El timonel sordo a los
gritos de la muchedumbre, no advierte el iceberg enfrente y, como el Titanic,
no puede eludir el final marcado. Nadie lo desea, menos quienes luchamos por
esta democracia treintañera que tantas víctimas y sufrimiento costaron.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza,
Argentina
Leyó bien. El artículo
al comienzo hubiera referido inmediatamente al episodio jurásico en época de
Yrigoyen en 1922, con la matanza de peones rurales de la gran huelga de la
Patagonia. Esta semana refiere a la que no termina de transcurrir, a estos siete
días oblongos, interminables de corridas tras corridas. Corridas del dólar que
no para de subir, sensible e incontrolable en la City Porteña, la Wall Street
vernácula. Corridas de funcionarios con la cara larga a la Casa Rosada para
apagar el incendio y, corridas a Washington al FMI a pedir auxilio, un
salvataje de ahogado el ministro Dujovne, el mismo que apenas asumir se
colocaba el cartelito no volver al Fondo.
Otro que anduvo a las
corridas fue el ministro Juanjo Aranguren que salió a campear a los empresarios
de combustibles a rogarles que no aumenten los precios por el momento, hasta el
segundo semestre, según la jerga cambiemita. Momento que, según el mismísimo
presidente debe continuar con los tarifazos para no caer al fondo, porque el
Fondo le exige rebajar el déficit fiscal a la mitad, lo que en lenguaje
callejero significa achatar salarios y congelar el gasto social, sobre todo,
como profetiza la sensible funcionaria Christine Lagarde, desentenderse de los
viejos que son un problema.
El Dream Team de criticar el uso populista de la cadena nacional
anteriormente, comienza a ab-usar, para tapar contra-dicciones: no al FMI, sí
al FMI. Volvemos para salvarnos. Nos salvamos si volvemos. (¡Cuánto trabajo
semiótico para el gurú Durán Barba!, que hasta la diputada Carrió lo tilda
despectivamente de “el teñido”).
El Jefe de Gabinete
ataja los penales en la Casa Rosada, dice sin decir, se desdice para no decir y
menos contradecir, pero pone cara de póker que es lo mejor que le sale,
responde lo que le sale, improvisa pero no tranquiliza, niega los ciclos
recurrentes de la historia que todos reconocen por el mero ejercicio de la
memoria, no de las intenciones, mientras su jefe sale de gira relámpago a
Mendoza con su gobernador estrella a entregar mil chalecos antibalas para las
mujeres policías, (mujeres que al recibirlo se extrañan del agotamiento
inevitable del primer magistrado), como aguardando una posible represión e
inaugurar escenarios ficticios con unos pocos extras y, el ministro de economía
Dujovne, mientras tanto, espera sentado en las oficinas del FMI a que Christine
llegue de Europa y lo bendiga con los dólares más caros del mundo.
El cacareado
dialoguismo gubernamental, ante el oscuro panorama, amenaza con vetar la
discusión sobre el tarifazo que se está llevando a cabo en el Congreso de la
Nación, porque ya comienza a sentir la presión del Fondo que le obliga a
profundizar el ajuste. Ya lo hizo en los acuerdos con Grecia, por qué no
hacerlo en Argentina.
Frente a tanta
irresponsabilidad, frente a tantos desaguisados que, hasta los medios aliados
se muestran críticos, ¿qué nos queda? Nos queda un planteamiento serio,
profundo, un repliegue a la identidad de lo que fuimos y somos.
Allí encontramos mucha
historia que nos respalda y es el contraseguro que no pueden destrozar: somos
uno de los países de mayor porcentaje de sindicalización obrera. Sindicatos que
han conformado uno de los movimientos más sólidos y organizados que funcionan
democráticamente, respondiendo a las bases con sus delegados hasta llegar a la
cúspide.
Situación que los
muestra como ejemplo frente a los otros sectores sociales, sobre todo los
poderosos que hacen lo que quieren, manipulando medios y justicia. Entonces,
volvemos a plantarnos en la democracia, ese sistema imperfecto que irrumpe con
la Revolución Francesa y que ha sido trasladado a estos pagos por los mismos
ideólogos de las oligarquías de entonces, cuando se consolidaron las
republiquetas emergentes de aquella gran unidad que fueron los virreinatos.
Baste recordar que el
más joven, el del Río de la Plata, fundado por Carlos III surgió en 1776, el
mismo año de la independencia de Estados Unidos, para frenar el drenaje del
contrabando. Ese maldito origen tiene nuestro país que no admite puritanos,
como tampoco puede disimular sus enredadas mañas.
Por lo tanto,
insistimos en respaldarnos en la democracia, en la justicia, con idéntica
vehemencia con que lo hace Lula desde la prisión, abroquelado en la dignidad de
haber sido el presidente obrero que gobernó dos períodos a la octava potencia
del mundo y, que lo acusen por una estupidez como de apropiarse de un
departamento en Guarujá, es un absurdo que desbarata cualquier dislate pensado
por la furiosa derecha imperante.
A diferencia de Brasil
donde Lula es la cabeza del PT, “una idea por sobre el ser humano que encarna”[1], bandera de millones
de ciudadanos que escalaron como sujetos de derecho y posibilidades de consumo
como jamás lo fueron, de allí el odio de las antiguas oligarquías esclavistas,
en Argentina, aún no hay una cabeza visible que encabece a la oposición.
Está entre nosotros, lo
sabemos, pero la convulsión y confusión del momento, fogoneada por toda la
artillería mediática del oficialismo, no dejan de visibilizarlo. Fogonazos como
la intervención del Partido Justicialista o las rimbombantes prisiones, como el
inagotable yacimiento de corruptos de la pesada herencia o la del empresario
Cristóbal López – titular del Grupo Indalo – que significaba un obstáculo al
blindaje mediático y a la manipulación de la opinión pública.
Respaldados siempre por
la corporación de Comodoro Py que se esmera en artilugios jurídicos que se han
habituado a eludir el principio constitucional de presunción de inocencia.
Las picardías de la
posverdad, la constante manipulación de las masas, las apelaciones al sentido
del sin sentido, los consabidos reclamos al “juntos lo estamos logrando” han
perdido eficacia.
El timonel sordo a los
gritos de la muchedumbre, no advierte el iceberg enfrente y, como el Titanic,
no puede eludir el final marcado. Nadie lo desea, menos quienes luchamos por
esta democracia treintañera que tantas víctimas y sufrimiento costaron. Mucho
menos la gente de a pie, los obreros, los de abajo, los que salen todos los
días con la esperanza de ganar el pan con el sudor de su frente, a pesar de que
la inflación galopante lo devora a dentelladas. Esa inmensa mayoría anónima
consagrada en la Carta Magna, como razón de ser del sistema, organizada desde
abajo y menospreciada por los poderosos, es la única garantía para volcar las
cosas a su favor.
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