La palabra comunismo ha
vuelto a ingresar en la escena teórica de distintos pensadores, que podríamos
designar como “radicales”. En todos ellos encontramos un rasgo similar que
insiste de distintos modos: la cada vez más evidente incompatibilidad entre el
Poder del Capital y la organización democrática de la sociedad.
Jorge Alemán / Página12
Karl Marx |
Por supuesto, no es
demasiado difícil aceptar que el Capital siempre intenta presentarse bajo la
forma de, como dirían los franceses, un “semblante” democrático. Aún cuando
cada vez es más patente el carácter de reproducción ilimitada del Capital,
reproducción que en sus efectos más logrados no respeta ningún vínculo social,
sin embargo la máscara democrática se emplea siempre, incluso en el caso mismo
de Trump.
Desde esta lógica, lo
que plantea Badiou, a veces Zizek, a veces los comunistas italianos, es
separarse radicalmente de la forma Estado y destruir el semblante
parlamentario, electoral y del Estado de Derecho que encubre al Capitalismo en
su poder imperial. Por esta pendiente, una política “anticapitalista” exigiría
destruir lo que Badiou denomina el “capital-parlamentarismo”, verdadera
coartada del Capital y auténtico obstáculo para cualquier lógica política con
vocación emancipatoria.
Algunos marxistas, cuando apelan a la lucha de
clases, pretenden dar a entender que con esto se nombra la posición más
“radical”, la “más de izquierda”. Sin embargo, ¿no merece el termino en
cuestión ser vuelto a indagar?, ¿no
sería conveniente volverlo a indagar desde la perspectiva de nuestra
contemporaneidad? Sería especialmente relevante plantearse estas cuestiones a
partir de cómo se gestan los verdaderos antagonismos en lo social.
En cualquier caso, este
interrogante demanda una aclaración de entrada: nuestro punto de partida es que
primero está siempre el antagonismo, de un modo estructural y constitutivo y
luego lo social, que se organiza
alrededor del mismo. No existe una sociedad que primero haya sido
armónica, neutral o con algún conflicto que otro o alguna anomalía a resolver.
Por el contrario, a raíz de cómo el discurso estructura lo social, este siempre
lo hace a partir de una negatividad o brecha antagónica que no se puede
cancelar dialécticamente.
En el capitalismo, uno
de los antagonismos más importantes es el formulado por Marx, el que se gesta
entre el Capital y la renta de trabajo. Sin duda, la plusvalía sigue siendo el
aspecto fundamental del Capitalismo, pero su apropiación ya no sólo se
circunscribe a la forma Capital-Trabajo. Existen millones de seres humanos que
no trabajarán nunca, desempleados estructurales, trabajadores en negro, nuevos
esclavos, trabajadores nómadas, clandestinos, etc. En todos los casos, es un
hecho que la apropiación de plusvalía, por distintas vías, se realiza como tal.
¿Se puede unificar todo este campo bajo el concepto de lucha de clases? Como si
el termino en sí mismo poseyese la cualidad metafísica no solo de totalizar
elementos absolutamente heterogéneos, como los antes mencionados, sino que
también pudiese animarlos y ponerlos en marcha en una determinada dirección de
la historia que fuera a llevar el
capitalismo a su fin.
¿Puede un verdadero
materialista seguir pensando de este modo? Sólo se explica si se quiere a toda
costa, se lo reconozca o no, mantener el espejismo moderno del progreso en la historia. Para ello, es
necesario dotar a la llamada lucha de clases de un poder que nunca se
confirma, salvo cuando un antagonismo
sea habitado por la “parte que no tiene parte”
en la vida institucional o social y logre alcanzar la forma de una
organización colectiva. No obstante, en este caso, la lucha de clases no es más
que la designación simbólica y secundaria
de un antagonismo constituyente de lo social. En cambio, dar por constituida
de entrada a la lucha de clases y otorgarle una dinámica inmanente y sin
mediación política alguna, que va a ser capaz de desconfigurar al Capitalismo
en su funcionamiento hiperconectado y homogéneo, es un error teórico y
político.
Por esto, es muy importante,
para cualquier intento de renovación del marxismo o del materialismo
emancipador, establecer que no existe una relación “necesaria” entre la
explotación (incluyendo los diferentes modos de extracción de plusvalía) y la
emergencia de un sujeto histórico, que dirija la salida del capitalismo. No es
que no exista actualmente, es que nunca existió en la realidad un proceso
semejante. Un materialismo emancipador, debería admitir, que no existe una
relación de complementariedad entre la explotación que la forma mercancía
siempre impone y los seres humanos sometidos a la misma.
La lucha de clases en
su versión esencialista ha contribuido a consolidar ese fantasma de
complementariedad y reciprocidad que asegura que entre los explotadores y los
explotados existe una relación “dialéctica” que en algún momento quedará
superada. La relación entre el Capital y
“las existencias sexuadas, mortales y hablantes” no existe, en el
sentido en que sólo cumple la función de reproducir ilimitadamente el Uno del
Capital.
Solo construyendo un
suplemento político que desconecte las
relaciones distribuidas por el mercado,
puede surgir el deseo de no seguir siendo explotado y darle una inscripción simbólica
a ese Deseo. En suma, no basta con ser explotado, hay que poder desear dejar de
serlo y esto no viene garantizado por ningún automatismo histórico. Ese deseo
no surge de ninguna dinámica interna al capitalismo, ni de ninguna relación
dialéctica de la lucha de clases. Surge del sujeto, porque él mismo, desde su
primera inscripción simbólica, está constituido de un modo antagónico. Ese
sujeto que surge siempre fracturado y en falta, porque lo constituye un
lenguaje que, sin embargo, nunca lo nombra del todo.
Es en este “uno por
uno” del sujeto irreductible a cualquier determinación que lo pretenda agotar
en una definición concluyente, donde puede surgir la voluntad colectiva de querer otra cosa que
lo que el poder del Capital propone para
su vida.
No obstante, para que
un debate como este fuese lo suficientemente explícito, una aclaración sería
pertinente: para establecer las condiciones de ese Comunismo, que cómo indican
correctamente estos pensadores, no advendría como resultado de ninguna ley
histórica, ¿qué tipo de prácticas políticas deberían surgir y en qué estilo de
confrontación deberían plantearse las mismas? ¿Cómo se destruiría el falso
semblante del “capital-parlamentarismo”? ¿Qué tipo de guerra habría que asumir
y qué tipo de violencia sería necesario afrontar para la supuesta ocupación de
los lugares de lo “Común “por fuera del Estado.
Por supuesto, en todos
estos autores “comunistas” existe una
cláusula de reserva con respecto a aquellos movimientos latinoamericanos que
ocuparon el Estado. Se niegan, en la mayor parte de los casos, a admitir que se
puede estar en el Estado para ir mas allá de el mismo.
Badiou, uno de los
defensores más lúcidos de la llamada “hipótesis comunista”, lo dice con todas
las palabras que corresponden a esta idea: se trata de destruir al Estado para,
por fin, acceder a lo real del Capital. Sin duda, en este esquema de
pensamiento, aunque se haya renunciado al sentido finalístico de la Historia,
aún permanece la idea de la ruptura absoluta propia del lenguaje de la
Revolución.
Por último, quienes
estarían de nuevo dispuestos al sacrificio heroico para lograr lo que Pasolini
llamó en su día una “religión verídica” ¿qué precio tendrían que pagar por
hacer renacer de las cenizas de la Historia la experiencia comunista?
Si no se habla de esto
y se condena cualquier experiencia que se introduzca en el barro “populista”
del Estado, como insuficiente, que además, por razones estructurales siempre lo
es la formulación de la hipótesis comunista, se mantiene aún en el campo de la
especulación filosófica. Pero admitamos las buenas intenciones, aún insistentes
en estos pensadores, sobre la condición humana, en una época donde su espectro
apocalíptico planea con más fuerza que nunca.
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