Toda revolución social se
alimenta de sus fortalezas y estas se constituyen en los horcones de carga para
soportar los terribles y demoledores vientos huracanados de sus contrarios.
Luis Manuel Arce / Prensa Latina
Sin embargo, tan
importante como definir sus fortalezas es identificar sus debilidades, pues
estas son puertas abiertas las cuales dejan penetrar los ciclones que pueden
derribar la estructura idealista y reducir a escombros cualquier edificio
construido con material proclive a la contaminación.
Las revoluciones no
perviven en una urna de cristal y están expuestas de forma permanente a la
intemperie y ello explica, como diría mi amigo panameño Guillermo Castro, por
qué “las causas externas operan a través de las internas. Por eso es tan
importante estabilizar la situación interior, y empezar a (re)construir a
partir de allí las capacidades para conducir el proceso histórico hacia formas superiores frente a quienes quisieran retrotraerlo a otras, inferiores”.
Nicaragua, por ejemplo,
ha tenido una existencia dramática desde la nefasta era de Anastasio Somoza a
nuestros días. Augusto César Sandino fue la llama que encendió la pradera con
su pequeño ejército loco y generaciones ulteriores con el Frente Sandinista de
Liberación Nacional coronaron con el éxito en 1979 aquella epopeya.
Fue una revolución con
fisuras, como casi todas, y por esos entresijos corrió la serosidad de la
mandrágora para alimentar las debilidades y envenenar las fortalezas que
posibilitaron la victoria de aquel épico episodio, el cual finalmente sucumbió
a las intrigas, traiciones y corrupción en 1990 con un desastre electoral tras
varios años de crímenes de la oposición armada.
La agresión
estadounidense con los contras costó al pueblo nicaragüense 38 mil muertos y
pérdidas económicas por valor equivalente a 17 mil millones de dólares, jamás
indemnizadas por la Casa Blanca a pesar de la orden al efecto dictada por la
Corte Internacional de Justicia que encontró culpable a Estados Unidos de
aquella barbarie.
Pero lo más catastrófico
de aquel momento fue el “apagón” sandinista que se mantuvo fuera del juego
durante 17 largos años y solamente pudo regresar en enero de 2007 luego de
ganar las elecciones de 2006, para iniciar un arduo y difícil trabajo de recomposición
social sobre algunos rescoldos aun encendidos de la revolución de 1979.
Sería ingenuo decir que a
partir de entonces Nicaragua ha vivido un período pleno de reanimación
sandinista, pues el escenario no es el mismo de 1979 y varias generaciones se
han superpuesto a aquellas que derrotaron al somocismo.
Y no fue así porque hubo
un mar de fondo muy negativo y determinante que el teólogo dominico Freo Betto
ilustró muy bien en el caso brasileño en 2014 en una entrevista que le hice en
Panamá para Prensa Latina antes de la defenestración de la presidenta Dilma
Rousseff. Él me dijo:
“Los retrocesos en una
sociedad desigual significan que hay una permanente lucha de clases. No podemos
engañarnos, pues no se garantiza el apoyo popular a los procesos solamente
dando al pueblo mejores condiciones de vida, porque eso puede llevar a la gente
a una mentalidad consumista.
“En Brasil,
mucha gente ya está aburrida porque no puede consumir como antes. Yo
diría que con todos los logros del gobierno del Partido de los Trabajadores con
los presidentes Lula y Dilma lamentablemente hemos desarrollado una conciencia
más consumista que ciudadana.
“¿Cuál es el problema? No se politizó la
nación, no se hizo un trabajo político,
ideológico, de educación, sobre todo en jóvenes, y toda la gente se queja
porque ya no pueden comprar carros o pasar vacaciones en el exterior.
“Estamos volviendo atrás
y sobre todo porque no hemos desarrollado una política sostenible, no hemos hecho reforma estructural, reformas
agrarias, tributarias, presidenciales, políticas, e hicimos una política buena pero cosmética,
o sea, que no tenía raíz, sin
fundamentos para su sustentabilidad”.
Esa situación persiste y
no es un mito griego como el de Escilia y Caribdis convertido en una realidad
política y social en el caso de Nicaragua y tal vez con mayor complicación aún
pues a esos monstruos mitológicos se une una bestia peor, rampante y sonante,
con más de seis cabezas y mayor fuerza de succión que aquellos dos: la
corrupción.
El propio líder
sandinista sirvió en bandeja de plata el pretexto para que se desataran al
unísono todos los fantasmas agazapados desde las elecciones de 2006 en cada
sector social, al decretar una reforma al sistema de seguridad social que el
propio Daniel Ortega calificó como el detonante de algunas protestas de la
ciudadanía que fueron creciendo hasta llegar a niveles nunca vistos en muchos
años.
A las protestas se
sumaron sectores sociales con muy diferente grado de organización, e incluso no
vinculados entre sí, desde los empresarios hasta los estudiantes, pasando por
diversos sectores sandinistas desafectos diría mi amigo Guillermo en un
excelente análisis, en el cual expresa
“que todo sugiere, también, que la crisis sorprendió a todas las partes, y a
los simpatizantes o aliados de cada una de ellas en el exterior”.
“Mientras unos guardaban
un cauto silencio – y la cautela, en momentos así, puede ser solidaria -, los
buitres de siempre se apresuraban a buscar nuevos medios de agregar a Nicaragua
al cerco contra Cuba, Venezuela y Bolivia. En esto no hay nada de imprevisible:
la mezquindad – y el servilismo de quienes desde el Sur han buscado y buscan
empleo en el Norte – medran de momento en la confusión”. Reitero la excelencia
de la acotación.
Para los nicaragüenses en
general, pero en particular para los más jóvenes, hay una ventaja muy grande
respecto a la disyuntiva que enfrentó Odiseo al escoger entre Escila y
Caribdis, pues en el país sandinista –que aún lo es- la gente quiere la paz, y
no la de los sepulcros, y en este sentido, no en el político, entra en juego la
Iglesia como una entidad de fuerza y crédito.
A ella le corresponde
contribuir con su invalorable aval de más de dos mil años de experiencia y
sabiduría a encontrar ese fino hilo que separa a Escila de Caribdis sin cuya
existencia el uno hubiese acabado con el otro.
Solo con un bote de pocas
dimensiones pero de mucha profundidad, se puede avanzar por esa estrecha senda
hacia la paz sin sucumbir a la ira de esos monstruos encarnados en los buitres de
siempre que anidan en el Norte brutal y revuelto que José Martí conoció tan
bien porque vivió en sus entrañas.
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