El acto protagonizado por
Guaidó no ha sido menor. Simbólicamente es la reafirmación de la subalternidad
gozosa de nuestras clases dominantes; de su entreguismo desvergonzado; de su
incapacidad para dirigir dignamente nuestros países.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa-Rica
Como José Martí nació un 28 de enero de 1853, estaba releyendo algunos
textos suyos para escribir algo sobre él. En esas estaba cuando la televisión
me dio de bruces con el señor de copete dorado que ahora funge de presidente de
los Estados Unidos.
Estaba el tal señor haciendo un reality show en el Congreso de
su país, portándose groseramente con la señora Pelossi, haciendo gestos y pucheros de niño malcriado y
diciendo pomposamente exageraciones y mentiras cuando, de pronto, hace levantar
de entre el público que lo escuchaba a un señor flaquito, que cuando habla
parece que se atraganta, y que responde al nombre de Juan Guaidó.
Es este señor, como se sabe, el venezolano autoproclamado presidente de su país; un señor que, como el rubio de copete que en ese momento se encontraba en el estrado, ocupa buena parte de su tiempo haciendo ridículos shows que lo pintan de cuerpo entero como ejemplificante espécimen de una cierta clase de políticos fantoches que hoy por hoy pululan por el mundo.
Pensando como estaba yo, en José Martí, no pudo sino venírseme a la cabeza
el tremendo contraste entre uno y otro. El primero, dignísimo, llamándonos a
estar alertas ante quien llamó el gigante de las siete leguas; avisándonos de
sus intenciones de salteador de caminos, de avorazado glotón de nuestras
riquezas naturales.
El otro, haciéndole el juego al emperador de turno, asistiendo gozoso
al lamentable espectáculo que protagonizaba, sintiéndose ufano por lo aplausos
que la élite gobernante del imperio le ofrecía, juntando sus manos en gesto de genuflexo
agradecimiento ante los que planean invadir su patria, cuna de la libertad de
América del Sur.
Aunque todos los disparates que ha hecho este señor Guaidó
(fotografiarse con miembros del crimen organizado en la frontera de su país con
la vecina Colombia, saltarse la reja del Congreso cuando podía entrar normalmente por la puerta,
autoproclamarse presidente en un mitin ante algunos de sus seguidores, etc., etc.)
no hubieran sido suficientes para descalificarlo, para avergonzar a quienes
eventualmente pueden haberlo seguido, hacerse presente en el recinto en donde alguien
como Donald Trump está amenazando con aplastar a su país, es indignante.
Es indignante no solo para los venezolanos sino para todos los
latinoamericanos. Su presencia en ese lugar, su lacayuna actitud de servil lamebotas
en el corazón del imperio, muestra la pervivencia de esa clase de entreguistas
que nos ha gobernado por doscientos años, que se sienten felices cuando algún procónsul
imperial les regala una mirada, y apesadumbrados por no haber nacido al norte
del Río Bravo.
Es esa clase racista que en Venezuela se burlaba de Hugo Chávez por sus rasgos aindiados, y por
eso le negaban capacidad para gobernar o, incluso, para pensar como ser humano, es decir, como
ellos, que se sienten el sumun solo cuando logran parecerse a quienes
aplaudieron a Guaidó en el Congreso norteamericano.
El acto protagonizado por Guaidó no ha sido menor. Simbólicamente es la reafirmación de la subalternidad gozosa de nuestras clases dominantes; de su entreguismo desvergonzado; de su incapacidad para dirigir dignamente nuestros países. Ojalá pudiéramos ver esto con la claridad meridiana con la que nos la presenta este pobre politiquillo de tercera, que pasará a la historia como uno más de la cohorte de mediocres que nos tienen sumidos en la ignominia.
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