivencia, por eso la cuida tanto. Por lo pronto Latinoamérica es su principal proveedora de
materias primas y fuentes energéticas: el 25% de todos los recursos naturales
que consume Estados Unidos provienen de la región latinoamericana.
En términos estratégicos,
el área latinoamericana es vital para la sobrevivencia y perpetuación de la
clase dominante de Estados Unidos, representada por las políticas imperiales de
la Casa Blanca. Sabiendo que la sociedad estadounidense, con su depredador modo
de vida consumista necesita imperiosamente recursos naturales, es importante
destacar que en Latinoamérica se encuentra el 35% de la potencia
hidroenergética de todo el planeta (grandes ríos y sus inmensas cuencas, como
el Amazonas, el Orinoco, el Paraná, etc.), que constituyen igualmente una
enorme fuente de agua dulce de superficie, de importancia cada vez más crucial
en el mundo dada su creciente escasez. Se encuentran en la región, además, el
27% del carbón de todo el mundo, el 24% del petróleo, el 8 % del gas, el 5% del
uranio, así como grandes yacimientos de hierro y de minerales estratégicos
(bauxita, coltán, niobio, torio –llamado a ser en un futuro el probable
sustituto del petróleo–), fundamentales todos ellos para las tecnologías de
punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida por el capitalismo
estadounidense.
La búsqueda insaciable de
minerales metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos
productivos (en cuenta esa industria bélica tan básica para el proyecto
geo-hegemónico de Washington), ha traído como consecuencia una masiva entrada
de explotaciones extractivas en toda la región latinoamericana, con capitales
de Estados Unidos básicamente, a veces enmascarados en empresas canadienses,
presuntamente más respetuosas en los cuidados medioambientales, pero siempre en
la lógica de acumulación por desposesión (aniquilando biosfera, pueblos
originarios y culturas ancestrales).
Igualmente importante para
el proyecto de dominación planetaria de la clase dominante estadounidense es
Latinoamérica, en tanto su patio trasero y reserva “natural”, pues en la región
se encuentra el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de
todo el orbe, lugares de donde puede obtener las materias primas para las
industrias farmacéuticas y alimentarias. En tal sentido, es sumamente
preocupante observar cómo se enseña en los centros educativos del norte lo
correspondiente a la selva amazónica, presentándola como un territorio neutro,
patrimonio de la humanidad, preparando así condiciones para el ingreso triunfal
de las fuerzas estadounidenses en esa monumental reserva.
Otro punto igualmente vital
es el Acuífero Guaraní, en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya,
segunda reserva mundial de agua dulce subterránea. Y ni decir Venezuela y sus
enormes reservas de petróleo, calculadas en 300.000 millones de barriles,
suficientes para más de 300 años de producción al ritmo de consumo actual
(recordando que el consumo norteamericano de hidrocarburos es, hoy por hoy, el
más alto del mundo –20 millones de barriles diarios–, superando en un 100% a
quien le sigue: la República Popular China).
Está claro, entonces, el
porqué de la injerencia de Washington en el área latinoamericana y del Caribe:
¡esta es su reserva “obligada” de materias primas! Pero además son muchos otros
los beneficios que obtiene Estados Unidos de su dominio en la región. La deuda
externa latinoamericana asciende en estos momentos a cerca de un billón y medio
de dólares, contraída por los gobiernos con los organismos crediticios de
Bretton Woods: Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, manejados en
mayor medida por la banca privada estadounidense. Es decir: además de robar
recursos en forma inmisericorde (disfrazados de legalidad, amparados en
supuestas relaciones comerciales libres), el capitalismo norteamericano expolia
a la región con el pago continuo de una deuda usuraria que posterga eternamente
el desarrollo de los más pobres, acrecentando al infinito los lazos de la
dependencia.
Otro elemento
importantísimo es la mano de obra barata que se ofrece en Latinoamérica. Es por
ello que desde hace décadas se asiste a un creciente proceso de deslocalización
de la industria en suelo estadounidense, trasladando numerosas plantas fabriles
(maquilas, ensambladoras) y de servicios (los llamados call centers) a territorio latinoamericano, pues en nuestros países
los salarios son infinitamente más bajos, obligándose a los gobiernos
nacionales a establecer zonas francas para esas instalaciones, exentas de
impuestos, sin sindicalización, sin controles medioambientales. En otros
términos: un esclavismo disfrazado.
Además de ello, la mano de
obra latinoamericana y caribeña especialmente barata, más allá del perverso
juego con las políticas migratorias de Washington donde se cierran fronteras y
se construyen muros supuestamente para no recibir más “hispanos
indocumentados”, es una fuente de aprovechamiento de los capitales del norte,
pues encuentran en esas masas humanas desesperadas un recurso casi regalado
para ciertas industrias, para el trabajo en el agro y para muchos servicios a
través de los interminables ejércitos de indocumentados que viajan desde la
región tras el “sueño americano”.
Complementando todo lo
anterior, no puede olvidarse que el sub-continente depende tecnológica y
comercialmente en muy buena medida del gran país del norte, que a través de los
mecanismos de “libre” comercio impone sus productos y servicios. En muchos
rubros, Latinoamérica es un “esclavo” comercial de la producción
norteamericana. En esa “libertad” empresarial, el único beneficiado es Estados
Unidos. La situación no parece poder cambiar en lo inmediato dadas las actuales
reglas de juego.
Está claro, entonces, por
qué Latinoamérica es fundamental en el proyecto hegemónico de Estados Unidos.
No por otra cosa resguarda a la región con más de 70 bases militares de
sofisticada tecnología, sin que se sepa oficialmente cuántas son con exactitud,
y qué albergan exactamente. De hecho, dos de las instalaciones más grandes y
poderosas están, “casualmente”, una en Honduras, muy cerca de las reservas
petrolíferas de Venezuela, donde se está construyendo una enorme base militar
que permitiría intervenir en el país petrolero así como en Cuba, y otra en el
Chaco paraguayo: la base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20.000
soldados, cerca del Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia.
¿Por qué intentar detener
las elecciones en Venezuela? La pregunta se contesta de suyo: es similar a por
qué la estrategia de la Casa Blanca necesita desembarazarse de todos los
gobiernos medianamente progresistas de la región (¡que no son socialistas en
sentido estricto!, que llevan adelante programas sociales en el medio de
planteos capitalistas, tales como el actual Venezuela, o los planteos
peronistas en Argentina –ahora fuera del poder–, o los del Brasil del Partido
de los Trabajadores –igualmente fuera de la presidencia ahora–, o el de
Bolivia, o el de Nicaragua): son escollos, “piedras en el zapato” para la
lógica de dominación estadounidense. No son gobiernos dóciles, que se
prosternan mansamente ante los dictados imperiales, poniendo obstáculos a la
entrada avasalladora de los capitales estadounidenses.
Como gran potencia
capitalista Estados Unidos no está derrotada, ni mucho menos. Pero ya no tiene
la supremacía abrumadora de años atrás, cuando aportaba más de la mitad del
producto bruto mundial, cuando el dólar era el patrón monetario global
indiscutido y cuando sus fuerzas armadas se sentían dominadoras de la escena.
Hoy aparecieron otros competidores en lo económico, con una China que ya está
superando su producción industrial, un déficit fiscal propio que está socavando
en forma acelerada el dominio del dólar, más una Rusia renovada con un arsenal
bélico que dejó atrás la dominación norteamericana, y un panorama mundial que
muestra que el mundo no es unipolar bajo hegemonía estadounidense sino que hay
otros actores en juego.
En ese complejo y dinámico
escenario, Latinoamérica es el reaseguro del proyecto de dominación de Estados
Unidos. Pero la historia es cambiante, y si bien hoy se intentó entronizar el
discurso neoliberal como “el fin de la historia”, ¡la historia no ha terminado!
Aunque la paliza al campo popular y a los planteos de izquierda en toda
Latinoamérica fue muy grande en estos últimos años, la grama siempre reverdece.
La Revolución Bolivariana, más allá de las críticas que puedan hacérsele y los desaciertos
que conlleve, evidencia que la historia sigue adelante, moviéndose, rompiendo
guiones preestablecidos.
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