Todo
sugiere que la crisis sorprendió a todas las partes, y a los simpatizantes o
aliados de cada una de ellas en el exterior. Mientras unos guardaban un cauto
silencio – y la cautela, en momentos así, puede ser solidaria -, los conocidos de
siempre se apresuraban a buscar nuevos medios de agregar a Nicaragua al cerco
contra Cuba, Venezuela y Bolivia.
Guillermo Castro H. /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Luis Manuel Arce,
andante caballero de la palabra
Hoy fue un
día curioso, y decidor de los tiempos en que vivimos. En la mañana temprano un
amigo religioso, laico, que algún papel tuvo en facilitar el proceso por la paz
en Colombia, me cuenta que se le ha pedido que colabore en abrir paso al
diálogo en Nicaragua. Más tarde, leo el texto de otro amigo, que critica
severamente la pretensión de la Iglesia de convertirse en árbitro del conflicto
político en aquel país. Y de pronto me sentí, como tantos, entre Escila y
Caribdis, aunque (eso sí) en un bote que avanza.
La propia
Iglesia es la primera interesada en no ser vista como un partido político,
mucho menos ahora. Se comporta, si, como un organismo social que conserva la
credibilidad y autoridad necesarias para mediar en un diálogo entre las partes
de una sociedad fragmentada. Por lo que se alcanza a entender a partir de los
sesgos de la información disponible, el único partido involucrado en esta fase
del proceso es el FSLN. Los demás parecen ser sectores sociales con muy
diferente grado de organización, desde los empresarios hasta los estudiantes,
pasando por los jubilados – que tan importante papel han cumplido ya en la
resistencia al neoliberalismo en España y Argentina – y diversos sectores
sandinistas desafectos.
Todo
sugiere, también, que la crisis sorprendió a todas las partes, y a los
simpatizantes o aliados de cada una de ellas en el exterior. Mientras unos
guardaban un cauto silencio – y la cautela, en momentos así, puede ser
solidaria -, los conocidos de siempre se apresuraban a buscar manera de agregar
a Nicaragua al cerco contra Cuba, Venezuela y Bolivia. En esto no hay nada de
imprevisible: la mezquindad – y el servilismo de quienes desde el Sur han
buscado y buscan empleo en el Norte – medran de momento en la confusión.
En verdad,
nos encontramos todos en una coyuntura muy compleja, donde no hay ni aliado ni
enemigo pequeño. La crisis ha emergido con fuerza inesperada, de un modo que
confirma que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Y al emerger de
esa manera, ha concentrado su impacto inicial en el Presidente Ortega, como
responsable político de las decisiones que la desataron.
De
momento, Ortega ha quedado expuesto a múltiples adversario. En lo más
inmediato, y visto de manera pedestre, eso incluye a los empresarios que
aspiren a zafarse de su tutela; a la Iglesia, que quisiera liberar a su grey
del misticismo herético de la primera dama; a la disidencia sandinista, que
desea resolver sus agravios; a una masa importante de jóvenes, la de expresar
el descontento que comparten con sus pares de toda la región, a los abuelos que
desean una vejez digna y, como es de esperar a los buitres de siempre, que ven
la posibilidad de convertir en carroña lo que reste de la revolución de 1979,
para sumar a Nicaragua a la tendencia general de debilitamiento de lo que
fueron los movimientos progresistas/neodesarrollistas de la década pasada.
En todo
caso, conviene recordar que las causas externas operan a través de las
internas. Por eso es tan importante estabilizar la situación interior, y
empezar a (re)construir a partir de allí las capacidades para conducir el
proceso histórico hacia formas superiores frente a quienes quisieran
retrotraerlo a otras, inferiores. En esto, el aporte de la Iglesia puede ser
decisivo: ella tiene dos mil años de experiencia tanto en la navegación en esta
clase de aguas, como en el manejo de sus contradicciones internas, que también
emergen con fuerza en los tiempos de Francisco, y en una de las regiones más
asoladas por el acoso incesante de Wojtyla y Ratzinger contra la Teología de la
Liberación, y la memoria misma de sus mártires.
Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y
desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele
y prevalezca para lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener
una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice
a tiempo la verdad.[1]
NOTA:
[1]“Nuestra América”. El
Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. 1975, VI, 22
No hay comentarios:
Publicar un comentario