Hemos sido educados en la mentira, por eso no
soportamos la verdad.
Carolina
Vásquez Araya / www.carolinavasquezaraya.com
Quizá,
como ejercicio intelectual, un día deberíamos mirar hacia atrás y analizar cómo
nos hemos adaptado a los usos y costumbres de sociedades regidas por
prejuicios, estereotipos y relaciones sociales basadas en la deformación de la
comunicación a partir de conceptos sexistas, racistas y de cuestionable nivel
moral. Así crecimos y de ese modo
adoptamos una visión de “lo correcto” para adaptarla a una serie de estrechas
normas que nos vienen cómodas, a pesar de sus limitaciones. De ese modo, fuimos
formados con un filtro cuyo efecto tendría una influencia decisiva en todas
nuestras relaciones futuras.
En ese
sustrato contaminado nuestras sociedades cultivan, como lo más natural, la
desconfianza y la violencia en las relaciones humanas desde la más tierna
infancia. Aun cuando intentamos convencernos de que nuestros primeros años
fueron unas vacaciones en la isla de la felicidad, sabemos muy bien cuánto
sufrimiento enfrenta la niñez en espacios como el hogar y la escuela, en donde
se consolidan de manera indeleble su visión del mundo y de las conexiones con
sus semejantes. Quizá por ese comprensible afán de teñir el pasado con un velo
de nostalgia solemos pasar por alto hasta dónde esas primeras experiencias
marcaron nuestro presente.
En este
aspecto, los países de nuestra América Latina –con su carga de una religiosidad
restrictiva y hermética- han sido un ejemplo ilustrativo de cuánto daño han
causado en las relaciones sociales y en el desarrollo de nuestras naciones esas
normas incuestionables que separan a los humanos por categorías, color de piel
o le aplican una gradación diseñada para y por una administración más eficaz de
la separación por clases: en general, son estructuras de carácter colonialista
adscritas al poder político y económico. A partir de ahí se va definiendo todo
un modelo de sociedad en donde predominan valores establecidos por las clases
dominantes, con todo su engranaje de falsedades y prejuicios.
Las
contradicciones en la formación de la infancia comienzan desde muy temprano.
Durante los primeros años de vida se suele imprimir en la mente de niñas y
niños el respeto por la verdad, un valor cuyo ejercicio conlleva un alto grado
de honestidad y fortaleza moral. Sin embargo, esta supuesta fortaleza se cae a
pedazos en cuanto se instalan en el discurso familiar -cual importantes
cualidades humanas- los prejuicios sociales, la intolerancia, el racismo y los
roles de género, todas ellas deformaciones cuyas consecuencias tendrán enorme
impacto en la vida de las nuevas generaciones. La mentira, entonces, se instala
así como un código de conducta aceptado y propiciado desde la esfera de
autoridad, con el propósito de facilitar la inserción de los nuevos miembros en
una sociedad convenientemente segregada.
Esta
clase de formación suele presentar sus primeras manifestaciones en conductas de
extrema violencia entre niñas, niños y adolescentes. Entrenada en un ambiente
de competencia, rivalidades y, muy frecuentemente, violencia física durante el
período más importante de su desarrollo, la niñez se ve enfrentada a un desafío
de supervivencia emocional para lo cual no está preparada y, por lo tanto, su
escaso entrenamiento para lidiar con sus propias contradicciones la convierte
en un objetivo fácil para toda clase de abusos. Por ello, no debería
sorprendernos cuando esa frustración se descarga en formas extremas como el
crimen, el suicidio y diversas formas de autodestrucción que desde nuestra
estrecha perspectiva de adultos consideramos no solo inaceptables, sino también
incomprensibles.
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