Realizar políticamente la
victoria neoliberal, imponer la transformación deseada, supone el desarme de
los sectores populares, de su voluntad y capacidad de lucha. Entre su
determinación y la realidad media la resistencia popular. El primer año del
ciclo de Cambiemos estuvo signado por la movilización como forma emblemática de
la resistencia.
Julián Rebón / Página12
A pesar de su discurso
de campaña, el gobierno de la alianza Cambiemos procuró desde el primer día
traducir su triunfo electoral en una intensa revancha política y clasista. Se
planteó la búsqueda de destruir lo que de radicalizado y democrático tenía la
alianza social que fue gobierno hasta fines de 2015. Convertirla en asociación
ilícita, la utopía de sus espadachines más aventurados. El gobierno de
Cambiemos también expresó con nitidez desde su origen una revancha clasista. La
fenomenal concentración de poder alcanzada con la unificación –al extremo de
casi mimetizar– la elite política y económica y el fuerte apoyo en los círculos
mediáticos, judiciales y del establishment internacional implicó en paralelo un
proceso de reestructuración regresiva de las condiciones de vida de los
sectores populares. De “arriba” hacia “abajo” se desató la búsqueda de
convertir en privilegios y clientelismo los derechos alcanzados, en exceso las
condiciones de vida, en desmoralización el empoderamiento, en prisión la
rebeldía y, sobre todo, despejar del horizonte de cambio social cualquier
pretensión de mayor igualdad.
Se trata de una nueva
edición del proyecto de reestructuración regresiva del capitalismo argentino,
de inspiración neoliberal. Más que de una nueva derecha se trata de un viejo
proyecto limitado por las nuevas condiciones. La más importante de todas: el
triunfo electoral no se dio en el marco de una derrota social de las clases
populares. Por el contrario, estos vienen de una etapa previa de recomposición,
de avance en conquistas y capacidad de acción.
Realizar políticamente
su victoria, imponer la transformación deseada, supone el desarme de los
sectores populares, de su voluntad y capacidad de lucha. Entre su determinación
y la realidad media la resistencia popular. El primer año del ciclo de
Cambiemos estuvo signado por la movilización como forma emblemática de la
resistencia.
Aquellas movilizaciones
vinculadas al kirchnerismo como movimiento político, pasando por las del
aniversario del golpe, las de extracción sindical como la Marcha Federal y la
del monumento del trabajo, las de las organizaciones sociales, las del
movimiento Ni Una Menos, las multisectoriales contra los tarifazos, entre
otras, catalizaron masivamente en las calles el malestar emergente. Multitudinarias como pocas veces en nuestra
historia, plurales en su composición, articularon de un modo novedoso a las
distintas fracciones de los trabajadores y las capas medias.
El año en curso muestra
una prolongación e intensificación del proceso de movilización junto a la
búsqueda de una mayor radicalidad de la confrontación. Cada quien lo expresa
con las herramientas que tiene a su alcance. Unos manifiestan su disposición a
no cooperar a través de la huelga sindical. Otros con la intervención activa y
disruptiva sobre espacios laborales o institucionales, como en las tomas; o
sobre el espacio público, como los ya clásicos cortes de vías de tránsito.
Todos procuran frenar el avance o, al menos, las condiciones de su impunidad,
de la ofensiva sin costos. Para ello no sólo expresan su disconformidad, sino
que buscan también afectar las fuentes de poder de aquellos que protagonizan la
reestructuración: la ganancia de los empresarios y/o el control social
(gobernabilidad) y legitimidad del poder político.
En este nuevo contexto,
las estrategias de regulación del conflicto de conducciones del movimiento
sindical, más centradas en procurar reconocimiento para las cúpulas de las
organizaciones y paliativos para las bases que en la resistencia a los
procesos, muestran dificultades crecientes para desarrollarse, como expresó el
caótico final del reciente acto de la CGT. Pero desde el campo del gobierno,
alentados por sus éxitos iniciales, van por más. Buscan a través de la
estigmatización, la represión y la cooptación producir la derrota social
necesaria para imponer su voluntad, para hacer factible la reestructuración a
sus anchas. En cada gesto de resistencia ven un proceso “destituyente” de su
proyecto. Desean que el fundamentalismo neoliberal que le recetan sus
anteojeras sociales no se tenga que restringir a un posibilismo práctico de
avanzar sólo allí donde puedan con base a su recurrente metodología de “ensayo
y error”.
Las reestructuraciones
neoliberales históricamente se basan en la derrota de la clase trabajadora. Las
reformas de Thatcher surgieron sobre las bases de la derrota de los mineros,
las de Menem sobre la de los telefónicos y los ferroviarios. Muchos de los
conflictos recientes, el bancario, el docente, la quita de la personería
gremial a los metrodelegados, la amenaza de desalojo de la cooperativa del
Hotel Bauen, entre otros, aparecen como conflictos particulares. Pero se
articulan por el hilo conductor de lo que resisten. Enfrentan la determinación,
hecha gobierno del Estado, de transformar los triunfos parciales alcanzados en
su victoria, en imponer una derrota de larga duración para los sectores
populares. En las luchas presentes, se construye la posibilidad de un futuro
distinto que deje atrás el tiempo de revancha.
* Doctor en Ciencias
Sociales, investigador del Instituto Gino Germani UBA-Conicet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario