A días de las elecciones
en Colombia el candidato de la izquierda, que ha sabido despertar una
entusiasta expectativa en el pueblo, desconoció con duros términos el triunfo
de Nicolás Maduro. Pero Petro no es el único. Los progresismos latinoamericanos
“antichavistas”, un destino improbable.
Pablo Solana / Lanzas y letras
Gustavo Petro y Nicolás Maduro |
Tras los
comicios presidenciales del domingo pasado en Venezuela, el candidato de la
Colombia Humana dirigió una carta a la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH) desconociendo el triunfo de Nicolás Maduro, a tono con los
gobiernos derechistas de la región. Gustavo Petro señaló que Venezuela “transita
un doloroso camino de secuestro de la democracia” y repitió argumentos del
Grupo de Lima, que reúne a los presidentes neoliberales enfrentados a
Venezuela, al afirmar que los gobiernos latinoamericanos “están obligados moralmente a combinar la presión
diplomática y la denuncia hasta lograr el retorno de Venezuela” a los “cauces democráticos”.
Esas afirmaciones contradicen lo que los propios veedores internacionales
afirman de los comicios. El expresidente español Rodríguez Zapatero,
insospechado de afinidad con el chavismo, reconoció la rigurosidad del sistema
electoral venezolano, vapuleado sin sustento desde siempre por la oposición (el
expresidente de EEUU Jimmy Carter, en medio de denuncias similares, en 2012
afirmó que “de las 92 elecciones que hemos monitoreado, yo diría
que el proceso electoral en Venezuela es el mejor del mundo”). Ante
la falta de cuestionamientos técnicos al sistema electoral, Gustavo Petro
repitió las denuncias políticas que agita la derecha venezolana, como el caso
de la prisión de Leopoldo López y Antonio Ledezma, desconociendo que sus
encarcelamientos se deben, más que a la supuesta falta de libertades políticas,
a crímenes probados que costaron la vida a decenas de venezolanos.
¿Por qué
Petro, en este tema, elige alinearse con el discurso de la derecha continental?
La
coyuntura electoral interna arroja una primera respuesta, sencilla y a la vez
superficial. El poder económico-mediático y las castas políticas gobernantes en
Colombia han construido una imagen casi diabólica del “castrochavismo”
venezolano; eso ha calado en gran parte de la sociedad y entonces Petro, al
confrontar con Maduro, estaría respondiendo a una necesidad “táctica” de
congraciarse con una porción importante del electorado al que el próximo
domingo le pedirá el voto. Así lo explica Diego
Pinto, excandidato a la Cámara por el Polo Democrático Alternativo
en Bogotá, quien apoya la candidatura de Petro: “Su proyecto político, si bien
es el más cercano a la izquierda, expresa más bien a la socialdemocracia, eso
hace que en un momento electoral busque tomar distancia del discurso de que
Colombia podría resultar ´otra Venezuela´ porque eso se vuelca contra él, entonces
para no perder votos se lanza en ristre contra Maduro”. Pinto agrega que, para
los sectores populares en Colombia, “un gobierno de Petro podría dar una
apertura democrática saludable, por eso nuestro apoyo, aunque rechacemos esas
declaraciones”.
No solo en Colombia
El fenómeno
de nuevas fuerzas progresistas latinoamericanas con posibilidad de disputar la
presidencia o posiciones expectantes en la institucionalidad excede a Colombia.
Así sucede especialmente en países donde no ha habido en la últimas dos décadas
gobiernos alternativos: aquí con Petro, pero también en México con la
candidatura de Andrés Manuel López Obrador, en Chile con la
experiencia del Frente Amplio o en Perú con la excandidata
presidencial Verónika Mendoza de Nuevo Perú.
A partir de
esas experiencias, analistas internacionales creen que América Latina está ante
una “nueva ola progresista” en la región. Tal expresión fue utilizada por el
director del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag), Alfredo
Serrano: “En estos años en los que muchos hablan de fin de ciclo [progresista],
podemos asegurar justo lo contrario: está surgiendo uno nuevo”, publicó en Twitter, en sintonía con su
artículo “El nuevo progresismo latinoamericano”;
similar caracterización ha hecho Atilio Boron, otro respetado analista de la
realidad continental.
Ante las
recientes elecciones en Venezuela, esas fuerzas progresistas se posicionaron
con variantes, aunque con un factor común: en ninguno de los casos han
defendido o apoyado a la Revolución Bolivariana; por el contrario, parecen
coincidir en el hecho de tomar una distancia sustancial.
En Chile,
el Frente Amplio se encontró envuelto en un lío interno cuando uno de sus
referentes, el diputado Pablo Vidal, criticó la “deslegitimidad político-institucional”
del gobierno de Maduro y de la convocatoria a elecciones y se permitió ir más
allá: “La primera responsabilidad de cualquier partido de la izquierda
democrática del siglo XXI debe ser la defensa irrestricta de los derechos
humanos. En consecuencia, Revolución Democrática [su fuerza política dentro
del Frente Amplio] debe denunciar tajantemente la crisis humanitaria que
vive el pueblo venezolano”, afirmó. Por su parte la excandidata presidencial
por el Frente Amplio peruano, Verónika Mendoza, referente de la fuerza Nuevo
Perú, sostuvo en febrero pasado que en Venezuela “hay una dramática deriva autoritaria, eso caracteriza
hoy al señor Nicolás Maduro”, para concluir que lo que sucede en el
hermano país es “una dictadura”. En México, López Obrador, también en campaña
por la presidencia, fue el más prudente: optó por el silencio. En estos
contextos, lo de Petro constituyó el choque más resonante, pero no el único
síntoma.
¿Un nuevo “ciclo progresista” … antichavista?
Durante la
última década se denominó “ciclo progresista” a la oleada de gobiernos que
encarnaron diversas propuestas políticas con arraigo popular en América Latina.
Se trató de proyectos diferentes: algunos denominados centroizquierdistas,
otros nacionalistas-radicales y otros apenas neodesarrollistas. Lo cierto es
que, a mediados de 2009, siete de los doce países de América del Sur estaban
bajo gobiernos alternativos al neolieberalismo (Argentina, Brasil, Uruguay,
Paraguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela), al igual que tres de los siete
centroamericanos (El Salvador, Honduras y Nicaragua). Sumando a Cuba, esos
gobiernos abarcaban más de 300 millones de personas y, aún con diferencias, se
permitieron desafiar la hegemonía política y cultural de EEUU en su “patio
trasero”. La contraofensiva reaccionaria no se hizo esperar: con los años,
tanto Honduras, Paraguay y Brasil padecieron golpes o destituciones irregulares
de sus mandatarios; el triunfo de la derecha en las elecciones argentinas de
2015, sumado al “giro al centro” en Ecuador y Uruguay, llevó a hablar de fin
de ciclo, debate que se fue apaciguando sin conclusiones definitivas hasta
hoy, cuando cobran peso en la escena continental nuevas fuerzas alternativas
con expectativas de llegar al gobierno.
El otrora
vigoroso ciclo progresista está fuertemente debilitado, pero no acabado. A la
continuidad de la Revolución Bolivariana se suman la Bolivia de Evo Morales, la
Revolución Cubana, el gobierno del FMLN en El Salvador y del sandinismo en la
recientemente convulsionada Nicaragua. Las adhesiones mundiales recogidas por
Maduro después de las elecciones han sido más bien pocas pero de peso, como las
de Rusia y China. Sin la sobreabundancia petrolera de una década atrás, aún
sigue habiendo en este modesto bloque regional un punto de referencia para
quienes busquen alternativas a la hegemonía imperialista estadounidense en
Nuestra América. Si a eso se suman nuevas fuerzas progresistas con capacidad
real de disputa institucional, no parecieran equivocarse quienes afirman que
los gobiernos alternativos aún tienen tela por cortar.
Sin
embargo, la mala prensa del ciclo en cuestión —resultante de una verdadera
Guerra de Cuarta Generación protagonizada por los dueños de los “fierros”
mediáticos — generó un efecto “despegue” por parte de estos nuevos
progresismos, en particular en los países donde el neoliberalismo ha tenido
continuidad. El analista Alfredo Serrano, aunque asocia a estas fuerzas
alternativas con el ideario de los gobiernos anteriores, reconoce esta
particularidad. En su citado artículo afirma que los progresismos actuales
“procuran poner cierta distancia con la izquierda de Chávez y Maduro, Evo,
Correa, Néstor y Cristina, y Lula y Dilma. No quieren ser herederos de activos
ni pasivos de otros procesos que les son ajenos (…) no quieren rendir cuentas
de otros procesos. Es como una sombra que les persigue porque es usada por sus
detractores para estigmatizarlos rápidamente como lo viejo, como lo pasado”.
Distancia del chavismo, ¿cercanía a qué?
El reflujo
del ciclo progresista, aún con la valiosa continuidad de los gobiernos de
Venezuela, Bolivia y el pequeño bloque en torno a ellos, amerita balances y
autocríticas: el imperialismo y las oligarquías han propinado duros golpes,
pero no todo ha sido culpa de sus aciertos. En Argentina la derecha pudo correr
del gobierno al kirchnerismo sin mayores costos, y en Brasil el PT se sigue
mostrando impotente para reaccionar más allá de las maniobras tramposas de la
oligarquía que los sacó del poder; eso se explica solo si prestamos atención a
los factores internos de debilidad. Ni qué hablar de lo sucedido en Ecuador con
el correísmo o en Uruguay después del gobierno del simpático exguerrillero Pepe
Mujica. Más allá de la pervivencia de Bolivia y Venezuela y de la deseable pero
improbable ilusión de un Lula candidato, poco de la potencia latinoamericanista
de una década atrás parece quedar en las fuerzas políticas que estuvieron al
frente de aquellos gobiernos.
Tras contar
con el testimonio de más de una decena de protagonistas de esos procesos y de
analistas de peso, en el libro América Latina. Huellas y retos…
sistematizamos algunos factores que la izquierda continental haría bien en
ponderar a la hora de reajustar estrategias. De la mano del balance autocrítico
del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, apuntamos como déficit
evidentes del ciclo progresista —especialmente allí donde se perdieron
gobiernos — la falta de anclaje en las construcciones de base y en formas de
democracia directa que garanticen un verdadero ejercicio del poder por parte
del pueblo; la justificación o disimulo de notorios hechos de corrupción, que
continuaron como un mal endémico de las democracias formateadas en función del
gran capital; la falta de autocrítica y la “justificación de lo
injustificable”, que dio como resultado la formación de una militancia seguidista
y acrítica que, ante el error o desconcierto de sus conducciones, no acertó a
problematizar los cursos de claudicación, presionar a sus dirigentes o proponer
formas de rectificación.
A esos
factores críticos se suma otro, tal vez el más actual, en el que bien podrían
verse reflejadas estas fuerzas progresistas que pretenden evitar mayores roces
con los detentadores del poder económico, político y comunicacional en cada
país. Con los progresismos más moderados de la década anterior fracasó, además,
la fórmula de “conciliación de clases”. La política de alianzas con sectores
ideológicamente contrarios resultó un salvavidas de plomo para muchos de estos
procesos: los mandatarios progresistas de Paraguay y Brasil fueron volteados
por sus enemigos-aliados en el propio gobierno, como sucedió con los
vicepresidentes Federico Franco y Michel Temer en cada caso; allí donde no se
movilizó al pueblo para confrontar al poder real y a las grandes empresas
comunicacionales, pensando que así se lograría estabilidad y gobernabilidad,
esos mismos factores del poder económico e ideológico, lejos de congraciarse
con la docilidad, descargaron la guerra psicológica más virulenta contra los
gobiernos alternativos apenas vieron la oportunidad.
Replicando
varias de estas limitaciones, las fuerzas progresistas que hoy pelean cargos
institucionales parecen optar por el “corrimiento al centro” como estrategia
para contrarrestar los golpes de la derecha.
Cabe pensar
que las presiones contra candidatos alternativos a los que se pretenda adosar
el “estigma Venezuela” no solo continuarían, sino que se profundizarían si
alguno de ellos (Petro o López Obrador) lograra la presidencia. Entonces, esta
“táctica electoral” a modo de concesión al discurso reaccionario, terminaría
convertida no ya en táctica sino en estrategia de penosa supervivencia aun a
costas de las buenas intenciones de origen de cada cual.
Gustavo
Petro no es un recién llegado a la política, tampoco a estos debates. Su
gestión como alcalde de Bogotá (2011 – 2015) bien puede ser leída como una
experiencia a escala de los gobiernos progresistas, con sus virtudes y
limitaciones. El politólogo y militante popular Sebastián
Quiroga analizó esa relación en un artículo para el libro antes
citado. Allí afirma que “la disputa contra la vieja institucionalidad y por la
construcción de una nueva, así como la lucha contra los grandes poderes
económicos, necesita de un papel activo, dinámico y propositivo de los
movimientos populares y la sociedad organizada”. Cierto caudillismo atribuido
al candidato vendría a reemplazar la falta de base popular organizada:
aunque en Colombia sí la hay, Petro la tiene de prestado. Ya lo dice Diego Pinto
más arriba: los sectores populares apoyan su candidatura, pero también están
dispuestos a marcar sus contradicciones. Ojalá tengan la fuerza para hacerse
escuchar.
El
posicionamiento frente a la Revolución Bolivariana puede no ser el más
importante para la vida cotidiana de las y los colombianos en el corto plazo,
aunque, en un futuro inmediato, la situación se puede complicar. Como señala el
periodista Gerardo Szalkowicz, la sistematicidad de las denuncias contra
Venezuela, con independencia de su falta de sustento, preanuncia un “mayor asedio internacional, ofensiva mediática y asfixia
económica”.
En
Colombia, país desde el que se escriben estas líneas, resultaría extremadamente
erróneo mezquinar apoyo a la candidatura de Gustavo Petro, aun cuestionando su
sobreactuación anti-venezolana. Pero igual de erróneo sería dejar pasar el
exabrupto sin llamar la atención sobre el hecho de que, sumando su granito de
arena a la campaña de hostigamiento contra el gobierno de Maduro, los únicos
beneficiados serán sus propios enemigos.
En la
presentación de nuestro libro sobre las negociaciones con las insurgencias en
Colombia, el profesor Marcelo Caruso se refirió a la falta de
acompañamiento a los procesos de paz de parte de los gobiernos progresistas de
la región. La afirmación es tan cierta como que a la izquierda en Colombia le
cuesta empalmar con los ciclos regionales, aduciendo un desfasaje de las
condiciones objetivas aquí y allá.
Cualquier
intento de gobierno alternativo, en Colombia o en cualquier país de Nuestra
América, será infinitamente más difícil de sostener sin un nuevo bloque de
independencia y unidad continental. Y para ello, para Colombia o Chile o México
o Perú, la generosidad latinoamericanista y antiimperialista de la Venezuela
Bolivariana seguirá jugando un rol fundamental.
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