Los
derechos de los trabajadores públicos se precarizan al ritmo de los miles de
ecuatorianos despedidos, sin que importe el drama familiar que ello representa.
El Estado no se sujeta más a una planificación de objetivos con visión del
futuro, sino a la simple atención a los intereses privados hegemónicos en la
sociedad.
Juan J.
Paz y Miño Cepeda / www.historiaypresente.com
El jueves pasado, 20 de febrero (2020), fui invitado
por los dirigentes de las organizaciones de trabajadores del sector eléctrico,
a participar, en la ciudad de Cuenca, en el I Encuentro de Trabajadores de las
Empresas Públicas del Ecuador. En mi exposición traté de ubicar a las
organizaciones de trabajadores públicos en un breve contexto sobre la historia
del movimiento obrero, al mismo tiempo que ofrecí algunas reflexiones sobre la
“flexibilidad laboral” que es una consigna de las cúpulas empresariales del
país.
El sector de empleados y trabajadores del Estado no ha merecido la suficiente atención de los investigadores sociales. Conocemos mejor la trayectoria de las grandes centrales nacionales (CEDOC, CTE, CEOSL) y su acción política y sindical, pero no hay estudios sobre los trabajadores del sector público, que permitan una visión integral, histórica y de seguimiento para el largo plazo.
Durante el siglo XIX-histórico, el Estado fue raquítico: con una hacienda pública de ingresos insuficientes, pocas inversiones, una burocracia reducida e ineficiente, y un ejército que consumía la mayor parte de los exiguos presupuestos. La corrupción se extendió tanto en el sector público como en el privado. Las entidades estatales crecieron a partir de la Revolución Liberal (1895), con la institucionalización del ejército, la incorporación de la mujer a las oficinas públicas o el despegue del magisterio nacional. Con la Revolución Juliana (1925-1931) nacieron instituciones económicas (BCE, Contraloría, etc.) y sociales (Ministerio de Previsión Social y Trabajo). A partir de entonces se avanzó entre ciclos cortos de progreso y otros de estancamiento. Pero solo los “desarrollismos” de las décadas de 1960 y 1970 fortalecieron las capacidades estatales, las inversiones, los presupuestos y una creciente burocracia, pues se establecieron numerosas instituciones y empresas públicas (Ietel, Inecel, CFN, BEV, Ierac, Cepe, etc.).
Las inversiones del Estado en obras de infraestructura, en servicios públicos y hasta en la promoción del sector privado, han sido decisivas para la modernización y el desarrollo del país, que no ocurrió nunca solo con la iniciativa empresarial, lo cual contradice la generalizada opinión en contra del papel activo del Estado en la economía. A su vez, el Estado pasó a ser un espacio para el trabajo de miles de personas, ante la incapacidad del sector privado de generar el empleo requerido masivamente. Pero también han sido generalizados los bajos salarios, el burocratismo y la proliferación de puestos para cumplir clientelismos políticos, además de las diferenciaciones de estatus económico y social entre distintas entidades y empresas públicas. De modo que se vuelve necesario el estudio del Estado como espacio de trabajo humano, para poder comprender su dinamia, sus alcances y sus límites.
Durante las décadas de 1980 y 1990, las consignas empresariales, bajo el manto ideológico del neoliberalismo, abogaron por el achicamiento del Estado, la reducción del gasto público, las privatizaciones y el recorte de capacidades regulatorias estatales. Hasta hoy persiste la idea que Ecuador tiene un Estado “obeso”, algo ajeno a la realidad histórica. Entre 2007 y 2017 se recuperó la visión sobre los roles activos del Estado, que la Constitución de 2008 consagra bajo los principios del Buen Vivir. Desde 2017 esos principios han sido abandonados y otra vez, bajo las consignas neoliberales-empresariales, se vuelve a las ideas anti-Estado, que solo han beneficiado a elites privadas tradicionales, con lo cual se ha retrocedido a las visiones tan perjudiciales que caracterizaron al país durante las décadas finales del siglo XX e inicios del XXI.
Los trabajadores del Estado experimentan directamente el giro neoliberal-empresarial. Son despedidos por miles. Y en la Carta de intención suscrita con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en marzo de 2019, el gobierno de Lenín Moreno claramente se comprometió, entre otros asuntos, a reducir subsidios a los combustibles en 5% del PIB en los próximos tres años (subir precios a las gasolinas); además, “normalización de los precios del diésel de uso industrial” (subir el diésel); “sistema de subsidios a los combustibles que promuevan la equidad y la eficiencia económica” (o sea, focalizar los subsidios para sectores más pobres); reforma del sistema tributario; “reducción del gasto público de capital y de bienes y servicios” (menos inversiones estatales); y, específicamente, el “reajuste de la masa salarial del sector público”, que significa despedir a trabajadores del Estado, un proceso que continúa en marcha.
Los derechos de los trabajadores públicos se precarizan al ritmo de los miles de ecuatorianos despedidos, sin que importe el drama familiar que ello representa. El Estado no se sujeta más a una planificación de objetivos con visión del futuro, sino a la simple atención a los intereses privados hegemónicos en la sociedad. Y las organizaciónes de los trabajadores públicos tienen una misión primordial: defender las empresas y los servicios estatales, que implican la defensa de sus propios lugares de trabajo. Los trabajadores públicos merecen ser defendidos en sus derechos, estabilidad y promoción; aunque, desde luego, la sociedad exige superar los procesos burocráticos y consolidar la eficiencia, así como la calidad y ética de los servicios públicos.
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