En Colombia ya hay medio
país que ha renunciado al fetichismo del poder, a la esperanza de que sea a
través del Estado y de sus mecanismos tramposos como se puede transformar a la
sociedad.
William Ospina / El Espectador
(Texto leído
en el Encuentro Nacional de Jóvenes Caminantes, en la Selva de Florencia de
Samaná, Caldas, el pasado 13 de mayo).
El poder político en
Colombia está diseñado para ser todopoderoso a la hora de atornillar lo que
existe, y para ser impotente a la hora de cambiar las cosas y de servir a los
ciudadanos. Mucha gente lo sabe y ha renunciado a la esperanza del poder, al
espejismo de la participación y al sainete electoral, pero se ha atrincherado
en la indiferencia, el escepticismo y el repliegue hacia el mundo privado,
olvidando o ignorando que a lo único que no puede renunciar el ser humano es a
la comunidad, porque a la sociedad o se la transforma o se la padece.
Pero, ¿es posible una
acción política por fuera de los cauces y los instrumentos del Estado? ¿Es
posible una democracia por fuera de las elecciones y de los mecanismos formales
de participación? Por lo pronto Colombia ha demostrado que puede sobrevivir no
gracias sino a pesar de las instituciones. Pero es evidente que ha sido a lo
largo de las décadas una supervivencia dolorosa y trágica.
Una parte de la sociedad
está formalizada, trabaja y tributa y vota y se ajusta a la ley. Pero las
grandes mayorías viven en el empleo informal, en el rebusque, en la
marginalidad e incluso en la ilegalidad, porque el modelo económico y social
excluye y arrincona, formaliza para expoliar e incluye para sacar ventaja, pero
no se ha propuesto jamás construir una sociedad democrática verdadera, un
Estado que proteja el trabajo y la familia, que construya una leyenda nacional
viva y compartida, que brinde dignidad, certezas, confianza y convivencia.
Hace ya mucho tiempo se
socavaron los principios de la confianza y de la convivencia, hace mucho se
estableció la costumbre de gerenciar el miedo, de extorsionar con el poder, de
predicar la confrontación, de vivir del conflicto, de condenar a los pobres a
la ilegalidad para después satanizarlos por ser ilegales. Tiene que haber una
respuesta para el hecho de que aquí todos los enriquecimientos son ilícitos,
los inmensos y generalizados cultivos de la gente pobre son ilegales, y una
lógica de la desconfianza trata por principio a todo ciudadano como un
delincuente.
El Estado no está para
educar, sino para ser educado, dijo alguien. Y hemos llegado a un momento de la
historia en que la crisis de la civilización exige un cambio radical de
costumbres, exige que cambiemos todas las cosas. Una de las tareas de la
inmensa revolución de las costumbres que, a fuerza de globalización, está
comenzando en todo el mundo, es la de reinventar nuestra manera de estar juntos
y nuestra manera de habitar en el mundo. Una revolución del hacer, del
ritualizar y del habitar está comenzando, y no la dicta la búsqueda de un orden
prefijado, sino la necesidad de escapar a los peligros que se ciernen sobre la
civilización y sobre el planeta.
Tal vez la gran
diferencia entre este y otros momentos de la historia radica en que nunca antes
los peligros fueron tan grandes y la búsqueda de soluciones tan imperiosa. Nos
acostumbramos a decir como el texto bíblico: “No hay nada nuevo bajo el sol”.
Ahora sabemos que por fin hay algo nuevo: saberes impredecibles, poderes casi
incontrolables, peligros inusitados. Nunca antes habían surgido tantos peligros
salidos de nosotros mismos y de nuestra manera de habitar. Nada que hayamos
diseñado previamente está a la altura de los desafíos del presente, y la verdad
es que hoy podemos repetir con un estremecimiento los versos finales del poema
La playa de Dover de Mathiew Arnold: “Porque el mundo que yace ante nosotros
como una tierra de sueños,/ tan variado, tan bello, tan nuevo,/ no tiene en
realidad ni gozo ni amor ni luz,/ ni certeza, ni paz ni ayuda en el dolor; / y
nosotros estamos aquí como en una sombría llanura,/ atravesada por confusas
alarmas de guerra y de fuga,/ donde ignorantes ejércitos chocan de noche”.
De esa noche grávida de
peligros y de posibilidades brotará el mundo nuevo. Y por hoy no cuenta con
respuestas, sino con la fecunda luz de unas preguntas. Ahora sólo sirven los
poderes del cuerpo, del instinto y de la intuición, los rumores de la leyenda, los
tejidos del mito, los talleres del arte, los llamados de la poesía y las
resonancias libres del lenguaje. Todo lo instituido está bajo sospecha. La
profunda voz de la tierra nos arroja sus advertencias, el pasado nos ofrece sus
mejores recuerdos, pero nos dice que no hay a donde volver, que esos bosques ya
no existen, que tal vez ya sólo podemos pedir orientación a los ríos que corren
“al norte del futuro”, como decía Paul Celan.
Hace siglo y medio
Nietzsche comenzó su profético libro “La voluntad de dominio” con una
afirmación tremenda: “Voy a escribir la historia de los próximos dos siglos”. Y
enseguida describió nuestra época con una lucidez, una ferocidad y un detalle
verdaderamente alarmantes. Sería la época del nihilismo, del hundimiento de
todos los valores, de la pérdida de todo rumbo, de aridez espiritual, de
angustia, de crueldad y de horror. Ahora ese mismo nihilismo confunde y
desconcierta a muchos porque su angustia tiene diseños sofisticados, su
malestar se fabrica de un modo industrial, su desesperación viene empacada al
vacío, su vacío sobrenatural está provisto de control remoto, su extravío tiene
pantalla táctil, y el miedo al minuto siguiente relampaguea en las manos de
todos.
Habrá un país llamado
Colombia si hay un planeta llamado Tierra, donde el equilibrio de la naturaleza
vuelva a ser la prioridad de las comunidades, donde el milagro de la vida sea
el mejor espectáculo, donde la austeridad sea un verdadero timbre de
aristocracia, donde el afecto sea el principal medio de comunicación, donde el
trabajo, donde el hacer sea a la vez una responsabilidad y un placer, un modo
de expresar la vida interior y un acto de gratitud con el mundo, donde
resolvamos en destreza y en creatividad nuestros desacuerdos, en arte nuestra
energía vital, donde aprendamos a ser rivales sin ser enemigos, donde nos
inclinemos como en la India ante la divinidad que hay en los otros, donde la
religión no sea arrodillarse y darse golpes de pecho, sino cuidar, celebrar y
agradecer y, como decía el Latino, mirarlo todo con un alma tranquila, y donde
aprendamos a habitar cerca del bosque y de sus dioses, protegiendo la salud de
los manantiales, en ciudades humanas que giren silenciosamente como grandes
flores solares.
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