La narrativa
de la crisis, instrumentalizada por tecnócratas, intelectuales y medios de
comunicación, se convirtió en uno de los ejes del proyecto neoliberal criollo
que, como en el resto de América Latina, insiste con terquedad en alimentarse
de sus fracasos y reproducirse a partir de sus propios errores.
Andrés Mora
Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Cuando
un delincuente mata por alguna deuda impaga, la ejecución se llama ajuste de
cuentas; y se llama plan de ajuste la ejecución de un país endeudado, cuando la
tecnocracia internacional decide liquidarlo”.
Eduardo
Galeano. Patas arriba. La escuela del
mundo al revés (2004).
Recordemos
que en diciembre del 2018, el oficialista Partido Acción Ciudadana (PAC) logró
la aprobación en la Asamblea Legislativa de una polémica reforma fiscal que fue
anunciada como necesaria si se quería evitar una crisis de dimensiones escatológicas, y con ello, frenar la
aplicación de medidas de ajuste que –en palabras de la entonces Ministra de
Hacienda, Rocío Aguilar- provocarían “dolor”, más
desempleo y afectarían la calidad y cobertura de los servicios públicos
esenciales que recibe la población.
Ahora, frente
al estancamiento prolongado de la economía, y a los magros resultados del nuevo
esquema tributario, agravados por el hecho de que la agencia Moodys emitió un comunicado negativo
sobre el riesgo de inversión en bonos de deuda costarricense, la intelligentsia
neoliberal, arrinconada por la situación, redobla su apuesta por los dogmas
económicos neoclásicos.
Desde el
Ejecutivo, y con apoyo de las cámaras empresariales y varios partidos de
derecha, se promueve la aprobación de un proyecto de ley que pretende flexibilizar
la jornada laboral, que pasaría de 8 a 12 horas, bajo el supuesto de que dicho
cambio ayudaría a reactivar la actividad económica. Y en relación
con la delicada situación fiscal del país y la asfixia de las finanzas públicas
por el pago de la deuda, el mandatario alega que recibió un "país
hipotecado" por los gobiernos que le precedieron en los últimos 20 años,
que no hicieron lo suficiente por resolver la crisis (aunque fue omiso
en asumir la responsabilidad que cabe a su propio partido, el PAC, que
gobernó entre 2014 y 2018, y donde Alvarado se desempeñó como ministro). Es
decir, las distintas administraciones no “ajustaron” al Estado y sus
instituciones a la medida del traje diseñado por los organismos financieros
internacionales.
En
consecuencia con este discurso, el nuevo Ministro de Hacienda, Rodrigo Chaves,
un exfuncionario del Banco Mundial, anunció que reforzará el combate a la
evasión de impuestos y, además, propuso "recurrir
a los superávits presupuestarios de once instituciones y empresas públicas, así
como la privatización" del banco BICSA y de la Fábrica Nacional de
Licores, para conseguir recursos frescos para el pago de la deuda. No
obstante, como explica el economista Luis
Paulino Vargas, "todo esto sumado daría para cancelar un 1% de
la deuda total o, en el mejor de los casos, un poquitito más. Bastaría un
trimestre, quizá menos, para que esa amortización quede compensada y superada
por el crecimiento inercial de la deuda".
El servicio
de la deuda –es decir, el monto que el Estado endeudado debe pagar a los
acreedores- consumirá el 38,2% del presupuesto nacional del 2020, y el ministro
Chaves alberga la expectativa de realizar una nueva colocación de bonos (los
llamados eurobonos) en los mercados de
Londres o Nueva York para sustituir deuda
cara por deuda barata. El ciclo, a todas luces, parece interminable: a
mayor deuda, mayor endeudamiento; a más desempleo y déficit, más ajustes y
sacrificios. La narrativa de la crisis, instrumentalizada por tecnócratas,
intelectuales y medios de comunicación, se convirtió en uno de los ejes del
proyecto neoliberal criollo que, como en el resto de América Latina, insiste
con terquedad en alimentarse de sus fracasos y reproducirse a partir de sus
propios errores.
Para quienes
nacimos en la Costa Rica de finales de la década de 1970, “crisis” se ha
convertido en una palabra común, casi omnipresente: nuestra vida ha
transcurrido en la zozobra permanente, en la inminencia del colapso social y
económico, sometidos al dictum de los organismos financieros internacionales
que reclaman la profundización de los ajustes fiscales y estructurales
–detenidos solo temporalmente por la resistencia de los movimientos sociales-. La edad de oro del Estado
costarricense, aquella en que el proyecto socialdemócrata iniciado en 1950
desplegó todo su potencial transformador -por medio del desarrollo de una
economía mixta, de la regulación de los capitales, de la promoción del
empleo y los derechos de los trabajadores como política social, de la
inversión pública en infraestructura, de la ampliación de la cobertura
educativa y sanitaria, del fortalecimiento de la producción agrícola y la
gestión cultural, entre otros aspectos-, es para nosotros un recuerdo que
gravita en el discurso de la historia oficial y en el imaginario del discurso
hegemónico de la identidad nacional, pero que tiene cada vez menos
referentes a los cuales anclarse como factor de movilización de la acción
política.
Desde
mediados de la década de 1980, con la implementación del primer Programa de
Ajuste Estructural, la crisis como condición permanente, como narrativa que
sostiene e impulsa el proyecto neoliberal en el país, devino en una suerte de
dispositivo cultural e ideológico que establece el carácter inexpugnable de sus
mandatos, al tiempo que proscribe cualquier alternativa que se aleje de los
marcos hegemónicos de comprensión de los problemas económicos y sociales. Y con
pesar, debemos reconocer que no existe hoy, entre la oposición en la Asamblea
Legislativa ni entre los diversos movimientos sociales, la capacidad de abrir
un debate, con incidencia en la opinión pública, sobre salidas otras a la crisis multidimensional que nos aqueja.
Aunque
aumente la desigualdad social, la concentración de la riqueza, el desempleo y
la precarización del trabajo, el sistema permanece exento de toda sospecha,
gozando de la impunidad de sus crímenes. Ese, quizás, sea uno de sus mayores
triunfos.
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