La alusión
al movimiento universitario de Córdoba de 1918 no debe tener el aspecto de una
recordación obligada, breve y superficial como las que suelen aparecer en
muchos discursos oficiales, en muchos artículos periodísticos y en muchos
escritos académicos. Debe ser algo más importante. Debe constituir un nuevo e
irreverente comienzo.
Elías Quinteros / Especial para Con Nuestra América
Desde
Buenos Aires, Argentina
¿La
historia de la Reforma Universitaria de 1918, un hecho que sucedió hace cien
años, es la historia de una reforma que fue o, en cambio, es la historia de una
reforma que pudo ser? ¿Tal reforma constituyó una realidad o, por el contrario,
constituyó una posibilidad que fue desaprovechada por los responsables de su
implementación? ¿Por qué algunos la presentan como un acontecimiento
revolucionario? ¿Por qué algunos la definen como un fracaso? ¿Y por qué muchos
ignoran qué fue en realidad? ¿En dónde ocurrió? ¿Cómo se desarrolló? ¿Quiénes
la llevaron a cabo? ¿Y qué motivos impulsaron a sus promotores? Preguntas,
preguntas y más preguntas. Preguntas que buscan una respuesta. Hace un siglo,
no más que eso, en la Universidad Nacional de Córdoba, un reducto del
conservadorismo más católico y del catolicismo más conservador, un grupo de
estudiantes —que estaba sensibilizado por la modificación del régimen de
asistencia a clase y el cierre del internado del Hospital de Clínicas, entre
otras cuestiones—, se rebeló contra las autoridades de esa casa de estudio y
contra el concepto de autoridad que estaba vigente en la misma. Tal sublevación
repercutió en el resto del país y, después, en el resto del escenario
latinoamericano, logrando que los reclamos de ese estudiantado llegasen a los
sitios más apartados del continente: una circunstancia que nos transmite en
estos días, de una manera incuestionable, la magnitud de dicho acontecimiento.
La onda
expansiva de este movimiento de protesta originó una escalada de hechos:
creación del Comité pro Reforma por los delegados de los estudiantes de
derecho, ingeniería y medicina (las tres carreras que eran impartidas en las
aulas que habían pertenecido a la Real Universidad de San Carlos y de Nuestra
Señora de Monserrat); vigilancia policial de esos claustros; declaración de la
huelga general estudiantil; ingreso de los huelguistas en el Salón del
Rectorado; clausura de la Universidad por los miembros del Consejo Superior;
redacción de un memorial por los estudiantes sublevados que demandaba la
modificación del profesorado, los planes de estudio y la organización
disciplinaria; y declaración de la intervención por Hipólito Yrigoyen
(Presidente de la Nación). A su vez, esa cadena de acontecimientos fue sucedida
por otra: fundación de la Federación Universitaria Argentina (FUA), por los
representantes de los estudiantes de Buenos Aires, Córdoba, La Plata, Santa Fe
y Tucumán (las cinco universidades que existían en esa época, en el Granero
del Mundo); asunción de José Nicolás Matienzo (Procurador General), como
interventor; modificación del estatuto; cesantía del Rector, los Decanos y los
integrantes del Consejo; adopción de medidas tan deseadas como la concesión de
la asistencia libre del estudiantado, la amnistía de los estudiantes
sancionados el año anterior y el restablecimiento del internado del Hospital de
Clínicas; creación de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC); elección de
los candidatos a Decanos que tenían el apoyo de los profesores reformistas; y
designación de Belisario Caraffa como Vicerrector.
El 15 de
junio de 1918, un día que no fue como los demás, la elección para el cargo de
Rector —que tuvo como competidores a Enrique Martínez Paz, candidato de los que
defendían la posición reformista, Antonio Nores, candidato de los que defendían
la posición contrarreformista, y Alejandro Centeno, candidato de los que
defendían la posición intermedia—, resultó complicada. Ninguno de los
contendientes obtuvo la mayoría en la primera votación. Tampoco lo hizo en la
segunda. Pero, en la tercera, todo cambió. Los partidarios de Alejandro Centeno
apoyaron a Antonio Nores. Y, por eso, éste —con veinticuatro votos a favor y
trece en contra—, fue electo. Mas, el resultado de la elección no fue
proclamado. Un grupo de estudiantes invadió el salón. Expulsó a los que estaban
reunidos en ese lugar. Y, luego, redactó sobre el pupitre rectoral la
convocatoria a una nueva huelga general. En verdad, al analizar esto, ¿alguien
puede decir que esos jóvenes irreverentes que no admitían los resultados
desfavorables, ni respetaban las formas procedimentales cuando las mismas
permitían el triunfo de los adversarios, no nos recuerdan a otros jóvenes de la
historia argentina? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los
jóvenes de 1810 que intimidaron a los contrarrevolucionarios, con métodos
heterodoxos y persuasivos, durante el desarrollo del Cabildo Abierto del 22 de
Mayo? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes que
lograron la disolución de la Junta de Gobierno que estaba presidida por
Baltazar Hidalgo de Cisneros (ex Virrey del Río de la Plata), en las horas
cruciales del 24? ¿Alguien puede decir que ellos no nos recuerdan a los jóvenes
que irrumpieron en el edificio del Cabildo, para averiguar qué sucedía en su
interior, durante la jornada del 25? Y, por último, ¿alguien puede decir que
ellos no nos recuerdan a los jóvenes que siguieron fielmente a Antonio Luis
Beruti, Domingo French, Francisco Mariano de Orma, Pancho Planes y Buenaventura
Arzac, a lo largo de la etapa revolucionaria?
El 21 de
junio, cuatro días después de la asunción de Antonio Nores como Rector, los
jóvenes de la Federación Universitaria de Córdoba —Enrique F. Barros, Jorge L.
Bazante, Emilio R. Biagosch, Ismael C. Bordabehére, Alfredo Castellanos,
Ernesto Garzón, Ceferino Garzón Maceda, Antonio Medina Allende, Luis M. Méndez,
Julio Molina, Angel J. Nigro, Natalio J. Saibene, Gumersindo Sayago, Carlos
Suárez Pinto y Horacio Valdés—, suscribieron el Manifiesto Liminar, o
sea, el documento central de la Reforma: el mismo que surgió de la pluma de
Deodoro Roca y apareció en la Gaceta Universitaria (publicación oficial
de la Federación). Tal texto estaba dirigido a los “hombres libres de Sud
América”: algo que le otorgaba un carácter latinoamericano y lo ubicaba,
por ejemplo, entre el Acta de Independencia del Congreso de las
Provincias Unidas en Sud-América del 9 de julio de 1816 (que expresaba que los
diputados eran “Representantes de las Provincias Unidas en Sud América”),
y la Declaración de Principios de la Fuerza de Orientación Radical de la
Joven Argentina (FORJA), del 29 de junio de 1935 (que mencionaba la “existencia
de una lucha del pueblo en procura de su Soberanía Popular, para la realización
de los fines emancipadores de la Revolución Americana”). Para los firmantes
de este escrito —hombres de una “república libre” que acababan de romper
la “última cadena” que los ataba a la “antigua dominación monárquica
y monástica” y, por ende, representantes del republicanismo y el laicismo—,
las universidades constituían el “refugio secular de los mediocres”, la “renta
de los ignorantes”, la “hospitalización segura de los inválidos” y
el “lugar” en donde las formas de “tiranizar” e “insensibilizar”
encontraban la “cátedra” que las dictaba. El régimen universitario
era “anacrónico”. Y los métodos docentes estaban viciados de un “estrecho
dogmatismo” que mantenía a la universidad apartada de la “ciencia” y
de las “disciplinas modernas”.
Desde su
perspectiva, nadie ejercitaba la autoridad “mandando” sino “sugiriendo
y amando”. La enseñanza resultaba “hostil” e “infecunda” sin
una “vinculación espiritual” entre el que enseñaba y el que aprendía. Y
la educación consistía en una “obra de amor”: afirmación que traslucía
un alegato en contra de las pedagogías que son definidas actualmente como
pedagogías de la crueldad. A raíz de lo dicho, la juventud universitaria —que
consideraba a la insurrección como un “derecho sagrado”, sabía que
estaba pisando sobre una “revolución” y ejercía la rebeldía porque
necesitaba borrar el “recuerdo de los contra-revolucionarios de Mayo”—,
cuestionaba el “régimen administrativo”, el “método docente” y el
“concepto de autoridad”. Exigía el reconocimiento del derecho a “pensar
por su propia cuenta” y el derecho a “exteriorizar ese pensamiento” en
los “cuerpos universitarios”, por medio de sus “representantes”. Y
veía a los maestros como constructores de “almas” y creadores de “Verdad”,
“Belleza” y “Bien”. Según esa juventud, la reforma de José
Nicolás Matienzo no había inaugurado el comienzo de una “democracia
universitaria” sino el predominio de una “casta de profesores”. La
mayoría de los votantes había expresado la suma de la “regresión”, la “ignorancia”
y el “vicio”. El estudiantado había tomado el “salón de actos” para
evitar que la iniquidad fuese un “acto jurídico irrevocable y completo”. Y,
en sentido irónico, las palabras del Rector —que había manifestado que prefería
dejar un “tendal de cadáveres” antes que renunciar—, estaban llenas de “piedad”
y “amor”.
Tras la
difusión pública de dicho Manifiesto, varios sucesos —declaración de
Zenón Bustos (Obispo de Córdoba), responsabilizando a los estudiantes por la
comisión de un "prevaricato” y un “sacrilegio"; nueva
clausura de la Universidad; renuncia de Antonio Nores; toma del edificio
universitario por ochenta y tres estudiantes; nueva intervención; asunción de
José Salinas (Ministro de Justicia e Instrucción Pública), como nuevo
interventor; renuncia de Belisario Caraffa; nueva reforma del estatuto y
asunción de Eliseo Soaje como nuevo Rector—; epilogaron esta gesta: una gesta
que duró unos meses y tuvo lugar en un momento histórico que acusó la
influencia de la Revolución Mexicana; la sanción de la Ley N° 8.871 o Ley Sáenz
Peña (norma jurídica que instauró el voto universal, secreto y obligatorio); el
Grito de Alcorta (rebelión de pequeños y medianos productores que reclamaron la
reducción del precio de los arrendamientos rurales, entre otras aspiraciones);
la Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique. Pero, a la luz del
tiempo transcurrido, ¿tal gesta sirvió para algo? ¿O no sirvió para nada?
Seamos justos. Los conceptos de autonomía universitaria (elección de las
autoridades de la universidad sin intervención del gobierno nacional, creación
y aplicación de los estatutos y los programas de estudio por parte de cada
universidad, inviolabilidad de los edificios universitarios, etc.); cogobierno
(gobierno de la universidad compartido por docentes, graduados y estudiantes);
gratuidad (ausencia de aranceles universitarios); libertad de cátedra (libertad
para la investigación y la enseñanza); concursos públicos (ocupación de las
cátedras por docentes elegidos en concursos públicos de oposición y
antecedentes); perioricidad de las cátedras (revalidación periódica de su
ocupación); y extensión universitaria (presencia de la universidad en la
sociedad); reconocen su origen o su antecedente en dicha reforma. Por lo tanto,
no podemos decir que no produjo ninguna consecuencia positiva.
No
obstante, tampoco podemos desconocer el reverso de su cara visible. Acorde con
lo señalado por alguien, la defensa del ideario americanista no implicó la
transformación automática e inmediata de un ámbito que traslucía la influencia
de un pensamiento antiamericanista que justificaba, por ejemplo, el intento de
involucramiento del Ejército de los Andes en la lucha contra los caudillos
federales; el involucramiento del Ejército del Norte en esa lucha, hasta que el
mismo se amotinó en Arequito, por la decisión de Juan Bautista Bustos,
Alejandro Heredia y José María Paz; la separación del Uruguay y de las
provincias del Alto Perú que formaban parte del Virreinato del Río de la Plata;
la ausencia de una delegación oficial en el Congreso de Panamá; el Bloqueo
Anglo-Francés; la Guerra del Paraguay; la Conquista del Desierto; el exilio de
Juan Manuel de Rosas, Felipe Varela y Juan Bautista Alberdi; y el asesinato de
Manuel Dorrego, Facundo Quiroga, Angel Chacho Peñaloza y Ricardo López
Jordán. Irónicamente, este escenario contó con el apuntalamiento de muchos de
los impulsores de la reforma universitaria que adoptaron con el transcurso del
tiempo posturas políticas que contradijeron los postulados del movimiento
reformista. La propagación de dicho ideario nunca constituyó una función de las
universidades argentinas. Y, por si fuese poco, muchos docentes, graduados y
estudiantes priorizaron la preocupación por la autonomía, el co-gobierno o los
concursos, en detrimento de la preocupación por el compromiso de las
universidades argentinas con la transformación del país y el continente.
Utilizaron la autonomía universitaria para apoyar los ataques que tuvieron como
destinatarios a los gobiernos elegidos legítimamente. Y acusaron al peronismo
de violar la autonomía universitaria, no obstante el desarrollo de una porción
de los planteamientos reformistas, por parte del mismo.
En un país
que, sin saberlo, se aproximaba a los acontecimientos de la Semana Trágica, la
Masacre de La Forestal y la Patagonia Rebelde (las tres represiones del
movimiento obrero que iban a enlutar la Ciudad de Buenos Aires, la Provincia de
Santa Fe y la Patagonia, entre 1919 y 1921), un movimiento estudiantil sacudió
con violencia los cimientos de una institución que acusaba a comienzos del
siglo XX, en cada uno de los aspectos de su existencia y su funcionamiento, la
incidencia de la Compañía de Jesús, la Orden Franciscana y el clero secular.
Pero, si el estremecimiento fue tan fuerte y tan prolongado, ¿por qué la obra
de los individuos que provocaron dicha conmoción, a pesar de la pujanza que la
caracterizó en un principio, se diluyó con el paso del tiempo? ¿Por qué? Las
contestaciones pueden explicar la historia. Pero, no pueden modificarla. Y la
historia dice que la Reforma Universitaria fue como un incendio que perdió su
intensidad poco a poco, hasta convertirse en una llama pequeña y titilante. A
pesar del tiempo transcurrido, esa llama continúa ardiendo. Mas, ¿qué ilumina
en la actualidad? Francamente, yo creo que proyecta su luz hacia adelante,
hacia un punto lejano y desconocido, para que el grueso de la sociedad recorra
el tramo final del camino que fue trazado por los reformistas de 1918. A fin de
cuentas, el sistema universitario de la Argentina, salvo algunas excepciones
que resultan honrosas, no traduce adecuadamente los principios que inspiraron a
los reformistas.
Entonces,
¿podemos hablar de la autonomía universitaria si sabemos que la historia de las
universidades nacionales se caracteriza por las intervenciones directas e
indirectas del Poder Ejecutivo en la elección de las autoridades académicas; por
los congelamientos, las reducciones y las retenciones de las partidas
presupuestarias con el objeto de condicionar la aplicación de los estatutos y
los programas; y por los ingresos ilegales y violentos de las fuerzas militares
y las fuerzas policiales en los edificios de esas casas de estudio? ¿Podemos
hablar del cogobierno universitario si sabemos que el juego institucional no
garantiza la participación del electorado de las universidades ni la
representatividad de las autoridades de las mismas? ¿Podemos hablar de la
gratuidad universitaria y, por tanto, de una obra revolucionaria del peronismo
que trasluce el espíritu de la Reforma si sabemos que muchas actividades están
aranceladas y que, además, muchos gastos (materiales de estudio, refrigerios,
medios de transporte, etc.), no están a la altura de la totalidad de los
bolsillos? Y, de la misma manera, ¿podemos hablar de la libertad de cátedra,
los concursos públicos, la perioricidad de las cátedras y la extensión
universitaria?
Sí. Podemos
hacerlo. Mas, no debemos proceder con fanatismo. Ni debemos actuar con
ingenuidad. Y, según lo señalado oportunamente por una pedagoga de prestigio,
no debemos hablar de la universidad (en singular), sino de las universidades
(en plural). Guste o no, estamos ante una pluralidad de entidades heterogéneas,
complejas y mestizas que reflejan la heterogeneidad, la complejidad y el
mestizaje de la Argentina y, por supuesto, de la América Latina y Caribeña: una
realidad que disgusta, altera y enfurece a todos los que sueñan con un sistema
universitario que no refleje tal escenario. Quienes albergan dicho sueño —que
son los mismos que sostienen actualmente, con los argumentos de siempre, que el
Estado debe cobrar un arancel a los estudiantes que cursan una carrera de grado
en una universidad pública y, en particular, a los estudiantes que provienen de
un país latinoamericano—, quieren que las agujas del reloj corran en sentido
inverso. Quieren que la organización del sistema universitario sea como en el
pasado. Quieren que la obra del movimiento reformista desaparezca por completo.
Y quieren que el mundo de las universidades esté reservado a unos pocos: a los
integrantes de una élite que no congenia con los pobres, es decir, con los que
merecen la calificación de negros. Infortunadamente, los estudiantes,
los graduados y los docentes que no entienden o no quieren entender que la
suerte de las universidades está unida a las vicisitudes de los sectores
populares, no constituyen un número reducido dentro del ámbito de la comunidad
universitaria. Por ello, en estos días, la alusión al movimiento de 1918 no
debe tener el aspecto de una recordación obligada, breve y superficial como las
que suelen aparecer en muchos discursos oficiales, en muchos artículos
periodísticos y en muchos escritos académicos. Debe ser algo más importante.
Debe constituir un nuevo e irreverente comienzo.
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