El
equilibrio logrado con la política de negociaciones que se iniciaron con las de
Sapoá con la contra a finales de la década de los ochenta ha llegado a su fin,
y se imponen unas nuevas porque el gobierno de Ortega está hoy contra la pared,
como lo estuvieron tantas veces los sandinistas en su historia.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
Daniel Ortega y Rosario Murillo, en la instalación de la comisión de diálogo en Nicaragua. |
Humberto
Ortega, hermano de Daniel Ortega, distanciado de él desde hace años, fundador
del ejército popular sandinista y, posteriormente, su reformador para
transformarlo en el actual ejército de Nicaragua, dijo, en entrevista a una
televisora nicaragüense, la palabra clave de la era sandinista contemporánea,
por muchos catalogada de orteguista: negociación.
Humberto
Ortega ve en las negociaciones que pusieron fin a la guerra de los ochenta el
inicio de esta política que, según su criterio, ha dado frutos positivos al
país. Su hermano, dice Humberto, primero negoció con sus enemigos de armas;
luego con sus enemigos políticos y, por último, con sus enemigos de clase. Y no
había otra salida más que negociar porque los factores estaban tan
distanciados, tan enfrentados y tan distantes unos de otros que no había más
alternativa.
De
esas negociaciones salió el proyecto sandinista contemporáneo que se inició en
el 2007, y que ha tenido como una de sus expresiones la llamada tripartita, en
donde se negocian los intereses del gobierno, los empresarios y los
trabajadores.
Esa
política dio sus frutos que no pueden ser negados. El gobierno del sandinismo
contemporáneo con Daniel Ortega a la cabeza ha llegado a cosechar un 60% de
aprobación de la población, y uno de los crecimientos económicos sostenidos más
altos de América Latina. Quien haya conocido las Nicaraguas de antaño, la de la
década de los setenta, la de los ochenta y la de hoy, puede darse cuenta que,
aunque sigue siendo un país tremendamente pobre, hasta antes de la insurrección
de abril se respiraba un aire que uno podría catalogar de promisorio.
Como
bien lo apunta otro de los comandantes históricos de la Revolución Sandinista,
Jaime Wheelock, estos logros se han visto empañados por procesos de
descomposición entre los que él denomina, genéricamente, colaboradores de
Ortega, que han destruido todo este esfuerzo y han provocado una acumulación de
descontento en algunos sectores.
Como
en algunas ocasiones me manifestaron en años pasados intelectuales vinculados
al sandinismo en el poder, el gran peligro
que ellos veían en el proyecto sandinista contemporáneo era, precisamente, su
popularidad y el consenso logrado, porque esto llevó a que se eliminaran o desaparecieran
los contrapesos necesarios en toda sociedad democrática como a la que aspira
Nicaragua. Tal situación molestó a quienes veían en el afianzamiento sin
controles del sandinismo un anuncio de una nueva dictadura. Tal es la posición
de críticos suyos, como el periodista Fernando Chamorro, quien llama
abiertamente al gobierno de Ortega como neosomocismo.
Las
negociaciones lograron en Nicaragua un equilibrio en el que todos ganaban algo,
y fue viable en la medida en que tuvo el respaldo latinoamericanista y
solidario de Venezuela a través de Petrocaribe. Pero ante la disminución de ese
respaldo por los problemas internos de Venezuela, aparecieron las grietas. Es
la forma como se expresa en el caso nicaragüense lo que en otros países con
gobiernos nacional-populares sucedió con la baja en el precio de las llamadas comodities.
Las
condiciones estaban dadas, entonces, para que una chispa incendiara la pradera,
y esa chispa no fue el inicial movimiento de estudiantes que protestaban por un
incendio declarado en la reserva natural Indio-Maíz, sino la represión a la que
se le sometió, una represión desproporcionada, propia de un estado de sicosis
producido por los acontecimientos que se han sucedido en otras partes de
América Latina, especialmente en Venezuela.
La
respuesta que dio el gobierno nicaragüense a las protestas de los estudiantes
partió del error de considerarlas una expresión más de los manipulados
movimientos “guarimberos”, y su respuesta provocó un enardecimiento no visto
desde hace muchísimos años.
En un
santiamén cristalizaron los descontentos de ciertos sectores de la sociedad
civil; de los empresarios que avizoran la decadencia de sus negocios con
Venezuela y la de los sandinistas desplazados de la toma de decisiones, a los
que se sumaron una nueva indignación por la represión.
El
equilibrio logrado con la política de negociaciones que se iniciaron con las de
Sapoá con la contra a finales de la década de los ochenta ha llegado a su fin,
y se imponen unas nuevas porque el gobierno de Ortega está hoy contra la pared,
como lo estuvieron tantas veces los sandinistas en su historia. No solo él sino
toda la sociedad nicaragüense no tiene otras salida y todos deben ceder porque
a todos se les puede ir la situación de las manos y todos saldrán perdiendo.
Excepto, tal vez, los que siempre están atentos y saben sacar frutos astutos de
estas circunstancias.
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